—¡Ya hemos llegado! —exclamó, y Vitari levantó un brazo para dar a entender que lo había oído.
Un viento impetuoso pasó por encima de los edificios y se dirigió hacia el molino que estaba a dos o tres kilómetros de distancia. Llegó, agitó las hojas de un seto, formó suaves olas en el trigo y empujó por el cielo las nubes hechas jirones, cuyas sombras recorrieron la tierra que estaba más abajo.
Aquello le recordó a Monza la granja donde había nacido. Pensó en Benna de chico, cuando corría entre la cosecha sacando apenas la cabeza por encima de las espigas llenas de grano, y escuchó su risa aguda. Hacía mucho tiempo, antes de que muriese el padre de ambos. Monza se estremeció y torció el gesto. Todo aquello no era más que mierda sensiblera, autocomplaciente y nostálgica. Había odiado aquella granja. Cavar, sembrar, la suciedad debajo de las uñas… ¿Y todo para qué? Hay pocas cosas que le hagan trabajar a uno tanto para sacar tan poco.
La única que se le ocurría era la venganza.
Desde su más tierna infancia, Morveer había tenido la singular aptitud de decir lo contrario de lo que quería. Cuando intentaba ayudar en algo, sólo ponía pegas. Cuando intentaba ser amable, descubría que estaba siendo insultante. Cuando intentaba sinceramente ayudar a alguien, socavaba la autoestima de aquella persona. Aunque sólo intentara que le valorasen, le respetaran, contaran con él, cualquier intento que hiciera para comportarse como un buen amigo estropeaba las cosas.
Después de treinta años de relaciones fallidas (una madre que le había dejado; una esposa que le había abandonado; varios aprendices que le habían dejado, que le habían robado o, incluso, que habían intentado matarle, por lo general envenenándole, aunque, en cierta ocasión memorable, uno de ellos emplease un hacha), comenzaba a pensar que todo aquello se debía, simplemente, a que no se portaba bien con la gente. Por lo menos, hubiera debido alegrarse de que aquel borracho repugnante de Nicomo Cosca hubiese muerto y sentir algo de alivio, como de hecho sintió en un principio. Pero las nubes oscuras no habían tardado en volver para levantar la barrera de una depresión que no lo parecía. Por eso no tardó en estar discutiendo nuevamente con su importuna patrona todos los detalles de los negocios que tenían en común.
Quizá hubiera sido mejor para él haberse retirado a un monte para vivir como un ermitaño y no herir los sentimientos de nadie. Pero la delgadez del aire de las alturas nunca le había sentado bien a su constitución demasiado delicada. Así pues, se decidió una vez más a hacer un heroico esfuerzo de camaradería. Para ser más complaciente, más cordial, más indulgente con los defectos de los demás. Por eso, mientras los restantes miembros de la partida salían al campo para encontrar algún rastro de las Mil Espadas, él dio el primer paso. Dando a entender que le dolía mucho la cabeza, acababa de preparar una sorpresa agradable, una sopa de setas según la receta de su madre, quizá lo único tangible que ella le dejara a su único hijo.
Se cortó en un dedo mientras las partía en lonchas y se quemó en el codo con el fogón. De suerte que ambos eventos dieron paso a un torrente de rabia que estuvo a punto de truncar el nuevo comienzo que anhelaba. Para cuando los caballos regresaban a la granja, exactamente en el momento en que el sol se hundía en el horizonte y las sombras del patio de fuera se hacían más largas, ya había puesto en la mesa dos trozos de vela que arrojaban una luminosa bienvenida, dos hogazas de pan cortadas en rebanadas y la cacerola de sopa, que exhalaba una fragancia muy plena.
—Excelente —su rehabilitación estaba asegurada.
Pero su nueva vena de optimismo no sobrevivió a la llegada de los comensales. Porque nada más entrar, dicho sea de paso, sin quitarse las botas y, por tanto, llenando de barro el suelo que él había dejado resplandeciente, miraron la cocina que acababa de limpiar con todo su cariño, la mesa que había dispuesto tan bien y la sopa preparada con tanto esfuerzo con el mismo entusiasmo que cualquier presidiario habría mostrado al contemplar el tajo del verdugo.
