De cerca, ninguno de ellos parecía particularmente entusiasmado con el papel que le tocaba jugar. Parecían un grupo de personas que, borrachas como cubas, hubiesen decidido tirarse al helado mar y que, con la sobriedad que trae la aurora, se lo hubieran pensado mejor.
—Bueno —dijo Monza con un gruñido cuando las últimas notas de la música se desvanecían—. Ya estamos aquí.
—Así es —Sotorius barrió con sus ojos reumáticos a la muchedumbre que no dejaba de cuchichear—. Esperemos que la corona sea bastante grande, porque ahí llega la mayor cabeza de Styria.
Una fanfarria estruendosa se abatió sobre todos. Cotarda titubeó y dio un traspié. Habría caído al suelo si Monza no la hubiese agarrado instintivamente por el codo. Las puertas dispuestas en la parte trasera de la sala se abrieron y, cuando el estruendoso sonido de las trompetas se desvaneció, dos voces tan atipladas como hermosas flotaron por encima de los presentes. Rogont entró sonriendo en el edificio del Senado, y sus invitados le saludaron con un aplauso muy bien preparado de antemano.
El futuro rey, vestido con el azul de Ospria, miró a su alrededor con una sorpresa cargada de humildad mientras bajaba por los peldaños, como diciendo, «¿Todo esto es por mí? ¡No puede ser!». Pero lo cierto era que él mismo se había encargado incluso de los menores detalles. Durante un instante, Monza se preguntó, como ya había hecho en otras ocasiones, si Rogont no acabaría siendo peor rey de lo que hubiese podido ser Orso. No menos despiadado, no más leal, pero mucho más vano y cada vez con menor sentido del humor. Estrechó las manos de los invitados entre las suyas, dando, mientras pasaba, una palmadita de generosidad a uno o dos hombros afortunados. La canción sobrenatural a dos voces le acompañó cuando penetró entre en la multitud.
—¿Será que puedo escuchar a los espíritus? —preguntó Patine con sorna.
—Eso que puedes escuchar son chicos sin pelotas —le replicó Lirozio.
Cuatro hombres vestidos con la librea de Ospria abrieron la cerradura de una pesada puerta que se encontraba detrás de la plataforma y entraron por ella, saliendo poco después con una pesada caja taraceada. Rogont dio un apresurado paso hacia la primera fila y estrechó la mano a unos cuantos embajadores con los que se había puesto de acuerdo de antemano, prestando particular atención a la delegación gurka y llevando el aplauso del gentío hacia su clímax. Finalmente, subió hasta el último escalón de la plataforma, sonriendo como el ganador de un crucial juego de cartas delante de sus arruinados rivales. Levantó los brazos por encima de los cinco y exclamó:
—¡Amigos míos! ¡Amigos míos! ¡Por fin llegó el día!
—Es el día —dijo, sin más, Sotorius.
—¡El feliz día! —canturreó Lirozio.
—¡Que tanto anhelábamos! —añadió Patine.
—¿Bien hecho? —sugirió Cotarda.
—Os doy las gracias a todos —Rogont se volvió para mirar a sus invitados. Luego acalló sus aplausos con un leve movimiento de la mano, dejó su capa tras de sí, se acomodó en el sillón e hizo una seña a Monza—. ¿Vuestra Excelencia no quiere felicitarme?
—Felicidades —dijo ella entre dientes.
—Tan cordial como siempre —se acercó más a ella, hablando con voz muy baja—. La pasada noche no viniste a verme.
—Tenía otras obligaciones.
—¿De veras? —Rogont enarcó las cejas, como sorprendido de que pudiese haber algo más importante que follar con él—. Supongo que una jefa de Estado tiene que satisfacer muchas exigencias. Bueno —y movió burlonamente una mano para darle su venia.
Monza apretó los dientes. En aquel momento habría sido capaz de hacer algo más que meársele encima.
Los cuatro porteadores dejaron su carga detrás del trono, y uno de ellos giró la llave dentro de la cerradura y levantó la tapa con una floritura rebuscada. Un gemido recorrió la muchedumbre. En su interior, envuelta en terciopelo púrpura, había una corona. Una gruesa diadema de oro, alrededor de la cual habían insertado varios zafiros resplandecientes de color oscuro. Cinco hojas de roble, también de oro, salían de ella, porque la sexta, mayor que las demás, se curvaba alrededor de un diamante tan reluciente como monstruoso, puesto que era tan grande como un huevo de gallina. Tan grande que a Monza le entraron unas ganas muy locas de reír.
Con la cara que hubiese puesto el individuo que acomete mano en ristre el desatasco de una letrina, Lirozio se acercó a la caja y cogió una de las hojas doradas. Con cierta resignación, Patine se encogió de hombros y le imitó. Luego hicieron lo propio Sotorius y Cotarda. Monza cogió la última hoja que quedaba con su mano derecha, siempre enguantada, cuyo sobresaliente dedo meñique no había mejorado por el hecho de estar enfundado en la blanca seda. Echó una mirada a los rostros de sus supuestos pares. Dos sonrisas forzadas, una ligera mueca y una burla manifiesta. Se preguntó cuánto tardarían aquellos príncipes tan orgullosos, que tan acostumbrados estaban a ser sus propios señores, en cansarse de aquel apaño que tan poco les favorecía.
