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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Historico, Testimonio

La noche de Tlatelolco (34 page)

BOOK: La noche de Tlatelolco
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—Bueno, lo que yo puedo hacer es entregarlas a los soldados.

Nuestros alaridos fueron peores. Los niños también gritaban:

—¡Cómo con los soldados, si están matando a la gente!

—No, con los soldados es mejor. Vénganse conmigo.

Rápidamente tomamos una maleta en la que pusimos puros piyamas, después nos dimos cuenta. Para esto habíamos tenido un problema con una de las niñas de Meche, Ceci, a quién le empezó de repente una urticaria muy fuerte. Cada vez que se oían balazos a la niña le salía más urticaria, como verdugones. La niña no lloraba, se pegaba simplemente a mi vestido y gimoteaba. Bajamos. La planta baja estaba plagada de soldados. El ambulante se acercó a un grupo y le dijo a un soldado:

—Oiga mi cabo, háblele al coronel.

Se fue el cabo y en eso se escuchó una balacera. Entonces los soldados nos aventaron contra la pared y nos cubrieron haciendo valla. Junto a nosotros, además de la muchacha del bote del
CNH
, había dos chamaquitas muy jóvenes que de ahí en adelante se nos pegaron. Cuando paró la balacera, llegó el que supongo que es coronel, y el ambulante le dijo:

—Oiga, mi coronel, a estas señoras hay que sacarlas porque, si no, al rato vamos a tener que sacarlas en camilla.

El coronel contestó:

—¿Usted qué anda viendo viejas histéricas?… ¡Vaya a recoger heridos!

Soltó unas palabrotas. Como el ambulante no se movía, el coronel le gritó:

—¡Déjese de recoger viejas histéricas y vaya por sus heridos! ¿Qué no me oyó?… ¡Y ustedes, señoras, vuelvan a su departamento!

Los cuatro niños empezaron a llorar.

—Pues no señor, aquí nos mata usted pero no volvemos al departamento. Mire usted, hemos visto cómo matan a la gente, hemos visto cómo la asesinan, mire la sangre, mírela…

Empezamos de nuevo con nuestro griterío, los cuatro niños llorando; en fin: panorama de histeria, fácil de imaginar. Entonces dijo el coronel: Es que les hago un favor regresándolas a su departamento. ¿Qué no ven que si las entrego con los granaderos, como es mi obligación, las van a cachear, se las van a llevar a la cárcel? Mejor regrésense a su departamento…

—No regresamos al departamento. Aquí mátenos, haga lo que le dé la gana pero no regresamos al departamento.

Entonces la niña Cecilia, que fue la que creo nos salvó, me dice:

—Margarita, ¿dónde están los muertos? No quiero ver a los muertos —y siguió con una voz muy dulce—. No quiero ver a los muertos, cuando pasemos cerca de los muertos, ¿me tapas la cara Margarita?

No sé cómo se me ocurrió decirle:

—Si no eran balas, m’híjita, eran cohetes. Tú has oído los cohetes, ¿no?

Entonces el coronel nos dijo:

—Bueno, vénganse, las voy a sacar.

Un soldado tomó la maleta y salimos: las tres mujeres, los cuatro niños y las dos muchachitas que se nos habían pegado. El coronel nos atravesó toda la explanada para dejarnos sobre Nonoalco. Al llegar les dijo a otros soldados que estaban allí:

—Las señoras salen.

Cruzamos la calle que estaba cercada de granaderos y uno de ellos nos gritó:

—¿A dónde van? Regrésense…

Se cerró el cerco. Entonces les dijo Meche:

—¿Cómo que regrésense? Si aquéllos nos corren y ustedes nos regresan pues ni modo que nos quedemos aquí.

Otro le avisó:

—Las sacaron los soldados.

