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Authors: Anthony Burgess

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

La naranja mecánica (9 page)

BOOK: La naranja mecánica
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Ahora, mientras me incorporaba entre todos los cotos y las cotas cracantes, slusé nada menos que el chumchum de la vieja sirena policial a la distancia, y comprendí scorro que la vieja forella de los gatos había estado hablando por teléfono con los militsos cuando yo creí que goboraba con sus bestias maulladoras, pues se le habían despertado scorro las sospechas cuando yo toqué el viejo svonoco pretendiendo que necesitaba ayuda. Así que ahora, al slusar el temido chumchum del coche de los militsos, corrí hacia la puerta del frente y me costó un raboto del infierno quitar todos los cerrojos y cadenas y cerraduras y otras vesches protectoras. Al fin conseguí abrir, y quién estaba en el umbral sino el viejo Lerdo, y ahí mismo alcancé a videar la huida de los otros dos de mis llamados drugos. —Largo de aquí —criché al Lerdo—. Llegan los militsos. —El Lerdo dijo: —Tú te quedas a recibirlos juh juh juh juh —y entonces vi que había desenroscado el usy, y ahora lo levantaba y lo hacía silbar juisssss y me daba un golpe rápido y artístico en los párpados, pues alcancé a cerrarlos a tiempo. Y cuando yo estaba aullando y tratando de videar y aguantar el terrible dolor, el Lerdo dijo: —No me gustó que hicieras lo que hiciste, viejo drugo. No fue justo que me trataras de ese modo, brato. —Y luego le slusé las botas bolches y pesadas que se alejaban, mientras hacía juh juh juh juh en la oscuridad, y apenas siete segundos después slusé el coche de los militsos que venía con un roñoso y largo aullido de la sirena, que iba apagándose, como un animal besuño que jadea. Yo también estaba aullando y manoteando, y en eso me di con la golová contra la pared del vestíbulo, pues tenía los glasos completamente cerrados y el jugo me brotaba a chorros, y dolor dolor dolor. Así andaba a tientas por el vestíbulo cuando llegaron los militsos. Por supuesto, no podía videarlos, pero sí podía slusarlos y olía condenadamente bien el vono de los bastardos, y pronto pude sentirlos cuando se pusieron bruscos y practicaron la vieja escena de retorcer el brazo, sacándome a la calle. También slusé la golosa de un militso que decía desde el cuarto de los cotos y las cotas: —Recibió un feo golpe, pero todavía respira —y por todas partes maullidos y bufidos.

—Un verdadero placer —oí decir a otro militso, mientras me tolchocaban y metían scorro en el auto—. El pequeño Alex, todo para nosotros.

—Estoy ciego —criché—. Bogo los maldiga y los aplaste, grasños bastardos.

—Qué lenguaje —dijo la golosa de otro que se estaba riendo, y ahí mismo recibí en plena rota un tolchoco con el revés de una mano, que tenía anillo. Exclamé:

—Bogo los aplaste, brachnos vonosos, malolientes. ¿Dónde están los demás? ¿Dónde están mis drugos hediondos y traidores? Uno de mis malditos y grasños bratos me dio con la cadena en los glasos. Agárrenlos antes que escapen. Ellos quisieron hacerlo, hermanos. Casi me obligaron. Soy inocente; que Bogo termine con ellos. —Aquí todos estaban smecándose con ganas, y la mayor perfidia, y así, tolchocándome, me empujaron al interior del auto, pero yo continué hablando de esos supuestos drugos míos, y entonces comprendí que era inútil, porque todos estarían ya de vuelta en la comodidad del
Duque de Nueva York
, metiendo café y menjunjes y whiskies dobles en los gorlos sumisos de las hediondas ptitsas starrias, mientras ellas decían: —Gracias, muchachos, Dios los bendiga, chicos. Aquí estuvieron todo el tiempo, muchachos. No les quitamos los ojos de encima ni un instante.