Tal y como pintaban las cosas, la yunta comenzaba a sentirse molesta.
Los cinco levantaron la corona al unísono y dieron unos cuantos pasos titubeantes hacia delante, mientras Sotorius, que era el responsable del apaño, conducía a los demás hacia aquel símbolo viviente de majestuosidad inigualable. Llegaron hasta el sillón y entre todos levantaron la corona sobre la cabeza de Rogont. Luego se detuvieron durante un instante, como si, de común acuerdo, se preguntaran si existía alguna manera de dar marcha atrás. El vasto interior del edificio había quedado dominado por un silencio espectral en el que todos, hombres y mujeres, contenían el aliento. Entonces Sotorius asintió con resignación, y los cinco bajaron la corona al mismo tiempo, asentándola cuidadosamente sobre el cráneo de Rogont y luego se apartaron.
Al parecer, Styria acababa de convertirse en una sola nación.
Su rey se levantó lentamente del sillón y extendió los brazos con las palmas hacia delante, mirando fijamente al frente, como si pudiese penetrar las antiguas paredes del edificio del Senado y distinguir el brillante futuro.
—¡Compañeros de Styria! —Exclamó con voz potente que reverberó en las piedras—. ¡Humildes súbditos! ¡Amigos llegados de fuera! ¡Sed todos bienvenidos! —La mayoría de aquellos amigos eran gurkos, cuyo profeta jamás había tenido un diamante tan grande en su corona—. ¡Los Años de Sangre han finalizado! —Finalizarían en cuanto Monza hubiese terminado con Orso—. ¡Las grandes ciudades de nuestra orgullosa tierra no volverán a luchar entre sí! —Eso habría que verlo—. Porque permanecerán eternamente como hermanas, ligadas voluntariosamente con los felices lazos de la amistad, de la cultura, de la herencia común. ¡Marchando juntas! —Seguro que en la dirección que ordenase Rogont—. Es como si… Styria despertase de una pesadilla. Una pesadilla que ha durado diecinueve años. Estoy seguro de que algunos que están entre nosotros apenas pueden recordar un momento sin guerra —Monza enarcó una ceja, pensando en el arado de su padre que removía la negra tierra—. ¡Pero ahora… las guerras han terminado! ¡Y todos hemos ganado! Todos —apenas era necesario decir que algunos habían ganado más que otros—. ¡Ahora es el tiempo de la paz! ¡De la libertad! ¡De reponernos! —Lirozio se aclaró la garganta, haciendo mucho ruido mientras intentaba aflojarse el cuello de la camisa—. ¡Ahora es el tiempo de la fe, del perdón, de la unidad! —y, por supuesto, de la obediencia más abyecta. Cotarda se miraba la mano. Su pálida palma comenzaba a mostrar unas motas de color rosado que era casi tan intenso como el escarlata de la ropa que llevaba—. ¡Ahora es el tiempo de forjar un gran estado que sea la envidia del mundo! Ahora es el tiempo… —Lirozio había comenzado a toser, y unas perlas de sudor aparecían en su rostro rubicundo. Rogont le miró muy enfadado—. Ahora es el tiempo de que Styria se convierta… —Patine se dobló hacia delante y emitió un gemido de angustia, echando los labios hacia atrás y enseñando los dientes.
»… en una nación —algo iba a mal, y todos comenzaban a darse cuenta. Cotarda se echó hacia atrás, como tropezando. Se agarró a la barandilla dorada, subió y bajó la caja torácica y se derrumbó en el suelo con un roce de seda roja. Todos los presentes lanzaron un jadeo colectivo de sorpresa.
»… en una nación —Rogont apenas susurraba. El canciller Sotorius había caído de rodillas y temblaba, agarrándose el cuello lleno de arrugas con una mano llena de puntitos rosados. Patine se había puesto a cuatro patas, el rostro tan colorado como un tomate, las venas marcándosele en el cuello. Lirozio cayó contra su costado, de espaldas a Monza, sin apenas respirar, el brazo derecho estirado, la mano retorcida llena de puntos rosados. Cotarda movió ligeramente una pierna y se quedó inmóvil.
Todo eso ocurría mientras la multitud guardaba silencio. Pasmada. Sin saber si era la parte demencial del espectáculo. Si era una broma de mal gusto. Patine cayó con la cara hacia delante. Sotorius lo hizo de espaldas, arqueando la columna vertebral, pataleando con los talones de sus zapatos el piso de madera pulimentada, para luego quedarse quieto.
Rogont miró a Monza y ella le miró a él, tan helada e inútil como cuando había visto morir a Benna. Abrió la boca y alargó una mano hacia ella, pero sin emitir sonido alguno. Su frente, bajo el forro de piel de la corona, se había vuelto de un color rojo muy intenso.
La corona. Todos la habían tocado. La mirada de Monza fue hasta el guante que cubría su mano derecha. Todos menos ella.
