Apuñaló a un oficial pelirrojo en el estómago antes de que pudiese desenvainar la espada, lo lanzó contra un tercero y describió un amplio arco con el brazo para luego acercarse a él y clavarle la cuchilla en un hombro, cortándole ropa y carne con su pesada hoja. Hizo una finta para esquivar un lanzazo, y el soldado que empuñaba la lanza perdió el equilibrio y cayó hacia delante. Amistoso le hundió el cuchillo en el sobaco y luego lo sacó, rascándole con la hoja el borde del peto.
Pudo oírse el chirrido metálico que hacía el rastrillo al caer. Había dos soldados en la arcada. El rastrillo cayó justamente detrás de uno, dejándole incomunicado en la galería con todos los demás. El otro se echó hacia atrás para no sufrir la misma suerte. Los pinchos le alcanzaron en el estómago, le aplastaron contra el suelo, le reventaron el peto y le doblaron una pierna por debajo del cuerpo, mientras él pataleaba atrozmente en el aire con la otra. Entonces comenzó a gritar. Pero nadie le hizo caso, porque para entonces ya gritaba todo el mundo.
El combate se generalizó por el jardín y ocupó los cuatro lados del atrio que lo rodeaba. Cosca había tirado al suelo a un guardia después de desjarretarle los muslos por detrás. Escalofríos casi había partido a un hombre en dos al principio del combate, y en aquel momento estaba rodeado por otros tres y retrocedía hacia la sala llena de esculturas, mientras asestaba unos hachazos desmesurados y hacía un extraño sonido que estaba a medio camino de la risa y del rugido.
El oficial pelirrojo al que Amistoso acababa de apuñalar salió cojeando y gimiendo por la puerta que conducía a la primera sala, dejando un rastro de gotas de sangre en el brillante suelo. Amistoso le siguió, se agachó para evitar el desabrido molinete que hacía con la espada, se acercó a él y le alcanzó en la nuca con su cuchilla. El soldado que había quedado atrapado debajo del rastrillo gimió, balbució y se agarró a los barrotes. El otro, que en aquel momento comprendía todo lo que estaba sucediendo, apuntó a Amistoso con su alabarda. Un oficial de mirada confusa que tenía un antojo en una mejilla dejó de contemplar una de las setenta y ocho pinturas de la sala y desenvainó la espada.
Ya eran dos. Uno y uno. Amistoso estuvo a punto de sonreír. Ya lo comprendía.
Monza lanzó otro tajo a Ganmark, pero uno de sus soldados interpuso su escudo entre ambos. Ella resbaló, cayó rodando hacia un lado y se levantó a gatas mientras el combate seguía a su alrededor.
Vio que Salier lanzaba un alarido, sacaba por detrás de su espalda una espada muy pequeña y estrecha, y tajaba con ella el rostro de un oficial pasmado. Luego lanzó una cuchillada a Ganmark que resultó sorprendentemente ágil para un hombre de su tamaño, aunque no lo suficiente para tener éxito. El general se echó a un lado y, con toda la parsimonia del mundo, alcanzó al gran duque de Visserine en su enorme barriga. Monza observó que un palmo de metal lleno de sangre asomaba por detrás de su uniforme blanco. Igual que lo había hecho por detrás de la blanca camisa de Benna.
—Uf —dijo Salier.
Ganmark levantó una bota y lo empujó con ella, haciéndole caer de espaldas en medio de los adoquines y llegar hasta el pedestal de mármol de
El Guerrero
. El duque se deslizó por debajo de la escultura y apretó la herida con sus manos regordetas, mientras el suave tejido blanco de su uniforme se empapaba con su sangre.
—¡Matadlos a todos! —exclamó Ganmark a voz en cuello—. ¡Pero no estropeéis las pinturas!
Dos soldados se acercaron a Monza. Ella se deslizó hacia un lado para que ambos se estorbaran mutuamente, se giró para evitar el desmañado tajo que uno le lanzaba desde arriba, se echó hacia delante y le alcanzó en la ingle, justo debajo del peto. El soldado lanzó un gran alarido y cayó de rodillas; pero antes de que Monza pudiese recobrar el equilibrio, el otro giraba hacia ella. Sólo pudo parar su golpe, tan fuerte que estuvo a punto de arrancarle la Calvez de la mano. Luego la golpeó en el pecho con su escudo, consiguiendo que el borde del peto se le clavara en el estómago y que ella se quedara sin aliento y a su merced. El soldado volvió a levantar la espada, balbució algo y cayó hacia un lado. Las plumas de un cuadrillo de ballesta sobresalían por su nuca. Monza vio a Day, que se asomaba por una de las ventanas situadas más arriba con la ballesta entre las manos.
Ganmark movió una mano hacia ella y exclamó:
—¡Matad a la rubia! —Day desaparecía al otro lado de la ventana mientras hasta el último de los soldados de Talins obedecía la orden e iba a por ella.
Sin poder enfocar bien la mirada, Salier observó la sangre que se escapaba por sus manos regordetas y comentó:
—¿Quién habría pensado… que moriría luchando? —y su cabeza cayó hacia atrás, chocando con el pedestal de la escultura.
