La muerte llega a Pemberley (35 page)

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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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—Así como mi hermano confía en mi buen juicio al saber que le recomiendo al señor Wickham —dijo el reverendo Cornbinder—, yo confío en su buena voluntad, que le llevará a hacer todo lo que esté en su mano para ayudar a que la joven pareja se sienta en casa y prospere en el Nuevo Mundo. Está especialmente interesado en atraer a inmigrantes ingleses casados. Cuando le escribí para recomendarle al señor Wickham, faltaban dos meses para la celebración del juicio, pero yo confiaba en su absolución, y creía que respondía con exactitud al tipo de hombre que mi hermano buscaba. Enseguida creo conocer a los presos y hasta ahora no me he equivocado. A pesar de respetar la confianza en sí mismo que desprende el señor Wickham, intuyo que existen aspectos en su vida que harían vacilar a un hombre prudente, pero he podido asegurar a mi hermano que el señor Wickham ha cambiado y está dispuesto a perseverar en su cambio. Sin duda, sus virtudes son más que sus defectos, y mi hermano no es tan inflexible que exija la perfección. Todos hemos pecado, señor Darcy, y no podemos esperar compasión sin demostrarla en nuestra vida. Si está usted dispuesto a costear el pasaje y la suma moderada que el señor Wickham necesita para mantenerse y mantener a su esposa durante sus primeros meses de trabajo, en el plazo de dos semanas podrá partir desde Liverpool a bordo del
Esmeralda
. Conozco al capitán, y confío tanto en él como en las instalaciones de la embarcación. Supongo que necesitará unas horas para pensarlo y, sin duda, para tratar del tema con el señor Wickham, pero sería de ayuda que contáramos con una respuesta a las nueve de esta noche.

—Esperamos que su abogado, el señor Alveston, traiga al señor Wickham esta tarde —dijo Darcy—. A la vista de sus palabras, confío en que este aceptará con gratitud el ofrecimiento de su hermano. Según tengo entendido, los planes del señor y la señora Wickham pasan por instalarse en Longbourn hasta que hayan decidido qué hacer con su futuro. La señora Wickham está impaciente por ver a su madre y a sus amigas de infancia. Si ella y su esposo emigran, es poco probable que vuelva a verlas.

Samuel Cornbinder se puso en pie, preparándose para despedirse.

—Muy poco probable —corroboró—. La travesía del Atlántico no se emprende fácilmente, y entre mis conocidos de Virginia son pocos los que han realizado el viaje de vuelta o han expresado el deseo de realizarlo. Le agradezco, señor, que me haya recibido a pesar de habérselo pedido con tan poca antelación, y le agradezco también su generosidad al aceptar la propuesta que le he planteado.

—Su gratitud es generosa, pero inmerecida —replicó Darcy—. Es poco probable que yo lamente mi decisión. Es el señor Wickham, en todo caso, quien podría lamentarla.

—No creo que sea el caso, señor.

—¿No desea esperar aquí su llegada?

—No, señor. Ya le he prestado toda la ayuda que podía. Y él no querrá verme hasta esta noche.

Dicho esto, estrechó la mano de Darcy con una firmeza asombrosa, se puso el sombrero y se despidió.

4

Eran las cuatro en punto de la tarde cuando oyeron el sonido de pasos y unas voces, y supieron que el grupo procedente de Old Bailey había regresado al fin. Darcy, poniéndose en pie, fue consciente de la profunda incomodidad que sentía. Sabía que gran parte del éxito de la vida social dependía de la seguridad que proporcionaban unas convenciones compartidas, y había sido adiestrado desde la infancia para actuar según se esperaba de un caballero. Era cierto que su madre, de tarde en tarde, expresaba una visión más amable al asegurar que las buenas maneras consistían sobre todo en tener en cuenta los sentimientos de los demás, máxime si uno se encontraba en presencia de alguien de una clase inferior, consejo con el que su tía, lady Catherine de Bourgh, se mostraba prácticamente insensible. Sin embargo, en ese momento no le servían ni la convención ni el consejo: no existían reglas para recibir a un hombre al que, según los usos y costumbres, él debía llamar «hermano político», un hombre que hacía algunas horas había sido condenado a la pena capital. Darcy se alegraba, cómo no, de que se hubiera librado de la horca, pero ¿su alegría no se debía más a su propia tranquilidad mental y al mantenimiento de su reputación que a la salvación de Wickham? Los dictados del decoro y la compasión lo llevaban, sin duda, a estrecharle la mano afectuosamente, pero el gesto le parecía tan inapropiado como hipócrita.