Y entretanto, con la sirena a todo volumen, iteábamos en dirección al cuchitril de los militsos, yo encajonado entre dos, y de vez en cuando los prepotentes matones me largaban algún ligero tolchoco. Entonces descubrí que podía abrir un malenco los párpados de los glasos, y a través de las lágrimas vi la ciudad que corría a los costados, como si las luces se persiguieran unas a otras. Y con los glasos que me escocían vi a los dos militsos smecantes sentados atrás conmigo, y al conductor de cuello delgado, y al lado el bastardo de cuello grueso, y éste me goboraba sarco, y me decía: —Bueno, querido Alex, todos esperamos pasar una grata velada juntos, ¿no es cierto?

—¿Cómo sabes mi nombre, vonoso matón hediondo? Que Bogo te hunda en el infierno, grasño brachno, sucia basura. —Al oír esto todos smecaron, y uno de los militsos malolientes que estaban atrás me retorció el uco. El veco de cuello gordo que iba adelante dijo entonces:

—Todos conocen al pequeño Alex y a sus drugos. Nuestro Alex ya es un chico bastante famoso.

—Son los otros —criché—. Georgie, el Lerdo y Pete. Esos hijos de puta no son mis amigos.

—Bien —dijo el veco de cuello gordo—, tienes toda la noche para contamos la historia completa de las notables hazañas de esos jóvenes caballeros, y cómo llevaron por mal camino al pobrecito e inocente Alex. —En eso se oyó el chumchum de otra sirena policial que se cruzó con la nuestra, pero avanzando en dirección contraria.

—¿Va a buscar a los bastardos? —pregunté—. Ustedes, hijos de puta, ¿van a detenerlos?

—Eso —dijo el veco del cuello ancho— es una ambulancia. Seguramente para tu anciana víctima, repugnante y perverso granuja.

—Ellos tienen la culpa —criché, pestañeando, pues los glasos me ardían—. Los bastardos estarán piteando en el
Duque de Nueva York
. Agárrenlos, malolientes militsos. —Y ahí nomás recibí otro malenco tolchoco y oí risas, oh hermanos míos, y la pobre rota me dolía más que antes. Y así llegamos al hediondo cuchitril de los militsos, y a patadas y empujones me ayudaron a salir del auto, y me tolchocaron escaleras arriba, y comprendí que estos pestíferos grasños brachnos no me tratarían bien, Bogo los maldiga.

7

Me arrastraron a una cantora muy iluminada y encalada, y había un vono fuerte, mezcla de enfermería y lavatorios, cerveza rancia y desinfectante, y todo venía de las piezas enrejadas que estaban cerca. Algunos de los plenios encerrados en las celdas maldecían y cantaban, y me pareció slusar a uno que aullaba:

Y volveré a mi nena, a mi nena, cuando tú, nena mía, te hayas ido.

Pero también se oían las golosas de los militsos que ordenaban silencio, y hasta se slusaba el svuco de alguien al que tolchocaban verdaderamente joroschó y que hacía ouuuuu, y era como la golosa de una ptitsa starria borracha, no de un hombre. En la cantora estaban conmigo cuatro militsos, y todos piteaban chai en gran estilo: había una gran jarra sobre la mesa, y sorbían y eructaban y las jetas eran sucias y bolches. Por cierto que no me ofrecieron ni una gota. Lo único que me dieron, hermanos míos, fue un espejo starrio y caloso para que me mirase, y de veras yo ya no era vuestro bello y joven Narrador, sino un auténtico straco, con la rota hinchada, los glasos enrojecidos, y la nariz un poco machucada. Todos smecaron realmente joroschó cuando videaron mi cara de desaliento, y uno dijo: —Como una joven pesadilla del amor. —Y entonces apareció un jefe de los militsos con cosas como estrellas en los plechos, para demostrar que picaba alto alto alto, y al videarme dijo: —Hum. —Y así empezaron.

