Además del leve olor a algas, todo estaba como en Ospria después de vencer la célebre batalla de las Islas. Cuando, al frente de su columna, se había erguido en su silla de montar todo lo alto que era, recibiendo el aplauso, levantando juntas ambas manos y exclamando: «¡No, por favor!», cuando lo que quería decir era: «¡Más, más!». La gran duquesa Sefeline, la tía de Rogont, se había aprovechado de la gloria conseguida por él muy pocos días antes de que intentara envenenarle. Muy pocos meses antes de que el reflujo de la batalla se volviese contra ella y decidiera envenenarse. Así es la política en Styria. Por eso, de pasada, se preguntó por qué quería entrar en ella.
—Las circunstancias cambian, la gente se hace mayor, los rostros cambian, pero el aplauso sigue siendo el mismo… vigoroso, contagioso y muy breve.
—Uh —respondió Escalofríos con un gruñido. Aunque el norteño no pareciera darle mucha conversación, no le importaba. A pesar de los ocasionales esfuerzos para evitarlo, Cosca siempre prefería hablar en lugar de escuchar.
—Aunque siempre hubiera odiado a Orso, lo cual es más que evidente, su caída no me proporciona un gran placer —en una de las calles adyacentes a aquella por donde pasaban, podía verse una estatua bastante grande del temido duque de Talins. Orso era el mecenas de los escultores, siempre que éstos lo tomasen de modelo para sus obras. Habían levantado un andamio por encima de su frente, donde unos hombres se arracimaban alegremente para golpear con unos martillos los austeros rasgos de su rostro—. Con cuánta premura nos libramos de los héroes del ayer. Tal y como se libraron de mí.
—No obstante, volvieron a darte el puesto.
—¡A eso me refería! A todos nos arrastra la marea. Observa cómo vitorean a Rogont y a sus aliados, ese despreciable lodo que ha traído la marea —señaló con un dedo los pasquines que revoloteaban por el viento en la pared más cercana, los cuales representaban el duque Orso con la cara metida dentro de la taza de un retrete—. Arranca la última capa de pasquines y descubrirás otros que denuncian del modo más infamante que puedas imaginar a la mitad de los que van en este cortejo. Recuerdo uno del duque Rogont cagando en un plato, con el duque Salier zampándose el menú con ayuda de un tenedor. Y otro del duque Lirozio intentando montar a su caballo. Y cuando digo «montar»…
—¡Je! —dijo Escalofríos.
—El caballo no parecía muy impresionado. Arranca unas capas más y (me ruborizo al admitirlo) darás con alguno que me condene por ser el canalla con el corazón más negro de todo el Círculo del Mundo, pero ahora… —Cosca lanzó un beso de lo más extravagante hacia las damas que estaban en un balcón y que sonreían mientras le señalaban con el dedo, como si pensaran que era el héroe que las había salvado.
—En este sitio la gente no parece pesar mucho —el norteño se encogió de hombros—. El viento se la lleva cuando quiere.
—He viajado mucho —como si huir de un descalabro militar tras otro fuese viajar— y, según mi experiencia, la gente pesa lo mismo en todas partes —desenroscó el tapón de su petaca—. En general, la gente tiene una serie de profundas creencias que tienen que ver con el mundo, pero que, a la hora de aplicar a sus propias vidas, encuentran de lo más inconveniente. Muy poca gente encuentra oportuna la moral. Ni siquiera conveniente. La persona que sigue creyendo en algo incluso cuando supone un inconveniente es una cosa extraña y peligrosa.
—Hay cierto tipo de locos que siguen el camino difícil porque es el único bueno.
Cosca se echó un largo trago de la petaca, hizo una mueca de dolor, se pasó la lengua por los dientes de la mandíbula superior y dijo:
—El que puede distinguir el camino malo del bueno es un tipo especial de loco. Yo nunca tuve esa habilidad —se irguió en los estribos, se quitó el sombrero y lo agitó por el aire como un loco, gritando como un chiquillo de quince años. El gentío lo aprobó con un rugido. Como si él se mereciese aquellos vítores. Como si, a fin de cuentas, no fuese el mismísimo Nicomo Cosca.
En un tono tan bajo que nadie debió de oírlo, tan bajo como si las notas sólo estuviesen en su imaginación, Shenkt tarareaba.
—¡Ha venido!
El silencio cargado de amenaza se convirtió en una tormenta de aplausos. La gente bailaba, levantaba los brazos, aplaudía con un entusiasmo lleno de histeria. La gente reía, lloraba y lo celebraba, como si sus vidas fuesen a cambiar de manera significativa por el hecho de que a Monzcarro Murcatto le entregasen un trono robado.
Era una marea que Shenkt había visto con frecuencia en la política. Cuando un líder nuevo llega al gobierno, todo queda dominado por un breve encantamiento en virtud del cual, haga lo que haga aquel nuevo líder, todo parece hacerlo bien. Una edad de oro en que la gente está cegada por la esperanza de que las cosas salgan mejor. Pero nada es eterno, desde luego. A su debido tiempo, que en ocasiones es alarmantemente breve, la imagen impoluta del líder comienza a empañarse por pequeñas desavenencias con sus súbditos, los fracasos y las frustraciones. Poco después ya no hace nada bien. La gente clama por un nuevo líder y entonces se consideran renacidos. Y vuelta a empezar.
