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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (7 page)

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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Se decía que la mala suerte atacaba a quienes vivían en la cabaña, pero esta había alcanzado a los Bidwell solo en los últimos años. Él todavía recordaba nítidamente, como si hubiera sucedido ayer, la desolación del momento en que, por última vez, se había despojado de la elegante librea de jefe de cocheros del señor Darcy de Pemberley y había dicho adiós a sus adorados caballos. Ahora, desde hacía un año, su único hijo varón, su esperanza de futuro, se estaba muriendo despacio, aquejado de dolores.

Por si eso fuera poco, su hija mayor, la joven que ni su esposa ni él creyeron jamás que fuera a darles problemas, había empezado a ser motivo de preocupación. Con Sarah las cosas siempre habían ido bien. Se había casado con el hijo del posadero de King’s Arms, en Lambton, un joven ambicioso que se había trasladado a Birmingham y había montado una cerería con el dinero recibido en herencia de su abuelo. El negocio prosperaba, pero Sarah se sentía deprimida, y trabajaba demasiado. Llevaba cuatro años casada y esperaba su cuarto hijo, y las cargas de la maternidad, sumadas a su trabajo en la tienda, la habían llevado a escribir una carta desesperada en la que solicitaba la ayuda de su hermana Louisa. Su esposa le había alargado la carta sin comentar nada, pero él sabía que también le preocupaba que su alegre y sensata Sarah, de pechos generosos, hubiera llegado a semejante situación. Él le había devuelto la carta después de leerla, y se había limitado a decir:

—Will echará mucho de menos a Louisa. Siempre han estado muy unidos. ¿Tú puedes prescindir de ella?

—No tengo otro remedio. Sarah no habría escrito si no hubiera estado desesperada. No parece ella.

De modo que Louisa había pasado cinco meses en Birmingham antes del nacimiento del pequeño, ayudando a su hermana a ocuparse de sus hijos, y se había quedado otros tres meses para dar tiempo a Sarah a recuperarse. Había regresado a casa hacía poco, trayendo consigo a Georgie, el recién nacido, tanto para aliviar a su hermana de la carga de cuidarlo como para que su madre y su hermano lo conocieran antes de que Will muriera. A Bidwell nunca le había gustado la decisión. Sentía, lo mismo que su mujer, gran curiosidad por conocer a su nuevo nieto, pero una cabaña en la que se cuidaba de un moribundo no era precisamente el mejor lugar para criar a un bebé. Will estaba tan enfermo que apenas había mostrado interés en el recién llegado, y el llanto del pequeño, por las noches, lo preocupaba y lo desvelaba. Además, Bidwell notaba que Louisa no estaba contenta. Se mostraba inquieta y, a pesar del frío otoñal, prefería caminar por el bosque con el pequeño en brazos que permanecer en casa con su madre y con Will. Y, como si lo hubiera planeado, no había estado presente cuando el reverendo Percival Oliphant, el anciano y erudito rector, había hecho una de sus frecuentes visitas a Will, lo que resultaba algo raro, puesto que a ella siempre le había caído bien el rector, y este se había interesado por ella desde la infancia y le había prestado libros y se había ofrecido a incluirla en sus clases de latín junto a su pequeño grupo de pupilos. Bidwell había rechazado la invitación, pues solo habría servido para que se confundiera sobre su verdadera posición en la vida, pero, aun así, la invitación había existido. Estaba claro que la joven se sentía a menudo inquieta y nerviosa a medida que se acercaba el momento de su boda, pero ahora que Louisa había regresado a casa, ¿por qué no visitaba Joseph Billings la cabaña con la frecuencia con que lo hacía antes? Apenas lo veían. Bidwell se preguntaba si el cuidado del bebé habría hecho ver tanto a Louisa como a Joseph las responsabilidades y los riesgos que entrañaba el matrimonio, y les habría llevado a replantearse su futuro. Esperaba que no fuera así. Joseph era ambicioso y serio, si bien había quien pensaba que a sus treinta y cinco años era demasiado mayor para ella, que, en cualquier caso, parecía apreciarlo. Se instalarían en Highmarten, a apenas diecisiete millas de donde vivían Martha y él, y se integrarían en el servicio de una casa cómoda, de señora benévola y señor generoso, con el futuro asegurado, la vida por delante, predecible, segura, respetable. Teniendo todo aquello en perspectiva, ¿de qué iba a servirle a una joven ir a la escuela y aprender latín?

Tal vez todo volviera a su cauce cuando Georgie regresara con su madre. Louisa iría a llevarlo al día siguiente, y se había dispuesto que ella y el bebé viajaran en calesa hasta King’s Arms, la posada de Lambton, desde donde tomarían el correo de Birmingham, y allí se reuniría con ellos Michael Simpkins, el esposo de Sarah, para llevarlos a casa en su calesa. Louisa regresaría a Pemberley en el correo de ese mismo día. La vida resultaría más descansada para su mujer y para Will cuando el bebé hubiera vuelto a su casa, aunque se le haría raro no ver las manitas regordetas de Georgie tendidas hacia él cuando regresara a la cabaña el domingo, una vez que hubiera acondicionado la casa tras el baile.