—¿Es que no terminarán nunca las sorpresas que el mundo nos vomita encima? —Ganmark se desabrochó el botón superior de la guerrera y sacó un pañuelo. Se lo llevó al corte de la cara, que sangraba, y luego, con mucho cuidado, se sirvió de él para limpiar de la hoja de su espada la sangre de Salier que la manchaba—. Así que era cierto. Aún sigues viva.
—Lo es, chupapollas —Monza, que había recobrado el aliento, mantenía en alto la espada de su hermano.
—Siempre admiré esa retórica tuya tan sutil. —El individuo al que Monza había herido en la axila gemía, mientras intentaba llegar a rastras hasta la entrada. Ganmark fue hacia Monza, pasando con cuidado por encima de él, guardándose el pañuelo ensangrentado en un bolsillo y abrochándose el botón superior de la guerrera con la mano que tenía libre. Aunque la barahúnda, el chocar de los aceros y los gritos del combate aún pudieran oírse en las salas situadas al otro lado de las columnas, ellos dos eran los únicos que estaban en el jardín. A menos de tener en cuenta los cadáveres dispersos por la entrada—. Sólo estamos los dos. Como apenas he tenido tiempo de tirar unas cuantas estocadas buenas, espero que te satisfagan las que ahora voy a darte.
—No te molestes. Tu muerte me satisfará por completo.
—¿Con la mano izquierda? —sonreía mientras sus ojos acuosos miraban su espada.
—Suponía que querrías aprovecharte de la ventaja.
—Lo menos que puedo hacer es corresponder a tu cortesía —pasó su espada de una mano a la otra con suma maestría, agarró con fuerza la empuñadura y apuntó su hoja hacia Monza—. Debe…
Como Monza jamás había esperado a que le dijeran lo que debía hacer, le lanzó inmediatamente una estocada. Pero él, que ya se había puesto en guardia, la paró, echándose a un lado. Luego le lanzó dos tajos muy rápidos, de arriba abajo y de abajo arriba. Sus dos hojas se encontraron, deslizándose una por encima de la otra con un ruido metálico, para luego moverse de atrás adelante y relucir en los retazos de luz que había entre los árboles. Las botas de caballería de Ganmark, exageradamente brillantes, se deslizaban por encima de los adoquines con la ligereza de un bailarín. La atacó con la rapidez del relámpago. Ella paró una vez, dos veces, estuvo a punto de que la hiriera y pudo librarse haciendo una finta. Dio unos cuantos pasos apresurados, tomó aliento y se recuperó.
Aunque huir del enemigo sea algo deplorable, la alternativa que a uno le queda suele ser peor
, había dicho Farans.
Mientras avanzaba hacia delante, observó que Ganmark, por otra parte muy tranquilo, describía pequeños círculos con la reluciente punta de su espada.
—Me temo que mantienes una guardia muy baja. Te domina la pasión. Pero la pasión sin disciplina sólo es una rabieta infantil.
—¿Por qué no cierras la maldita boca y luchas?
—Oh, puedo hablar y sacarte unas cuantas rodajas al mismo tiempo —se acercó rápidamente a ella y la acorraló hasta uno de los extremos del jardín y luego hasta el otro, mientras la desesperada Monza paraba sus acometidas y se las devolvía cuando podía, pero siempre de una manera desmañada e inefectiva.
Se decía de Ganmark que era uno de los mejores espadachines del mundo, lo cual no era difícil de creer, vista su maestría con la mano izquierda. El acuerdo de luchar con aquella mano la beneficiaba, porque su maestría de antaño con la derecha había quedado aplastada por la bota de Gobba, para luego hacerse pedazos en la ladera de la montaña en la que se levantaba Fontezarmo. Ganmark era más rápido, más fuerte, más preciso. Lo que sólo le dejaba a ella la posibilidad de ser más astuta, más tramposa, más sucia en la pelea. Y de sentirse más enfadada.
Se acercó a él lanzando un grito, fingió que atacaba por la derecha y le lanzó una estocada por la izquierda. Cuando Ganmark retrocedió de un salto, Monza se quitó el yelmo y se lo lanzó a la cara. Él lo vio justo a tiempo de apartarse a un lado, aunque no lo suficientemente deprisa para evitar que rebotase en su coronilla y le hiciese gruñir. Monza volvió contra él. Ganmark giró hacia un lado y ella sólo arañó la charretera dorada de una de las hombreras de su guerrera. Monza atacaba y Ganmark paraba, nuevamente en forma.
—Tramposa.
—Que te den por el culo.
—Quizá eso me apetezca cuando acabe contigo —lanzó una cuchillada a Monza que ella evitó, para después, en vez de retroceder, acercarse más y trabar su espada con la de él en un chirrido de empuñaduras. Aunque intentase echarle la zancadilla, él no dejaba de dar vueltas alrededor de ella para no perder el equilibrio. Le dio una patada en una rodilla mientras seguía intentando echarle la zancadilla. Luego le lanzó una cuchillada con toda la fuerza que podía, pero Ganmark se echó hacia un lado y ella sólo alcanzó uno de los setos, que meneó todas sus verdes hojas.