Se abrió el cerco de los granaderos y nos dejaron pasar. Eran como las once de la noche cuando llegamos a la casa y ya habían empezado a juntarse los alumnos de Antropología y los maestros para buscar a sus compañeros. Inmediatamente se organizaron en brigadas. Nos pusimos a hacer listas de los que faltaban y no había regresado mi hijo mayor.

• Margarita Nolasco, antropóloga.

Estaban los enfermeros de la Cruz Roja atrás del convento, seleccionando a los heridos para llevárselos; apartándolos de los muertos —los veíamos porque estaban frente al Chihuahua— y en un momento dado los tiros los alcanzaron también a ellos y delante de nosotros cayó una enfermera y cayó también uno de los enfermeros. Eso lo vimos nosotros. Fue una cosa de lo más desagradable e incluso la indignación del personal de la Cruz Roja era tremenda.

• Mercedes Olivera de Vázquez, antropóloga.

Reyes Razo reportó poco después de las 20.15 horas que un ambulante de la Cruz Roja, identificado como Antonio Solórzano, había sido alcanzado por las balas y se le recogía en mal estado. Horas más tarde fallecía en la Cruz Roja.

• «26 Muertos y 71 Heridos; Francotiradores Dispararon Contra el Ejército; el General Toledo, Lesionado»,
El Heraldo de México
, 3 de octubre de 1968.

Informó además la Cruz Roja que a las 21.45 horas dejó de presentarse en el lugar de los hechos, debido a que grupos de granaderos impedían la salida de sus ambulancias. Se dijo a la institución que esos granaderos habían sido apostados para proteger el hospital e impedir que algunos lesionados lo abandonaran.

Doctores, comandantes, ambulantes y personal de la benemérita institución protestaron ante lo que llamaron una invasión incorrecta e impedimento de sus labores. Dijeron que se estaban violando los acuerdos de Ginebra, en los que se establece que la Cruz Roja es una institución neutral.

• «Lista Parcial de Muertos y Heridos en la Refriega»,
Novedades
, 3 de octubre de 1968.

La Cruz Roja, que había suspendido el servicio de emergencia hacia las 21 horas, por instrucciones de la Jefatura del Estado Mayor de la Defensa Nacional, lo reanudó a las 23.30 horas cuando varias ambulancias partieron hacia la zona de Tlatelolco.

Se explicó que la suspensión se debió a la necesidad de evitar la presencia de «intrusos en la sala de emergencia» y para que las autoridades interrogaran a los heridos.

• «Se Luchó a Balazos en Ciudad Tlatelolco»,
Excélsior
, 3 de octubre de 1968.

Una ambulancia. Por favor, como compañero, una ambulancia.

• Oriana Fallaci, al reportero de
Excélsior
, Miguel Ángel Martínez Agis. «Oriana Fallaci, Famosa Reportera Herida a Tiros»,
Excélsior
, 3 de octubre de 1968.

Mi novio y yo subimos las escaleras hasta la azotea, unos diez pisos, y no me acuerdo que me haya costado ningún esfuerzo. Oí caer gente en la escalera y ya en la azotea vi a un chamaco de catorce o quince años que corría adelante de nosotros entre los cuartos de servicio y lo ensartaron con una bayoneta.

• Enriqueta González Cevallos, maestra normalista.

En el Servicio Médico Forense… las autopsias mostraron que la gran mayoría de las víctimas murieron… a consecuencia de heridas por bayoneta… Otros por disparos de armas de fuego hechos a corta distancia… Tres casos llamaron la atención de los médicos; un niño de aproximadamente 13 años que murió a consecuencia de una herida de bayoneta en el cráneo… El segundo, una anciana que sucumbió tras de recibir un bayonetazo por la espalda… El tercer caso, una jovencita que presentaba una herida de bayoneta en el costado izquierdo. La lesión nacía en la axila y terminaba en la cadera…

• «Penosa Identificación de las Víctimas»,
El Universal
, 4 de octubre de 1968.

La bayoneta —arma para el invasor— ¿quién la ordenó contra nuestros hijos?