En cuanto oyeron los primeros pasos, el señor y la señora Gardiner se apresuraron a abandonar la estancia, y ahora Darcy oía sus voces afectuosas, con las que le daban la bienvenida. Pero no oyó la respuesta. Entonces, la puerta se abrió, y los Gardiner entraron, invitando a hacerlo a Wickham y a Alveston, que iba a su lado.

Darcy esperaba que el asombro y la sorpresa que se apoderaron de él no asomaran a su rostro. Costaba creer que el hombre que había sacado fuerzas para ponerse en pie en el banquillo de los acusados y proclamar su inocencia con voz clara y firme, fuera el mismo que ahora se encontraba frente a ellos. Parecía haber menguado físicamente, y las ropas que había lucido durante el juicio le venían muy holgadas, se veían baratas y de mala calidad, el atuendo de un hombre que no habría de llevarlas ya mucho más tiempo. La palidez del largo encierro seguía bañando su rostro, pero, cuando sus ojos se encontraron fugazmente, vio en los de Wickham un destello del hombre que había sido, aquella mirada calculadora, quizá desdeñosa. Sobre todo, se veía exhausto, como si la sorpresa del veredicto de culpabilidad y el alivio de su absolución hubieran sido más de lo que cualquier cuerpo humano podía resistir. Y sin embargo el viejo Wickham seguía ahí, y a Darcy no le pasó por alto el esfuerzo, y también el valor, con que intentaba mantenerse bien derecho y enfrentarse a lo que pudiera venir.

—Querido señor, necesita dormir —dijo la señora Gardiner—. Tal vez también comer, pero sobre todo dormir. Puedo mostrarle el dormitorio en el que podrá reposar, y hasta allí pueden llevarle alimentos. ¿No le convendría dormir un poco, o al menos descansar durante una hora, antes de que mantengan su conversación?

Sin apartar los ojos de los congregados, Wickham habló.

—Gracias, señora, por su amabilidad, pero cuando duerma lo haré durante horas, y me temo que estoy demasiado acostumbrado a desear no despertar más. Necesito hablar con los caballeros, y el asunto no admite espera. Señora, estoy bien, de veras, aunque si pudieran traerme un café bien cargado y algún tentempié…

La señora Gardiner miró a Darcy antes de responder:

—Por supuesto. Ya se han dado las órdenes pertinentes, y ahora mismo me ocuparé de que se lo traigan. El señor Gardiner y yo los dejaremos aquí para que se cuenten su historia. Creo que el reverendo Cornbinder vendrá a recogerlo para que pase la noche en un lugar tranquilo y pueda dormir. Se lo haremos saber en cuanto llegue. —Dicho esto, los señores Gardiner abandonaron la estancia y cerraron la puerta sin hacer ruido.

Tras un instante de indecisión del que se obligó a salir, Darcy dio un paso al frente con la mano extendida y, con una voz que a él mismo le sonó fría y formal, dijo:

—Le felicito, Wickham, por la fortaleza que ha demostrado durante su encarcelamiento, y por haber sido absuelto de una acusación injusta. Póngase cómodo, por favor, y una vez que haya comido y bebido algo, hablaremos. Hay mucho que decir, pero seremos pacientes.

—Prefiero decirlo ahora —replicó Wickham. Se hundió en su butaca y los demás tomaron asiento.

Se hizo un silencio incómodo, y para todos fue un alivio que, instantes después, la puerta se abriera y entrara un criado con una bandeja grande sobre la que reposaban una cafetera y un plato de pan con queso y fiambres. Apenas el criado se ausentó, Wickham se sirvió un café y lo bebió de un solo trago.