Pero en aquellos momentos ponían a Murcatto por los cielos, y lo hacían de una manera tan estruendosa que, aunque Shenkt hubiera visto aquello mismo una docena de veces, casi se lo llegó a creer. Quizá estuviese viviendo un gran día, el primero de una gran era en la que él, después de tantos años, podría jugar un papel importante. Aunque dicho papel fuese tan siniestro como siempre. Porque, a fin de cuentas, ciertas personas tienen que encargarse siempre de los detalles sórdidos.
—Por los Hados —a su lado, Shylo curvaba los labios con desdén—. ¿A qué se parece? A una maldita vela dorada. A un mascarón de proa de colores chillones, pintado con oro para que no se vea que está podrido.
—Pues a mí me parece que tiene mucha prestancia —a Shenkt le encantaba descubrir que aún seguía viva, montando un caballo negro al frente del vistoso cortejo. Aunque el duque Orso estuviera acabado, aunque su gente vitorease a un nuevo líder y aunque su palacio de Fontezarmo estuviera rodeado y asediado, nada de eso le importaba. Shenkt tenía un trabajo que cumplir y seguiría con él hasta el final, por amargo que le pareciese. Como siempre había hecho. A fin de cuentas, algunas historias acaban mejor con un final amargo.
Murcatto estaba más cerca, con una expresión de lo más sangrienta y la mirada llena de determinación. A Shenkt le habría gustado muchísimo dar un paso adelante, empujar a la muchedumbre, sonreír y darle la mano. Pero había muchos mirones, demasiados guardias. Ya llegaría el momento en que pudiera saludarla cara a cara.
Así que no se movió, y su caballo pasó a su lado, y él siguió tarareando.
Demasiada gente. Demasiada gente para poder contarla. Cada vez que lo intentaba, se sentía muy raro. De repente, el rostro de Vitari apareció entre la muchedumbre, al lado de un hombre enjuto de cabellos cortos y claros y sonrisa imprecisa. Cuando Amistoso se irguió en los estribos, una banderola se metió por medio, de suerte que cuando volvió a mirar ya no los vio. Un millar de rostros diferentes que se mezclaban en un revoltijo imposible de distinguir. Por eso se dedicó a observar el cortejo.
Si hubiesen estado en Seguridad, y Murcatto y Escalofríos hubieran sido presidiarios, Amistoso, observando la mirada y la cara del norteño, habría podido decir sin género de dudas que quería matarla a ella. Pero como no estaban en Seguridad, lo cual era una pena, había reglas que Amistoso desconocía. Sobre todo cuando una mujer entraba en danza, porque las mujeres le parecían un pueblo extranjero. Quizá Escalofríos la amase, y esa mirada de rabia contenida se debiese al amor que sentía por ella. Aunque Amistoso supiera que habían estado follando en Visserine, porque él los había oído mientras lo hacían, suponía que ella debía de haberse follado después al gran duque de Ospria, y desconocía lo que hubiera podido pasar. Ése era el problema.
Amistoso nunca había aprendido realmente a follar, y mucho menos a amar. Cuando estaba en Talins, Sajaam le llevaba de putas, diciéndole que era una recompensa. Aunque no rehusara aquella invitación por parecerle una grosería, lo cierto es que no le gustaba. Al principio tenía problemas para que se le pusiese dura. Incluso después, el mayor disfrute que sacaba de aquel asunto tan complicado consistía en contar el número de meneos que necesitaba antes de que todo hubiese terminado.
Intentó calmar sus nervios a flor de piel contando el número de pisadas de su caballo. Para evitar confusiones que pudiesen causar algún molesto embarazo, decidió guardar sus preocupaciones para sí mismo y dejar que las cosas siguiesen su curso. A fin de cuentas, si Escalofríos acababa matándola, a él no le importaría gran cosa. Lo más seguro es que muchas personas quisieran matarla. Suele suceder cuando te conviertes en alguien notable.
Escalofríos no era un monstruo. Sólo que ya estaba harto.
Harto de que le trataran como a un idiota. Harto de que sus buenas intenciones acabaran dándole por el culo. Harto de tener que hacer de tripas corazón. Harto de preocuparse por las preocupaciones de otros. Y, lo peor de todo, harto de que le picase la cara. Hizo una mueca de dolor cuando se clavó las uñas en las cicatrices.
Monza tenía razón. La piedad y la cobardía eran lo mismo. No había recompensas por ser bueno. Ni en el Norte, ni allí, ni en ningún otro sitio. La vida era una asquerosa hija de puta que trataba bien a los que cogían lo que querían. El derecho estaba a favor de los más despiadados, los más traidores, los más sangrientos; y la manera en que todos aquellos idiotas la vitoreaban a ella era la prueba. Vio cómo cabalgaba lentamente, montada en su caballo negro, la brisa agitando su negra cabellera. Había tenido razón en todo, más o menos.
Y él iba a asesinarla, casi para poder follarse a otra mujer.