—¿Qué es esto? —Murcatto fruncía los labios mientras sus cejas subían mucho más alto de lo ordinario, como delatando una sospecha inusual.
Morveer intentó salir del paso diciendo:
—Mis disculpas. Como nuestro cocinero obseso por los números ha regresado a Talins, he pensado que podría ocupar el hueco dejado por él y preparar la cena. Es la receta de mi madre. ¡Siéntese, siéntese, por favor, y también los demás! —y comenzó a apartar las sillas, de suerte que, a pesar de algunas miradas de soslayo un tanto incómodas, todos tomaron asiento.
—¿Sopa? —Morveer se acercó a Escalofríos con la cacerola y el cucharón listos para servir.
—No la quiero. Me causaste una… ¿cómo la llamó?
—Parálisis —dijo Murcatto.
—Eso es. Ya me paralizaste en cierta ocasión.
—¿Desconfías de mí? —le preguntó de sopetón.
—Por la propia definición de tu persona —dijo Vitari, mirándole por debajo de sus cejas rojas—. Eres un envenenador.
—¿Después de todo lo que hemos pasado juntos? ¿Desconfiáis de mí por una pequeña parálisis ? —hacía esfuerzos heroicos para reflotar el barco de sus relaciones profesionales que parecía haberse ido a pique, y nadie parecía darse cuenta—. Si mi intención fuese la de asesinaros, me limitaría a echar unas cuantas gotas de lavanda negra en las almohadas y cantaros una nana para que os durmierais, y vuestro sueño no tendría fin. O a meter unas cuantas espinas de Amerind en vuestras botas, o a poner un poco de larync en la empuñadura del hacha o a echar raíz de mostaza en vuestras cantimploras —se agachó para mirar al norteño mientras agarraba el cucharón con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos—. Podría mataros de un millón de maneras distintas y no tendríais ni la menor sospecha de cualquiera de ellas. ¡Y ni siquiera tendría que tomarme la molestia de prepararos la cena¡.
El ojo de Escalofríos volvió a mirarle fijamente, logrando que Morveer se preguntase si no estaría a punto de recibir en la cara el primer puñetazo en muchos años. Pero el norteño agarró la cuchara, la hundió en el plato, probó con mucho cuidado su contenido y luego se lo tragó.
—Sabe bien. Setas, ¿verdad?
—Eh… sí, eso tiene —Morveer levantó el cazo—. Vamos, ¿es que nadie quiere sopa?
—¡Yo! —aquella voz que salía de la nada le sonó a Morveer en los oídos como un jeringazo de agua hirviendo. Al asustarse, dejó caer la cacerola, y toda la sopa, que aún estaba muy caliente, cayó en la mesa y avanzó hacia el regazo de Vitari. Ella se levantó con un chillido y la cubertería salió volando. La silla de Murcatto cayó con mucho ruido mientras su ocupante intentaba coger la espada. Day soltó una rebanada de pan mordisqueada cuando retrocedió asustada hacia la puerta. Morveer se giró en redondo, empuñando el cazo mojado…
Una mujer gurka cruzaba los brazos junto a él y le sonreía. Su piel oscura era tan suave como la de un niño y tan lisa como el vidrio, y sus ojos tan negros como la medianoche.
—¡Esperad! —exclamó Murcatto mientras levantaba una mano—. Esperad. Es amiga mía.
—¡Pero mía no! —Morveer se desesperaba por no poder averiguar cómo podía haber salido de la nada. No estaba cerca de ninguna puerta, la ventana seguía bien cerrada y el suelo y el techo estaban intactos.
—Tú no tienes amigos, envenenador —era como si ronronease. La larga casaca oscura que llevaba acababa de abrirse, mostrando su cuerpo cubierto enteramente de vendas.
—¿Quién eres? —preguntó Day—. ¿Y de dónde diablos vienes?
—Solían llamarme el Viento del Este —mientras movía displicentemente un dedo, todos pudieron ver sus perfectos dientes marfileños—. Pero ahora me llaman Ishri. Vengo del agostado Sur.