—Disculpen mis malos modales. Últimamente he asistido a una escuela poco adecuada para el aprendizaje de maneras civilizadas. —Transcurridos varios minutos, durante los que se dedicó a comer con avidez, apartó la bandeja y dijo—: Bien, tal vez sea mejor que empiece. El coronel Fitzwilliam podrá confirmar gran parte de lo que voy a decir. Ustedes ya me han otorgado el papel de villano, de modo que dudo de que nada de lo que añada a mi lista de delitos vaya a sorprenderles.

—No tiene por qué excusarse —dijo Darcy—. Ya se ha enfrentado a un tribunal, nosotros no lo somos.

Wickham soltó una carcajada seca, aguda, breve.

—En ese caso, espero que muestren menos prejuicios. Confío en que el coronel le habrá puesto al corriente de lo esencial.

—Yo solo le he contado lo que sé —intervino Fitzwilliam—, que es bastante poco, y no creo que nadie piense que en el juicio saliera a la luz toda la verdad. Hemos aguardado su regreso para oír el relato completo al que tenemos derecho.

Wickham tardó unos instantes en seguir hablando. Había bajado la cabeza y se miraba los dedos entrelazados, pero entonces se puso en pie con cierto esfuerzo y empezó a contar su historia en voz inexpresiva, como si la hubiera memorizado.

—Ya habrá contado usted que soy el padre del hijo de Louisa Bidwell. Nos conocimos hace dos veranos, cuando mi esposa se encontraba en Highmarten, donde le gustaba pasar algunas semanas en los meses de más calor, y puesto que yo no era recibido allí, acostumbraba a alojarme en la posada más barata, en la que, con suerte, organizaba algún encuentro esporádico con Lydia. Las tierras de Highmarten habrían quedado contaminadas si hubiera caminado por ellas, y yo prefería pasar el tiempo en el bosque de Pemberley. Allí habían transcurrido algunas de las horas más felices de mi infancia, y parte de aquella dicha juvenil regresaba a mí cuando estaba con Louisa. La conocí por casualidad, paseando entre los árboles. Ella también se sentía sola. Vivía prácticamente confinada en la cabaña, cuidando de su hermano gravemente enfermo, y casi nunca veía a su prometido, cuyos deberes y ambición lo mantenían constantemente ocupado en Pemberley. Por lo que me contaba de él, me formé la imagen de un hombre gris, de mediana edad, deseoso solo de seguir sirviendo, sin la menor imaginación para ver que su prometida se aburría y se sentía inquieta. La joven también es inteligente, cualidad que él no habría valorado ni aun teniendo la capacidad para reconocerla. Admito que la seduje, pero les aseguro que no la forcé. Nunca he considerado necesario violentar a ninguna mujer, y no había conocido nunca a otra más dispuesta que ella al amor.

»Cuando descubrió que estaba encinta, fue un desastre para los dos. Dejó muy claro, y en un estado de gran alteración, que nadie debía saberlo salvo, por supuesto, su madre, a la que de todos modos no podría ocultarse algo así. Louisa creía que no podía convertirse en motivo de preocupación para su hermano en sus últimos meses de vida, pero él adivinó la verdad y ella confesó. Su mayor preocupación era que su padre no llegara a enterarse. La pobre muchacha sabía que la posibilidad de llevar la deshonra a Pemberley sería peor para él que cualquier cosa que pudiera ocurrirle a ella. Yo no entiendo que uno o dos hijos nacidos del amor hayan de ser una vergüenza, es algo que en las casas importantes sucede constantemente, pero así es como ella lo veía. Fue idea suya trasladarse a la casa de su hermana casada, con el conocimiento de su madre, antes de que su estado resultara visible, y permanecer allí hasta que diera a luz. Pretendía hacer pasar al bebé por hijo de su hermana, y yo le sugerí que regresara con él en cuanto estuviera en condiciones de viajar para enseñárselo a su madre. Debía asegurarme de que, en efecto, existía una criatura viva y saludable, antes de decidir qué hacer. Acordamos que, de un modo u otro, yo conseguiría el dinero con el que convencer a los Simpkins de que acogieran al niño y lo criaran como propio. Entonces envié una súplica desesperada de ayuda al coronel Fitzwilliam, y cuando llegó el momento de que Georgie regresara junto a la hermana de Louisa y su esposo, él me proporcionó treinta libras. Supongo que ya están al corriente de todo esto. Me dijo que actuaba movido por la compasión que le inspiraba un soldado que había servido a sus órdenes, pero sin duda sus motivos eran otros: Louisa había oído rumores entre el servicio según los cuales el coronel podía estar buscando esposa en Pemberley. Los hombres orgullosos y prudentes, sobre todo si son aristócratas, huyen del escándalo, con más razón aún si este nace de algo tan sórdido y vulgar. No le inquietaba menos de lo que habría inquietado al propio Darcy imaginar a mi hijo bastardo jugando en los bosques de Pemberley.