—No diré un solo y solitario slovo si no viene mi abogado —les grité—. Conozco la ley, bastardos. —Por supuesto, todos largaron una gronca smecada al oírme, y el militso de las estrellas me miró y dijo:

—Muy bien, muchachos, comenzaremos demostrándole que también nosotros conocemos la ley, pero que conocerla no es suficiente. —Tenía una golosa de caballero y hablaba con aire muy fatigado; y al hacerlo asintió con sonrisa de drugo a un bastardo grande y gordo. El bastardo grande y gordo se quitó la túnica, y uno podía videar que tenía una panza grande y starria; y entonces se me acercó no muy scorro, y cuando abrió la rota en una mueca lasciva y muy cansada, le olí el vono del chai con leche que había estado piteando. Para ser militso no tenía la cara muy bien afeitada, y uno podía videarle parches de sudor seco en la camisa, bajo los brazos, y despedía ese olor parecido a cera de oídos. De pronto cerró la ruca roja y hedionda y me la descargó justo en la barriga, lo que no estuvo bien, y todos los demás militsos smecaron con ganas, excepto el jefe, que conservó la sonrisa como cansada y aburrida. Tuve que apoyarme en la pared encalada, de modo que los platis se me mancharon de blanco, y traté de recobrar el aliento, sintiendo un dolor agudo, y me pareció que iba a vomitar el pastel pringoso que había tragado por la tarde. Pero no pude soportar la idea de vomitar sobre el suelo, de modo que me contuve. Entonces vi que el matón gordo se volvía hacia los drugos militsos para festejar realmente joroschó lo que había hecho, así que levanté la noga derecha, y antes que pudieran cricharle aviso le apliqué un puntapié limpio y claro en la espinilla. Crichó como un besuño, y se puso a dar saltos de un lado a otro.

Pero después todos se dieron el gusto, arrojándome de uno al otro como si yo hubiera sido una condenada pelota, muy gastada, oh hermanos míos, y me dieron puñetazos en los yarblocos y la rota y la barriga, y me largaron puntapiés, y al fin tuve que vomitar en el suelo, y hasta dije como si yo fuera un auténtico besuño: —Disculpen disculpen disculpen. —Pero ellos me dieron pedazos starrios de gasetta y me hicieron limpiar, y después me hicieron trabajar con el aserrín. Y después dijeron, casi como si hubieran sido viejos y queridos drugos, que yo debía sentarme para tener una tranquila goborada. En eso entró P. R. Deltoid para videar un poco, como que tenía el despacho en el mismo edificio; y parecía muy cansado y grasño, y empezó diciendo: —Así que ocurrió, Alex querido, ¿sí? Lo que yo presentía. Querido querido querido, sí. —Luego se volvió hacia los militsos y continuó: —Buenas noches, inspector. Buenas, sargento. Buenas, buenas a todos. Bien, aquí termino yo, sí. Querido, este chico no está muy bien, ¿verdad? Mírenle un poco el aspecto.

—La violencia engendra violencia —dijo el jefe militso con voz untuosa—. Se resistió al arresto legal.

—Aquí termino yo, sí —repitió P. R. Deltoid. Me observó con glasos muy fríos, como si ahora yo fuese una cosa y ya no un chevoleco muy cansado, ensangrentado y apaleado—. Tendré que presentarme en la corte, mañana, supongo.

—No fui yo, hermano, señor —dije, un malenquito lloroso—. Defiéndame, señor, tan malo no soy. Señor, los otros me traicionaron y me llevaron por mal camino.

—Canta como un jilguero —dijo burlón el jefe de los militsos.

—Hablaré ante el tribunal —dijo fríamente P. R. Deltoid—. Allí estaré mañana, no te preocupes.

—Si quiere darle un buen golpe en la trompa, señor —dijo el jefe de los militsos—, no se preocupe por nosotros. Lo tendremos sujeto. Seguro que fue una tremenda decepción para usted.

Entonces P. R. Deltoid hizo algo que yo jamás hubiese creído, un hombre que tenía como función convertirnos a los maluolos en chelovecos realmente joroschós, y sobre todo con los militsos alrededor. Se acercó un poco y escupió. Escupió. Me escupió en el litso, y después se limpió la rota húmeda y escupidora con el dorso de la ruca. Y yo me limpié y me limpié y me limpié el litso escupido con el tastuco ensangrentado, y le dije: —Gracias, señor, muchas gracias, señor, eso fue muy amable de su parte, señor, muchísimas gracias. —Y ahí P. R. Deltoid salió sin decir un slovo más.