—Eso quiere decir… —comenzó a decir Morveer.
—Magia —Escalofríos lo terminó por él, porque era el único miembro del grupo que no se había movido del asiento. Levantó tranquilamente la cuchara y volvió a llevársela a la boca—. ¿Me pasas el pan?
—¡Maldito sea tu pan! —exclamó Morveer—. ¡Y tu magia!
—Es una de ellos —mientras la sopa seguía goteando en el suelo, Vitari, con los ojos tan entornados que daba miedo, acababa de empuñar uno de los cuchillos de la cubertería—. Una Devoradora.
—Todos tenemos que alimentarnos, ¿o no? —la mujer gurka pasó el extremo de uno de sus dedos por la sopa derramada y se lo llevó a la boca—. No tienes por qué preocuparte. Escojo muy bien lo que voy a devorar.
—En cierta ocasión discutí con los tuyos, fue en Dagoska —aunque Morveer no comprendiera del todo lo que las dos mujeres se decían, y por ello se sintiera incómodo, no tardó en compartir la preocupación de Vitari. No era una mujer dada a fantasías descabelladas—. ¿Qué acuerdos ha cerrado con ella, Murcatto?
—Los necesarios. Trabaja para Rogont.
Ishri echó la cabeza hacia un lado, casi poniéndola horizontal, y luego dijo:
—Quizá sea él quien trabaja para mí.
—No me importa quién sea el jinete y quién el burro —dijo Murcatto con muy malas maneras— mientras uno de vosotros nos envíe refuerzos.
—Ahora os los está enviando. Cuarenta de sus mejores hombres.
—¿Llegarán a tiempo?
—Creo que sí, a menos que las Mil Espadas se les adelanten, lo que no harán. Su contingente principal se encuentra acampado a legua y media de aquí. Se entretenían limpiando una aldea. Para luego incendiarla. Son gentecilla destructiva —posó la mirada en Morveer. Aquellos ojos negros le ponían nervioso. Le preocupaba que estuviera cubierta de vendas. Le resultaba tan curioso que…
—A mí no me preocupa —comentó ella. Morveer parpadeó, preguntándose si habría hecho en voz alta la pregunta que le rondaba por la cabeza—. No la has hecho. —Entonces se le erizaron todos los vellos del cuerpo. Igual que cuando las enfermeras descubrían los materiales secretos que guardaba en el orfanato y averiguaban para qué servían. No podía librarse de la conclusión, por otra parte, irracional, de que aquel diablo gurko conocía sus pensamientos más íntimos. Que conocía las cosas que había hecho, y que había pensado que nadie llegaría a saber…
—¡Estaré en el granero! —dijo Morveer, con voz que le salió mucho más chillona de lo que hubiese deseado. Y añadió, no sin cierta dificultad para hablar—: Habrá que prepararse para las visitas que tendremos mañana. ¡Vamos, Day!
—En cuanto me termine esto —no había tardado en acostumbrarse a la visitante, como indicaba el hecho de que estuviera entretenida untando mantequilla en las tres rebanadas de pan que se disponía a comer.
—Ah… claro… ya veo —aunque siguiera retorciéndose por lo nervioso que estaba, como lo único que podía conseguir era ponerse más en evidencia, caminó hacia la puerta.
—¿No te pones la casaca? —le preguntó Day.
—¡No, tengo mucho calor!
Sólo cuando hubo franqueado la puerta del edificio para sumirse en la oscuridad y recibir el viento que soplaba helado por entre los trigales y que le taladraba la camisa, cayó en la cuenta de que hacía mucho frío. Pero como ya era demasiado tarde para volver sin que le tomasen por idiota, apretó el paso.
—Pues no tengo mucho calor —maldijo con amargura mientras se abría paso por el patio a oscuras y se rodeaba con sus propios brazos para no tiritar. Había permitido que una charlatana gurka le hubiese puesto nervioso con unos cuantos trucos de salón—.