• Manta de la Vocacional 7 en la manifestación del 27 de agosto.

Ambulancias de las cruces roja y verde y del hospital central militar comenzaron a entrar, por varias calles simultáneamente, a Ciudad Tlatelolco. Esto fue pasadas las 20.30 horas.

Los soldados siguen cargando a bayoneta calada, según informantes dignos de crédito, contra todo grupo mayor de diez personas.

Un reportero de AMEX vio cuando, sobre las 19.00, un estudiante fue derribado por un militar con un golpe de fusil y ultimado a bayonetazos. Ocurrió lo anterior en la esquina que forman las calles de Allende y Nonoalco.

• Margarita García Flores, Jefe de Prensa de la
UNAM
.

La presencia del ejército se produjo cuando el mitin estaba por concluir y cuando un líder había pedido a la multitud que «era conveniente suspender la manifestación que estaba planeada en el Casco de Santo Tomás».

• Félix Fuentes, reportero, «Todo empezó a las 18.30 horas»,
La Prensa
, 3 de octubre de 1968.

Hubo escenas tan tremendas como la siguiente que vio el reportero cuando estaba parado en el tercer piso de uno de los edificios: un hombre gritó: «Mi hijita está en su corralito», y corrió al interior del departamento. Lo vimos cuando cayó de un balazo en el pecho; poco después sacaríamos a la niña indemne y la entregamos a la madre que parecía sonámbula, víctima de un tremendo shock nervioso.

• Jorge Avilés R., redactor, «Tlatelolco Campo de Batalla, Durante Varias Horas Terroristas y Soldados sostuvieron Rudo Combate»,
El Universal
, 3 de octubre de 1968.

—¿Por qué me pega, si ya le enseñe mi credencial de estudiante?

—Sí, por eso mismo te pego, hijo de la chingada.

Francamente sentí miedo porque nunca nadie me había golpeado así. Le grite a mi hermano, pero no me contestó y después me preguntó ese soldado —un güero de ojos rasgados— que dónde estaban las armas. Le dije que no tenía arma. Él y otro soldado me arrinconaron contra la pared con las manos en la nuca, junto a muchos otros cuates que ya habían agarrado y estaban cacheando. Entonces el soldado güero le dijo a otro:

—Si alguno de éstos se mete, le pegas un balazo.

Opté por recargarme en la pared y pensé que no tenía caso moverme.

• Ignacio Galván, estudiante de la Academia de San Carlos y del Taller de Cerámica de la Ciudadela.

Lo vi como nunca antes. Vi sus manos muy blancas, como de cera, con las venas azules, su barba de candado que siempre le pedí que se dejara: «¡Déjatela, déjatela!», porque lo hacía verse mayor que sus veintiún años, vi sus ojos azules muy sumidos en sus cuencas (él siempre ha tenido una expresión triste) y sentí su cuerpo tibio junto al mío. Los dos estábamos empapados por la lluvia y porque nos tiramos al suelo tantas veces en el agua, y sin embargo yo sentía su brazo cálido sobre mis hombros. Entonces por primera vez desde que andamos juntos le dije que sí, que cuando nos dejaran salir los soldados que me llevara con él, que al cabo y al fin, nos íbamos a morir, sí, tarde o temprano y que yo quería vivir, y que ahora sí, le decía que sí, sí, sí quiero, sí te quiero, sí, lo que tú quieras, yo también quiero, sí, sí, ahora yo soy la que quiero, sí…

• María del Carmen Rodríguez, estudiante de Letras Españolas en la Universidad Iberoamericana.

En el momento en que lo empezaron a golpear oí que mi hermano Ignacio me llamaba y le pregunté a uno de los soldados:

—¿Por qué lo golpea? El también es estudiante.

Y el soldado me dijo:

—Bueno, pues, ¿qué quieres que haga? Pasa tú a defenderlo…

Cuando me dijo esto, hasta me dio risa:

—¿Con qué lo defiendo?