Todas aquellas preocupaciones no le habían impedido proseguir con su tarea, pero, casi inapreciablemente, había aminorado el ritmo y, por primera vez, se preguntaba si la limpieza de la plata no se habría convertido en un trabajo demasiado agotador para enfrentarse a él solo. Pero no, esa sería una derrota humillante. Y atrayendo hacia sí, resuelto, el último candelabro, sostuvo un paño de abrillantar limpio, apoyó los brazos cansados en la silla y se inclinó para retomar su labor.

5

Los caballeros no las hicieron esperar mucho en el salón de música, y el ambiente se había relajado algo cuando se acomodaron en el sofá y las butacas. Darcy levantó la tapa del pianoforte, y encendieron las velas dispuestas sobre el instrumento. Apenas todos hubieron tomado asiento, Darcy se volvió hacia Georgiana y, casi formalmente, como si fuera una invitada más, le dijo que sería un gran placer para todos oírla tocar y cantar. Ella se levantó, mirando fugazmente a Henry Alveston, y él la siguió hasta el piano. Volviéndose hacia los presentes, anunció:

—Aprovechando que contamos con un tenor entre nosotros, me ha parecido que sería agradable ofrecer algún dueto.

—¡Sí! —exclamó Bingley entusiasmado—. Una idea excelente. Queremos oírles a los dos. La semana pasada Jane y yo intentamos cantar sonetos juntos, ¿verdad, amor mío? Aunque no sugiero que repitamos el experimento esta noche. Fue un desastre, ¿no es cierto, Jane?

Su esposa se echó a reír.

—No, tú lo hiciste muy bien. Pero me temo que yo he dejado de practicar desde el nacimiento de Charles Edward. No, no infligiremos nuestro empeño musical a nuestros amigos cuando contamos con la señorita Georgiana, de un talento musical muy superior al que tú y yo podremos aspirar jamás.

Elizabeth intentaba concentrarse en la música, pero sus ojos y sus pensamientos no lograban apartarse de la pareja. Tras las dos primeras canciones se solicitó una tercera, y hubo una pausa mientras Georgiana escogía una partitura y se la mostraba a Alveston. Este pasaba las páginas y parecía señalar los pasajes que, a su juicio, entrañaban mayor dificultad, o tal vez aquellos cuya pronunciación en italiano desconocía. Ello lo miró, y después tocó algunos acordes con la mano derecha, y sonrió ante su benevolencia. Ambos parecían ajenos al público que los esperaba. Fue un momento de intimidad que los encerró en su mundo privado, pero que desembocó en otro en el que se perdieron en su amor compartido por la música. Al contemplar la luz de las velas reflejada en sus rostros arrebatados, sus sonrisas al sentir que el problema quedaba resuelto y Georgiana se disponía a iniciar la pieza, Elizabeth sintió que aquella no era una atracción pasajera basada en la proximidad física, ni siquiera en un amor compartido por la música. Estaban enamorados, no había duda de ello, o tal vez a punto de enamorarse. Se hallaban en ese momento encantado del descubrimiento mutuo, la expectación y la esperanza.

Se trataba de un encantamiento que ella no había conocido. Todavía le sorprendía que, entre la primera e insultante proposición de Darcy y su segunda petición de amor, penitente, culminada con éxito, ellos dos solo se hubieran visto a solas menos de media hora, el día en que, en compañía de los Gardiner, había visitado Pemberley y él había regresado inesperadamente, y habían paseado por los jardines, y también un día después, cuando él se acercó a caballo hasta la posada de Lambton, donde ella se alojaba y donde la encontró llorando, con la carta de Jane en la mano en la que esta le informaba de la fuga de Lydia. Él se había despedido, y ella creyó que no volvería a verlo más. Si aquello fuera una obra de ficción ¿habría el más ingenioso de los novelistas logrado explicar que, en un período tan breve, el orgullo hubiera sido sometido, y los prejuicios vencidos? Y, después, cuando Darcy y Bingley regresaron a Netherfield y ella aceptó a aquel como pretendiente, su cortejo, lejos de ser un período de dicha, se había convertido en uno de los más angustiados y vergonzantes de su vida, pues se pasaba el rato intentando que él apartara su atención de las estridentes y exageradas felicitaciones de su madre, que llegaba prácticamente al punto de agradecerle la gran condescendencia demostrada por haber solicitado la mano de su hija. Ni Jane ni Bingley habían sufrido del mismo modo. Él, bondadoso y obsesionado con su amor, o no se percataba de la vulgaridad de su futura suegra o la toleraba. Y, ella misma, ¿se habría casado con Darcy de haber sido este un vicario sin blanca o un abogado novato que luchara por abrirse paso en su profesión? Resultaba difícil imaginar al señor Fitzwilliam Darcy como cualquiera de las dos cosas, pero la sinceridad la empujaba a una respuesta: Elizabeth sabía que no estaba hecha para los tristes manejos de la pobreza.