Zorra
cubierta de vendas —bueno, ya lo verían todos—. Oh, sí ;. —Al final, les había hecho pagar a todas las enfermeras del orfanato todos los latigazos—. Ya veremos quién es el que azota ahora —echó un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que nadie le veía—. ¡Magia! —dijo con sorna—. Ya te enseñaré yo un truco o… ¡Eh! —una de sus botas pisó algo blando que le hizo resbalar y caer con el trasero por delante en un charco embarrado—. ¡Bah! ¡Maldito sea tu culo de bastardo! —tantos esfuerzos heroicos para comenzar de nuevo eran demasiado.
A Escalofríos le pareció que sólo faltaban una o dos horas para la aurora. Aunque ya no lloviese tan fuerte como antes, el agua que caía de las hojas nuevas y que tamborileaba en el polvo aún seguía molestándole. El aire estaba cargado con una humedad que se le metía hasta los huesos. Un arroyuelo cada vez más caudaloso borboteaba cerca del sendero, amortiguando el ruido que hacía su caballo al pisar el suelo embarrado. Sabía que estaba cerca, porque podía distinguir el leve resplandor rojizo de los ruegos del campamento entre los mojados troncos de los árboles.
Como Dow el Negro solía decir siempre, «el mal tiempo es el mejor para los asuntos turbios», algo que él sabía muy bien.
En medio de aquella noche húmeda, Escalofríos guiaba a su caballo con los codos, esperando que ningún centinela borracho se pusiese nervioso y le endiñase una flecha entre las tripas. Aunque aquel flechazo pudiese dolerle menos que lo que le dolió el ojo, no por ello le apetecía más. Afortunadamente vio al primer centinela antes de que éste le viese a él. Se apoyaba en un árbol y descansaba su lanza encima del hombro. Gracias al pellejo aceitado con el que se cubría la cabeza no podía ver nada, ni siquiera estando despierto.
—¡Ohé! —el hombre dio un salto y tiró la lanza al barro. Escalofríos, que tenía las manos cruzadas, pero sueltas, encima del pomo de su silla de montar, enseñó los dientes al ver que la buscaba a tientas en la oscuridad—. ¿Vas a darme el alto ahora o sigo de frente hasta que me lo des?
—Alto. ¿Quién vive? —preguntó el otro con voz ronca, levantando la lanza junto con un terrón de césped mojado.
—Soy Caul Escalofríos, y seguro que Fiel Carpi quiere hablar conmigo.
El campamento de las Mil Espadas tenía el mismo aspecto que otro cualquiera. Hombres, lona, metal y barro. Sobre todo lo último. Las tiendas aparecían dispersas por todas las direcciones. Los caballos estaban atados a los árboles, y su aliento humeaba en la oscuridad. Las lanzas se apilaban unas contra otras. De los fuegos del campamento, unos seguían ardiendo y otros se habían convertido en pavesas que el viento aventaba, llenando el aire con su olor. Los pocos hombres que aún seguían despiertos, cubiertos en su mayoría con mantas, ya fuese porque montasen guardia o porque le dieran a la bebida, miraron a Escalofríos con el ceño fruncido cuando pasó ante ellos.
Le recordaban las noches húmedas y frías que había pasado en los campamentos del Norte y de más abajo. Acurrucado alrededor de sus fogatas, esperando, mientras se helaba, que la lluvia no arreciase. Asando carne en las lanzas de gente ya muerta. Acurrucado en la nieve bajo todas las mantas que había podido encontrar. Afilando sus armas para el trabajo sucio que tenía que hacer por la mañana. Volvía a ver los rostros de los muertos que habían vuelto al barro, con los que había compartido bebidas y risas. Su hermano. Su padre. Tul Duru, como llamaban a Cabeza de Trueno. Rudd Tresárboles, la Roca de Uffrith. Hosco Harding, más silencioso que la noche. Aquellos recuerdos despertaron en él una oleada de orgullo inesperado. Y luego otra oleada de vergüenza inesperada por lo que tenía que hacer. Más fuerte que todo lo que había sentido desde que perdiera el ojo, más fuerte de lo que se hubiera imaginado.