—Hay maneras más cómodas de arreglar los setos, si eso es lo que quieres —comentó Ganmark, y antes de que se diera cuenta le lanzó una serie de tajos que la obligaron a retroceder. Saltó por encima del ensangrentado cadáver de uno de los guardias y se situó detrás de las grandes piernas de la escultura, protegiéndose con ellas mientras pensaba en cómo podría alcanzar a Ganmark. Desató las correas de uno de los costados del peto, se lo quitó y lo dejó caer al suelo con un ruido metálico. No sólo no le protegía ante un espadachín de su maestría, sino que el lastre de su peso la cansaba—. Murcatto, ¿sin trampas?
—¡Estoy pensando, bastardo!
—Pues piensa deprisa —la espada de Ganmark entró con furia por entre las piernas de la escultura. La habría alcanzado si ella no se hubiese apartado de su trayectoria con un salto—. Sabes que no puedes vencer, simplemente porque te sientes agraviada. Porque sabes que así te justificas. El espadachín que vence es siempre el mejor, no el que está más enfadado.
Aunque hiciera como si fuese a rodear la enorme pierna derecha de
El Guerrero
, Ganmark apareció por la otra, saltando por encima del cadáver de Salier, que seguía echado encima del pedestal. Pero como ella lo había visto venir, paró su espada y le dio un golpe muy poco elegante con la cabeza, aunque tremendamente contundente. Él se apartó en el preciso momento. La hoja de la Calvez tintineó contra la musculosa rodilla de Stolicus y desprendió pequeños fragmentos de mármol que salieron volando. Mientras se echaba hacia un lado, tuvo que concentrarse en agarrar con fuerza la empuñadura que vibraba y le causaba un tremendo dolor en la mano izquierda.
Mientras con su mano izquierda tocaba cuidadosamente la hendidura producida en la pierna izquierda de la escultura, Ganmark frunció el ceño y comentó:
—Puro vandalismo —luego saltó hacia ella, enganchó su espada con la suya y la obligó a retroceder una vez, luego otra más, mientras las botas de Monza resbalaban en los adoquines y llegaban hasta el césped, sin que ella, ya fuera mediante sutilezas, argucias o la fuerza bruta, cejase en su intento de encontrar algún hueco que le permitiese atacar a Ganmark. Pero él veía las situaciones antes que ella las pusiese en práctica, aprovechándolas con la eficiencia de un maestro de esgrima. Apenas resollaba. Cuanto más tiempo siguieran luchando, antes encontraría él sus puntos flacos y los aprovecharía.
—Deberías recapacitar en el tajo que acabas de tirar hacia atrás —dijo—. Demasiado alto. Limita tus opciones y abre tu guardia —Monza le atacó una y otra vez, pero él se limitó a apartar su espada, como no dándole importancia—. Tienes la costumbre de ladear el acero hacia la derecha cuando alargas el brazo —le lanzó una estocada que él paró con la espada, trabando la suya con un chirrido de metal para luego contenerla dentro de los círculos que describió con su arma. Entonces, con un simple giro de muñeca, arrancó la Calvez de su mano y la mandó a volar por encima de los adoquines—. ¿Ves a qué me refiero?
Aturdida, Monza dio un paso atrás, mientras veía que la luz reflejada en la espada de Ganmark salía disparada hacia delante. La hoja atravesó limpiamente la palma de su mano izquierda, pasó entre sus huesos y llegó hasta su hombro, dejándole la mano cosida a él como si fuera una de las brochetas de carne y cebolla que los gurkos suelen preparar. El dolor le llegó un instante después, haciéndole gritar cuando Ganmark retorció la espada y ella se arrodilló indefensa y cayó hacia atrás.
—Si esto te parece indigno de mí, consuélate pensando que es un regalo de los ciudadanos de Caprile —giró la espada en sentido contrario y ella sintió que la punta no sólo chirriaba contra su hombro sino contra los huesecillos de su mano, mientras la sangre le bajaba por el antebrazo y manchaba su guerrera.
—¡Te voy a joder! —exclamó mientras le escupía, porque la única opción que le quedaba era gritar.
—Una oferta muy interesante —torció la boca para expresar una sonrisa llena de tristeza—, pero tu hermano era más de mi tipo. —Sacó la espada de un tirón y ella cayó hacia delante y se puso a gatas, jadeando. Cerró los ojos y esperó a la hoja que no tardaría en deslizarse a través de sus omóplatos para taladrarle el corazón, tal y como le había sucedido a Benna.
Se preguntó si le dolería mucho y durante mucho tiempo. Seguro que dolería mucho, pero no por mucho tiempo.
Escuchó unas pisadas que se alejaban de ella y levantó poco a poco la cabeza. Ganmark puso una bota debajo de la Calvez y la levantó del suelo, cogiéndola luego con una mano.
—Estoy por asegurar que el punto ha sido para mí —lanzó la espada como si fuese una flecha, dejándola clavada en la parte del césped situada al lado de Monza, donde se quedó oscilando lentamente—. ¿Qué me dices? ¿Vemos si consigues superarlo en las dos partidas siguientes?