—Supongo que nunca informó a Louisa de su verdadera identidad —intervino Alveston.

—Habría sido una locura que solo habría servido para alterarla más. Hice lo que la mayoría de los hombres hacen en mi situación. Me felicito a mí mismo por haber inventado una historia convincente que tenía todos los visos de despertar la compasión de cualquier mujer sensible. Le dije que era Frederick Delancey (siempre me han gustado esas dos iniciales juntas), y que, siendo soldado, me habían herido en la campaña de Irlanda, lo que era cierto. Había regresado a casa y había descubierto que mi amada esposa había muerto cuando daba a luz a nuestro bebé, que tampoco había sobrevivido. Aquel cúmulo de desgracias hizo que aumentaran el amor y la devoción que Louisa sentía por mí, y yo me vi obligado a adornarlo más aún diciéndole que debía partir a Londres a buscar trabajo, pero que regresaría para casarme con ella. Entonces, los Simpkins nos devolverían a nuestro hijo, y viviríamos los tres juntos, como una familia. A instancias de Louisa, grabé mis iniciales en los troncos de algunos árboles como promesa de mi amor y compromiso. Confieso que fantaseé con la idea de que pudieran ser motivo de confusión. Prometí enviar dinero a los Simpkins tan pronto como encontrara y pagara mi alojamiento en Londres.

—Fue un engaño infame —dijo el coronel— a una muchacha impresionable e inocente. Supongo que, tras el alumbramiento, habría desaparecido para siempre y que, para usted, ese habría sido el final de la historia.

—Admito el engaño, pero el resultado me parecía deseable. Louisa no tardaría en olvidarme y se casaría con su prometido, y el pequeño sería criado por miembros de su familia. En peores manos caen otros bastardos. Desgraciadamente, las cosas se torcieron. Cuando Louisa regresó a casa con el bebé, y nosotros nos encontramos como de costumbre, junto a la tumba del perro, me transmitió un mensaje de Michael Simpkins. El hombre ya no estaba dispuesto a aceptar al bebé de manera permanente, ni siquiera a cambio de un pago generoso. Su esposa y él tenían tres niñas, y sin duda llegarían más hijos, y a él no le gustaría que Georgie fuera el hijo varón de más edad en la familia, con las ventajas que dicha posición le otorgaría respecto a cualquier hijo varón que él pudiera tener en el futuro. Además, según parecía, habían existido tensiones entre las dos hermanas mientras Louisa vivía con ellos esperando el alumbramiento. Sospecho que dos mujeres bajo un mismo techo no pueden llevarse bien. Yo le había confiado a la señora Younge que Louisa había tenido un hijo, y ella insistió en conocerlo y dijo que se vería con Louisa y el pequeño en el bosque. Se enamoró de Georgie al momento, y se mostró decidida a recibirlo en adopción. Yo sabía que deseaba tener hijos, pero hasta entonces no me di cuenta de lo imperioso de su necesidad. El bebé era precioso y, por supuesto, era mío.

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