El viento seguía arreciando, y las dos voces se acompañaban de los lamentos y aullidos que se colaban por la chimenea, y del rugido intermitente del fuego, de manera que el estrépito del exterior parecía el contrapunto de la naturaleza a la belleza de aquellas dos voces tan armoniosas, y constituía un acompañamiento adecuado para el torbellino de sus pensamientos. Hasta entonces, ningún vendaval la había preocupado de ese modo, y se habría complacido en permanecer sentada a buen recaudo, en su hogar acogedor y confortable, mientras sus ráfagas barrían inútilmente los bosques de Pemberley. Pero ahora el viento le parecía una fuerza maligna que buscaba todas las chimeneas, todos los resquicios, para colarse. Elizabeth no era una persona imaginativa, e intentaba apartar de su mente aquellas fantasías, pero no conseguía librarse de una sensación que no había sentido nunca hasta ese momento. «Aquí estamos sentados —pensaba—, a principios de un nuevo siglo, ciudadanos del país más civilizado de Europa, rodeados del esplendor de sus artes, y de los libros que enaltecen su literatura, mientras ahí fuera existe otro mundo que la riqueza, la educación y el privilegio pueden mantener alejado de nosotros, un mundo en que los hombres son tan violentos y destructivos como lo es el mundo animal. Tal vez ni el más afortunado de nosotros logre ignorarlo y mantenerlo alejado para siempre.»

Intentó recobrar la serenidad concentrándose en la fusión de las dos voces, pero se alegró cuando la música terminó y llegó la hora de tocar la campanilla y pedir el té.

Fue Billings, uno de los lacayos, quien llegó con la bandeja. Elizabeth sabía que tenía previsto abandonar Pemberley en primavera, si todo salía como era debido, para ocupar el lugar del mayordomo de Bingley cuando este, ya anciano, se retirara. Se trataba de una posición más importante, más conveniente para él en sus presentes circunstancias, pues durante la pasada Pascua se había prometido con la hija de Thomas Bidwell, Louisa, que también se trasladaría a Highmarten para ser doncella principal de sala. Elizabeth, durante sus primeros meses en Pemberley, se había sorprendido al ver lo mucho que se implicaba la familia en la vida del personal de servicio. En las escasas ocasiones en que Darcy y ella se desplazaban hasta Londres, se alojaban en su casa de la ciudad, o eran recibidos por la señora Hurst, hermana de Bingley, y por su esposo, que vivían con cierto lujo. En aquel mundo, los criados llevaban unas vidas tan alejadas de la familia que saltaba a la vista que la señora Hurst rara vez conocía los nombres de sus sirvientes. Pero, aunque el señor y la señora Darcy estaban cuidadosamente protegidos de los problemas domésticos, había eventos —matrimonios, compromisos, cambios de trabajo, enfermedades o jubilaciones— que se elevaban por sobre la incesante actividad que garantizaba el correcto funcionamiento de la casa, y era importante para ambos que aquellos ritos de paso, que formaban parte de aquella vida todavía secreta en gran medida, y de la que dependía su bienestar, fueran conocidos y celebrados.

Ahora, Billings dejó la bandeja frente a Elizabeth con una elegancia algo impostada, como para demostrar a Jane lo digno que era del honor que le aguardaba. Elizabeth pensó que la situación sería cómoda para él y su nueva esposa. Tal como su padre había profetizado, los Bingley eran amos generosos, de trato fácil, poco exigentes, y puntillosos solo en el cuidado mutuo y en el de sus hijos.

Apenas Billings se hubo retirado, el coronel Fitzwilliam se levantó de su silla y se acercó a Elizabeth.

—¿Me disculpará, señora Darcy, si me ausento para dar mi paseo nocturno? Pensaba montar a
Talbot
hasta el río. Siento abandonar esta agradable reunión familiar, pero no duermo bien si antes de acostarme no me da el aire.

Elizabeth le aseguró que no tenía por qué disculparse. Él se llevó entonces la mano a los labios, muy brevemente, gesto poco habitual en él, y se dirigió a la puerta.

Henry Alveston estaba sentado junto a Georgiana en el sofá.

—La visión de la luna sobre el río es mágica, coronel —dijo, alzando la vista—, aunque tal vez lo sea más contemplada en compañía. En cualquier caso, a
Talbot
y a usted les espera un duro empeño. No le envidio la batalla que habrá de librar contra este viento.

El coronel, plantado junto a la puerta, se volvió a mirarlo, y le habló con voz fría.

—En ese caso, debemos agradecer que no haya sido usted requerido para acompañarme.

Y, con una leve inclinación de cabeza dirigida a los presentes, abandonó el salón.

Se hizo un momento de silencio durante el cual las palabras finales del coronel, y lo peculiar de su paseo nocturno a caballo, permanecieron en la mente de todos, pero el pudor impidió que nadie comentara nada. Solo Henry Alveston parecía indiferente, aunque, al observar su rostro, a Elizabeth no le cupo la menor duda de que había comprendido perfectamente la crítica implícita a él dirigida.

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