La Navidad para un niño en Gales es uno de los mejores relatos de
Dylan Thomas
y nos hará revivir nuestros recuerdos de la infancia.
Dylan Thomas
es algo más que un poeta: es toda una leyenda. Este relato nos lleva a un pueblo de la costa de Gales, lleno de gatos, carteros y niños ansiosos por jugar con la nieve, que cayó «durante seis días con sus noches cuando yo tenía doce años, o durante doce noches y doce días cuando tenía seis», según nos cuenta el autor al principio del libro.
Las excelentes ilustraciones de
Pep Montserrat
recibieron el Premio Junceda 2008. Además, presentamos el libro en edición bilingüe, de manera que es una ocasión única para acercarse a este clásico para todas las edades disfrutando también del texto original en inglés.
«La obra de Dylan Thomas hunde las raíces en lo más profundo de su alma y su experiencia, y por ello la interrelación entre su prosa, su poesía y su propia vida resulta poco menos que inevitable».
Ignacio Martínez de Pisón, Abc
Dylan Thomas
La Navidad para un niño en Gales
ePUB v1.0
Crubiera16.01.13
Título original:
A Child's Christmas in Wales
Dylan Thomas, 1954.
Traducción: María José Chuliá García
Ilustraciones: Pep Monserrat
Editor original: Crubiera {Grupo EarthQuake} (v1.0)
ePub base v2.1
P
or aquellos años, las Navidades se parecían tanto unas a otras en aquel remoto pueblo pesquero, Navidades carentes de todo sonido excepto del murmullo de voces distantes que sigo oyendo algunas veces antes de dormir, que nunca consigo recordar si estuvo nevando durante seis días con sus noches cuando yo tenía doce años, o si nevó durante doce noches y doce días cuando tenía seis.
Las Navidades fluyen como una luna fría e inquietante que avanzara por el cielo que aboveda nuestra calle de camino al traicionero mar; y se detienen en el borde de las olas de aristas glaciales —verdaderos congeladores de peces—, y yo hundo las manos en la nieve y desentierro cualquier cosa que pueda encontrar. Me veo sepultando la mano en ese festivo montón, blanco como la lana y con forma de campana con lengua, que descansa al borde de un mar que entona villancicos, y me vienen a la mente la Sra. Prothero y los bomberos.
Todo sucedió una tarde de Nochebuena; me encontraba en el jardín de la Sra. Prothero con su hijo Jim esperando a que aparecieran los gatos. Estaba nevando. Siempre nevaba en Navidad. Diciembre, en mis recuerdos, era blanco como Laponia aunque sin renos. Pero sí había gatos. Con las manos envueltas en calcetines, pacientes, heladas y encallecidas, esperábamos a los felinos para tirarles bolas de nieve. Lustrosos y grandes como jaguares, con unos bigotes horribles, salivando y gruñendo, se deslizarían sobre los blancos muros del jardín trasero avanzando furtivamente, mientras Jim y yo, cazadores de ojos de lince, tramperos vestidos con gorro de piel y zapatos mocasines procedentes de la bahía del Hudson, allende Mumbles Road, apuntaríamos al verde de sus ojos y les tiraríamos las bolas.
Los gatos eran muy listos y no aparecían nunca. Nosotros, cual tiradores árticos calzados como esquimales, estábamos tan quietos en el silencio amortiguado de las nieves eternas —eternas del miércoles anterior— que ni siquiera oímos el primer grito de la Sra. Prothero, que surgió de su iglú al fondo del jardín. O, si lo oímos lo confundimos con la lejana provocación de nuestro enemigo y presa, el gato polar del vecino. Sin embargo, el tono de voz aumentó rápidamente.
—¡Fuego! —gritó la Sra. Prothero mientras golpeaba el gong que se usaba para avisar cuando la cena estaba lista.
Salimos corriendo hacia la casa atravesando el jardín con las bolas de nieve en los brazos; efectivamente, salía humo del comedor. La Sra. Prothero anunciaba la ruina como los pregoneros de Pompeya y el gong seguía resonando. Esto era mejor que todos los gatos de Gales dispuestos en fila sobre el muro. De un salto, entramos en la casa cargados con las bolas de nieve y nos paramos ante la puerta de la habitación, que permanecía abierta; el cuarto estaba lleno de humo.
Verdaderamente, algo se estaba quemando; quizá fuera el Sr. Prothero, que tenía la costumbre de echarse allí una cabezada con un periódico sobre la cara después de comer. Pero no; él estaba en medio de la habitación exclamando «¡Qué Navidades tan buenas!» mientras aventaba el humo con una zapatilla.
—Llamad a los bomberos —gritaba la Sra. Prothero mientras golpeaba el gong.
—No van a estar —decía el Sr. Prothero—. Es Navidad.
Las llamas no se veían; solo había nubes de humo, y en medio de estas se encontraba el Sr. Prothero de pie agitando su zapatilla como si fuera el director de la orquesta.
—Haced algo —dijo. En ese mismo instante, lanzamos todas las bolas de nieve hacia el humo —yo creo que no le acertamos al Sr. Prothero— y salimos corriendo de la casa en dirección a la cabina de teléfono.
—Vamos a llamar también a la policía —dijo Jim.
—Y a la ambulancia.
—Y a Ernie Jenkins; a él le gustan los fuegos.
Pero solo llamamos a los bomberos, que llegaron poco después en su camión. Aparecieron tres hombres altos con sus cascos puestos y metieron una manguera en la casa. El Sr. Prothero salió justo a tiempo, antes de que abrieran el grifo. Posiblemente nadie haya vivido una Nochebuena con tantos avatares.
Y después de que los bomberos, que aún permanecían en la habitación mojada y humeante, cerraran la manguera, la tía de Jim, la Srta. Prothero, bajó las escaleras y les miró fijamente; Jim y yo esperábamos entretanto, muy quietos, para oír qué les decía. Ella siempre tenía la frase adecuada. Se quedó mirando a los tres bomberos, que estaban ahí de pie tan altos y con sus cascos brillantes en medio del humo y de las cenizas, y de las bolas de nieve que empezaban a derretirse, y dijo:
—¿Les gustaría leer algo?
Hace muchos, muchos años, cuando yo era un crío, cuando había lobos en Gales y los pájaros del color de las enaguas de franela roja se marchaban a toda prisa sobrevolando las colinas con forma de arpa, cuando cantábamos y nos revolcábamos toda la noche y todo el día en cuevas que olían como las tardes de los domingos en los fríos y húmedos salones de las casas de campo, y perseguíamos con las quijadas de los diáconos a los ingleses y a los osos, antes del motor de explosión, antes de la rueda, de las yeguas con cara de duquesa, cuando montábamos a caballo sin silla por las suaves y alegres colinas, entonces nevaba sin cesar. Pero aquí aparece un niño que va diciendo: «El año pasado también nevó. Hice un muñeco de nieve y mi hermano lo tiró y yo tiré a mi hermano, y después nos pusieron la merienda».
—Ahora bien, aquella no era la misma nieve, creo yo. Nuestra nieve no solo caía a cubos del cielo, sino que cubría el suelo como con un chal y flotaba, y se acumulaba en los brazos, las manos y el cuerpo de los árboles; la nieve crecía de la noche a la mañana sobre los tejados de las casas como un musgo puro y viejo; cubría minuciosamente los muros como hace la hiedra, y se depositaba como una muda y entumecida tormenta de blancos pedazos de postales navideñas sobre el cartero que abría la verja.