—¡Pásale para acá, hijito!

Pasé, el soldado me agarró. Yo traía en la chamarra un escudo del circo soviético. Me preguntó qué era eso:

—Es del circo soviético.

No dijo nada y siguió con su interrogatorio:

—A ver, hijito, ¿qué andabas haciendo aquí en el mitin?

No le contesté. Me dijo:

Arrodíllate.

Sólo puse una rodilla.

—No, no arrodíllate bien, hijito… Y alza las manitas.

Luego luego pensé: Bueno, este cuate va a hacer que le pida perdón, ¿o qué?

—¿A dónde te gustaría una patadita? ¿Aquí en las costillitas?

—No mano, pues allí me vas a desgraciar todo…

Cuando menos me lo esperaba, que me suelta la patada en la boca del estómago. Después me dio un culatazo en la espalda; me doblé. Me levantó de los cabellos. Cuando nos doblábamos nos levantaban de los cabellos, culatazo en el estómago, en el pecho, en la espalda, en los hombros, bueno, nos daban, ya no sentíamos lo duro sino lo tupido. Nos gritaban: «Ahora sí, para que no nos llamen asesinos»… Uno de ellos que por lo visto era el jefe, les ordenó a unos que estaban parados nomás viendo:

—Órale, ¿pos qué esperan?

Sólo a los que éramos estudiantes nos pegaron, y con los que más se ensañaban era con los de la
UNAM
y con los del Poli. Al registramos nos sacaron propaganda de las bolsas:

—¿Por qué tienen eso?

—Nos la acaban de dar ahorita…

—No, tú la andas repartiendo…

Si los cuates pedían clemencia: «No, no, ya no me peguen», pues más les pegaban.

Nos formaron a todos con las manos en alto y a los que estaban greñudos los apartaban. A un muchacho lo hincaron y le trozaron mechones con la bayoneta. Pensé que a mi hermano Ignacio lo iban a pelar porque es artista y anda greñudo. Nos dijeron que nos uniéramos a la fila con los demás:

—Ahí les va su despedida.

Y nos golpearon como si estuvieran quebrando piñatas.

• Carlos Galván, de la Escuela de Biblioteconomía y Archivología de la
UNAM
.

¡Han agarrado a todo el Consejo Nacional de Huelga!

• Andrés Pérez Ramírez, estudiante de la
ESIME
.

Se reían: «¿Conque eres estudiante, no?». Me dieron un culatazo tan brutal que sentí que me privaba, pero entonces hubo una reacción en mí, porque pensé que si me caía allí, ya no me iba a levantar: «Me van a matar» y algo muy fuerte hizo que me repusiera. Dentro de mí yo decía: «¿Pues por qué voy a morir así?». Lo que yo quería era ver a mi hermano para decirle un adiós. Estoy dispuesto a morir porque sé que todos nos tenemos que morir, pero no así, en esa forma. «A ti, llegando, te vamos a quemar el pelo con gasolina», me dijeron. Nos subieron a las camionetas pánel de los granaderos y ya en la pánel, el sargento, bien enojado, nos iba diciendo a mí y a otros compañeros:

No, ya ven, en vez de que estuvieran tomando un cafecito con sus padres o con la novia andan aquí en estos relajos… Pero sus padres tienen la culpa porque en vez de reprenderlos les dan ánimos. «Sí, vete al mitin, sí, vete, como no, ve hijito».

Ellos son los que tienen la culpa. Ahora que sus líderes los saquen, a ver cómo le hacen…

Yo no podía ver por dónde nos llevaban. El sargento seguía cotorree y cotorree. Lo que más le enojaba era que: «Por culpa de ustedes desde hace dos meses nos tienen acuartelados. A ver, ustedes tan chamacos». Se acaloraba a medida que iba hablando hasta que nos gritó: «Y esto nomás es el principio, hijos de la chingada. Ahorita van a ver lo que es bueno en el Campo número 1».

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