Entonces los militsos se dedicaron a preparar una larga declaración que yo tendría que firmar; y yo pensé, infierno y basura, si ustedes bastardos están del lado del Bien, me alegro de pertenecer al otro club. —Muy bien —les dije—, brachnos grasños, sodos vonosos. Escriban, escriban, no pienso arrastrarme más sobre el bruco, merscas basuras. ¿Por dónde quieren empezar, animales calosos? ¿Desde mi último correccional? Joroschó, joroschó, pues ahí lo tienen. —Y empecé a hablar, y el militso taquígrafo, un cheloveco tranquilo y tímido, que no era un verdadero militso, comenzó a llenar página tras página tras página. Les confesé la ultraviolencia, el crasteo, los dratsas, el unodós unodós, todo lo que había hecho hasta la vesche de esa noche con el robo a la ptitsa starria y bugata de los cotos y las cotas maullantes. Y procuré que mis llamados drugos estuviesen bien metidos en el asunto, hasta el schiya. Cuando terminé, el militso taquígrafo parecía un poco enfermo, pobre infeliz. El jefe militso le dijo con una golosa casi amable:

—Bien, hijo, vete a tomar una buena taza de chai, y luego escribes toda esa mugre, con un broche de ropa en la nariz, en tres copias. Después se las traes al hermoso y joven amigo, para que las firme. Y tú —me dijo— puedes pasar a tu suite matrimonial, con agua corriente y todas las comodidades. Bueno —dijo con golosa cansada a dos de los matones—, llévenselo.

En fin, a patadas, golpes y empujones me llevaron a las celdas, y allí me pusieron junto a diez o doce plenios, muchos de ellos borrachos. Entre ellos había vecos uchasños, como animales, uno con toda la nariz comida y la rota abierta como un gran agujero negro; uno que estaba apoyado contra la puerta, roncando ruidosamente, mientras de la rota le salía sin parar una especie de hilo baboso, y uno que tenía los pantalones todos sucios de cala. Había dos que me parecieron maricas, y en seguida se interesaron en mí, y uno me saltó encima, y tuvimos una dratsa muy desagradable, y el vono que despedía, como de gas y perfume barato, me enfermó otra vez, sólo que ahora tenía la barriga vacía, oh hermanos míos. Entonces el otro marica quiso echarme los brazos, y hubo una ruidosa pelea entre los dos, porque ambos me buscaban el ploto. El chumchum llamó la atención de un par de militsos que vinieron y golpearon a los dos con las cachiporras, y así se callaron y se quedaron con los ojos perdidos, y el viejo crobo goteaba pim pim pim por el litso de uno de ellos. En la celda había camastros, pero estaban todos ocupados. Trepé al más alto de una hilera que tenía cuatro, y allí encontré un veco starrio y borracho que roncaba, probablemente tirado allá arriba por los militsos. Bueno, lo bajé otra vez, no era muy pesado, y cayó sobre un cheloveco gordo y borracho tirado en el suelo, y los dos despertaron y empezaron una escena patética de crichadas y puñetazos. Hermanos míos, me tendí sobre la cama vonosa, y me hundí en un sueño muy fatigado, agotado y doloroso. Pero no fue un verdadero sueño, era como meterse en otro mundo mejor. Y en ese mundo mejor, oh hermanos míos, yo estaba en un campo de flores y árboles, y se veía un macho cabrío con litso de hombre y tocaba una especie de flauta. Y entonces pareció que salía el sol, el propio Ludwig van, con el litso rugiente, la corbata suelta y el boloso desordenado y áspero, y entonces oí la Novena, último movimiento, con los slovos un poco cambiados, como si ellos mismos supieran que debían ser distintos, ya que se trataba de un sueño:

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