Rogont torció el rostro. Dio un paso, se le torció un tobillo y entonces cayó con la cara por delante, y los ojos, que ya no veían, se le salieron de las órbitas. La corona cayó de su cabeza, rebotó, rodó por la plataforma para llegar a su borde y cayó al suelo con un estruendo metálico. Uno de los espectadores lanzó un grito capaz de dejar sordo a cualquiera.
Entonces se escuchó el silbido de un contrapeso que caía, el golpe de una madera, y mil pájaros cantores de color blanco escaparon de las jaulas escondidas alrededor de los límites de la sala para echar a volar cada vez a mayor altura en la noche clara, como una hermosa tormenta de gorjeos.
Tal y como Rogont había planeado.
Sólo que de los seis, entre hombres y mujeres, que debían unificar Styria y poner término a los Años de Sangre, la única que aún seguía con vida era Monza.
Escalofríos apenas se alegró por el hecho de que el gran duque Rogont hubiese muerto. Quizá hubiera debido pensar en él como el «rey Rogont», pero ya no importaba; por eso su mueca se hizo más grande.
En vida, uno puede ser todo lo importante que quiera, pero, cuando regresa al barro, todo eso ya no importa. Sólo dura un instante. Y puede suceder en el momento más tonto. Un antiguo amigo de Escalofríos había combatido durante siete días en la batalla de los Sitios Altos sin recibir ni un solo arañazo. Pero cuando, a la mañana siguiente, se marchó del valle, se hirió con una espina. La mano se le gangrenó y pocas noches después moría balbuciendo. Y nada importante se puede sacar de ello. Excepto, quizá, que hay que tener cuidado con las espinas.
Pero ni siquiera una muerte noble es mejor, como la que le acaeció a Rudd Tresárboles cuando encabezó la carga espada en mano, mientras la vida se le escapaba. Aunque hubieran compuesto una canción en su recuerdo que sonaba fatal cuando la cantaban los borrachos, para los muertos la muerte seguía siendo la muerte, que a todos trata por igual. La Gran Niveladora, como la llamaba la gente de las colinas. Porque medía con el mismo rasero a señores y a mendigos.
Todas las grandes ambiciones de Rogont sólo eran polvo. Su poderío ya era bruma, disipada por la brisa de la aurora. Escalofríos había dejado de ser el asesino tuerto al que no le gustaba lamer las botas del futuro rey, bien limpias por otros la víspera. Por eso, aquella mañana se sentía mucho mejor. Aún podía ver su propia sombra. Quizá la lección consistiera en eso. En tomar lo que puedas mientras te quede aliento. La tierra no ofrece recompensas, sólo oscuridad.
Recorrieron el túnel y llegaron a la muralla exterior de Fontezarmo. Entonces Escalofríos lanzó un largo silbido.
—Están construyendo algo.
—Más bien tirando algo abajo —dijo Monza, asintiendo—. Parece que el regalo del profeta tuvo éxito.
Aquel azúcar gurko era un arma terrible. Un gran lienzo de la muralla situada a su izquierda había desaparecido, mientras que una torre se balanceaba de manera demencial en su extremo más alejado, agrietándose por un lado, como si con ello quisiera certificar que no iba a tardar en seguir a la muralla que había caído montaña abajo. Unos cuantos arbustos sin hojas se aferraban al escarpado barranco que había surgido en el lugar ocupado por las murallas, casi agarrándose al aire. Escalofríos supuso que los llameantes proyectiles de las catapultas lanzados durante las últimas semanas habían convertido los jardines en un montón de rastrojos quemados, en tocones de árboles y en tierra chamuscada, a su vez convertido todo ello en un revoltijo de barro por la lluvia de la noche anterior.
Un camino empedrado, y flanqueado por media docena de fuentes que habían dejado de manar, se abría paso en medio de aquel desastre para morir ante una puerta de color negro que aún permanecía cerrada. Unas cuantas formas retorcidas y erizadas de flechas estaban al lado de unos restos quemados. Muertos que rodeaban el ariete que había ardido. Al recorrer las almenas situadas más arriba, la experta mirada de Escalofríos descubrió lanzas, arcos y el brillo de las armaduras. Como la muralla interior aún estaba intacta, el duque Orso debía de guarecerse tras ella.
Cabalgaron hasta un montón de lonas que alguien había sujetado con piedras, en cuyos pliegues se formaban charcos de agua. Al pasar junto a ellas, Escalofríos observó que unas botas sobresalían por uno de sus extremos, junto con varios pares de pies desnudos, todos ellos mojados.
Uno de los reclutas de Volfier, posiblemente bisoño, se puso pálido nada más ver los cadáveres. Sin saber por qué, el hecho de ver cómo se derrumbaba hizo que Escalofríos se preguntase por qué se sentía siempre tan tranquilo cerca de algún cadáver. Para él, todo aquello sólo formaba parte de un decorado, igual que los tocones partidos de los árboles. Hacía falta algo más que unos cuantos cadáveres para hacerle perder el buen humor que tenía aquella mañana.
Monza tiró de las riendas de su caballo y bajó de la silla.