Se imaginó apuñalándola, dándole una cuchillada, trinchándola de diez maneras diferentes. Se imaginó las cicatrices de sus costillas mientras deslizaba suavemente una hoja entre ellas. Se imaginó las cicatrices de su cuello, y cómo tendría que poner las manos en él para estrangularla. Se preguntó si podría estar cerca de ella por última vez. Qué extraño le parecía que le hubiese salvado la vida tantas veces, que hubiese arriesgado la suya tantas veces para salvarla y que en aquellos momentos estuviese pensando en la mejor manera de acabar con ella. Era como en cierta ocasión le había dicho el Sanguinario, que entre el amor y el odio apenas cabe el filo de un cuchillo.
Escalofríos conocía cien maneras de matar a una mujer para que pareciese que había muerto de manera natural. El problema surgía con el «dónde» y el «cuándo». Puesto que ella esperaba constantemente un cuchillo por la espalda, estaba en guardia todo el tiempo. No por él, sino por todo el mundo. Seguro que había mucha gente que la acechaba. Como Rogont lo sabía, tenía tanto cuidado con ella como un avaro con sus monedas. Y como necesitaba que toda aquella gente se pasase a su bando, siempre tenía varios hombres vigilándola. Por eso, Escalofríos debía esperar, y aprovechar el momento oportuno. Pero tenía que ser un poco paciente. Como decía Carlot, nada sale bien si se hace de manera… precipitada.
—Mantente más cerca de ella.
—¿Eh? —era el gran duque Rogont, que acababa de adelantarle por el lado en que no veía. Escalofríos tuvo que reprimirse para no aplastar con su puño derecho el rostro burlón de aquel hombre tan guapo.
—A Orso aún le quedan amigos en esta ciudad —los ojos de Rogont escrutaban con mucho nerviosismo la muchedumbre—. Agentes. Asesinos. Hay peligro por todas partes.
—¿Peligro? Todos parecen tan contentos…
—¿Estás intentando hacerte el gracioso?
—No sabría ni cómo comenzar —Escalofríos puso una cara tan inexpresiva que Rogont no supo si se burlaba de él o no.
—¡Mantente más cerca de ella! ¡Se supone que eres su guardaespaldas!
—Sé lo que soy —y Escalofríos obsequió a Rogont con la mayor mueca que conocía—. No os preocupéis por eso —espoleó los flancos de su caballo para que avanzase deprisa. Justo para estar más cerca de Monza, tal y como se le había ordenado. Lo bastante cerca para ver lo tensa que tenía la cara por apretar con tanta fuerza los músculos de la mandíbula. Lo suficientemente cerca para sacar el hacha y partirle la cabeza en dos.
»Sé lo que soy —susurró. No era un monstruo. Sólo que ya estaba harto.
El cortejo llegó finalmente a su término en el corazón de la ciudad, en la plaza situada delante de la Casa del Senado. El tejado del poderoso edificio se había hundido hacía varios siglos, y sus peldaños de mármol estaban medio rotos y cubiertos de hierbajos. Las esculturas de los dioses olvidados que ocupaban su colosal frontón se habían erosionado, convirtiéndose en una maraña de pegotes en las que se subían las parlanchinas gaviotas, que eran legión. Las diez poderosas columnas que lo sostenían parecían alarmantemente muy poco seguras, recorridas en toda su longitud por deyecciones y recubiertas por los fragmentos ondeantes de pasquines muy antiguos. Pero la poderosa reliquia de otros tiempos aún hacía empequeñecer los edificios más discretos que habían florecido a su alrededor, proclamando de tal suerte la perdida majestuosidad del Nuevo Imperio.
Una plataforma de bloques de piedra salía de los escalones para dominar el mar de gente que atestaba la plaza. En una de sus esquinas se levantaba la desgastada estatua de Scarpius, tan alta como cuatro hombres, que había llevado la esperanza al mundo. La mano que proyectaba hacia delante se le había roto por la muñeca hacía varios cientos de años, sin que nadie se hubiese molestado en reemplazar la que debía de haber sido la pieza de imaginería más notoria de Styria. Los guardias, siempre con cara de pocos amigos, se apostaban delante de la escultura, en los escalones, en las columnas. Aunque llevasen en sus sobrevestes la cruz de Talins, Monza sabía a ciencia cierta que eran hombres de Rogont. Porque, aunque Styria fuese a convertirse en una sola familia, el azul de Ospria no habría sido bien recibido en aquel sitio.
Se deslizó de la silla y avanzó por la pequeña depresión bordeada por la muchedumbre. La gente empujaba a los guardias, la llamaba, solicitando su bendición. Como si su simple contacto fuese a hacerles algún bien. La verdad es que no se lo había hecho a nadie. Mantenía la mirada al frente, siempre al frente, con la mandíbula que le dolía por apretarla con tanta fuerza, aguardando la hoja, la flecha, el dardo que podría acabar con ella. Aunque hubiera sido capaz de matar despreocupadamente a quien fuese con tal de conseguir el dulce olvido que otorga una buena pipa, lo cierto es que estaba intentando dejar a un lado tanto las matanzas como la pipa.