—¡Edad para qué! —Marcel se volvió de pronto. El tono de su voz sobresaltó a Richard, que bajó la vista.
—Quiere hablar contigo —murmuró.
Marcel tenía el rostro sonrojado. Apartó el pie de la ventana y se incorporó. Richard lo miró, incómodo.
—Madame Elsie no me deja acercarme a Anna Bella. ¡No puedo verla! —exclamó Marcel—. Y aunque pudiera, ¿qué iba a decirle?
—Pero está atravesando una situación…
—Ya lo sé, mi caballeroso amigo. Lo sé todo. Sé mucho más que tú. ¿Pero qué puedo hacer? —Se sorprendió al advertir que estaba temblando, empapado en sudor, y que miraba ceñudo a Richard como si estuviera a punto de atacarle. Richard no era la persona más indicada para emprenderla a golpes.
Richard estaba perplejo. Había algo que no comprendía.
—Pero, Marcel —comenzó inseguro—, si tú eres como un hermano para ella…
—¡Un hermano! Un hermano… —Marcel le miraba incrédulo—. Si yo fuera su hermano, ¿crees que estaría ella en esa situación? Despierta hasta altas horas de la noche para… ¿cómo dijiste?… ¿abrir la puerta a los caballeros?
En ese momento una luz extraña se encendió en los ojos de Richard. Se quedó en silencio. Marcel volvió a sentarse en la ventana, mirando los árboles.
—Madame Elsie no puede forzar a Anna Bella —le dijo en voz baja—. Anna Bella toma sus propias decisiones.
—¿Pero quién la ayudará a enfrentarse a madame Elsie? ¿Quién estará de su lado? —preguntó Richard—. Esa vieja es una mujer malvada. Anna Bella necesita un hermano, Marcel. ¡Tú eres como un hermano para ella!
—¡Maldita sea! —estalló Marcel—. ¿Quieres dejar de utilizar esa palabra?
Richard se quedó atónito. Escrutó el rostro agitado y sonrojado de Marcel. Parecía sobrecogido por una oculta emoción, algo que desmentía su rostro redondo de niño, sus inocentes y limpios ojos azules. Richard movió los labios como si acabara de darse cuenta de algo, pero se quedó callado.
—No somos hermanos —susurró Marcel con voz velada—. Nunca lo hemos sido. Si lo fuéramos, todo sería muy sencillo y haría lo que me dices. ¡Pero no somos hermanos! Anna Bella es una mujer y yo todavía no soy… todavía no soy un hombre. —Se detuvo, como si estuviera diciendo algo demasiado etéreo. Luego prosiguió en voz aún más baja—: La cortejarán cuando yo esté todavía en la escuela, la cortejarán antes de que yo ponga el pie en el barco de Francia, la cortejarán y ella se marchará. No somos hermanos y yo no puedo hacer nada, ¡nada! —Giró la cabeza para mirar de nuevo los árboles.
Richard se lo quedó mirando, desolado.
Todos los músculos de su ser reflejaban su aflicción. Tenía los hombros caídos y una extraña luz le brillaba en los ojos como si quisiera alejarse de aquel rostro triste.
—Yo no sabía —susurró—. No… no lo sabía. —Fue a coger los libros.
Marcel guardó silencio.
—¿De qué querías hablarme? —preguntó por fin—. ¿Cuál era el otro asunto?
—Ahora no.
—¿Por qué no? —El tono de Marcel era amargo, pero no su intención. Vio a Richard de pie en la puerta y de pronto se sintió disgustado. A veces la vida de Richard le parecía tremendamente sencilla, lo cual podía irritarlo hasta límites insospechados—. ¿De qué se trata? —volvió a preguntar. Por vanidad, o por razones que ignoraba, intentó recobrar la compostura.
—Vendré mañana, después de las clases —dijo Richard.
El rostro de Marcel estaba sereno. Con un gesto casi automático se enjugó la frente con el pañuelo doblado y luego logró amagar una sonrisa de cortesía.
Richard vaciló. Volvió a dejar los libros y se puso las manos a la espalda con aquel gesto educado.
—Es sobre Marie.
La expresión de Marcel mostraba una inocencia absoluta.
—¿Marie?
—Quiero cortejarla —dijo en un susurro casi inaudible—. Tu madre… me temo que… —Se quedó callado—. Tengo miedo de que crea que no tiene importancia, que somos demasiado jóvenes —prosiguió por fin, tragando saliva—. Pero si yo pudiera cortejarla, con tu bendición, ¡cuando tú estés presente! Quiero decir, siempre que tú quieras… siempre que tú… —Se encogió de hombros avergonzado.
Marcel tenía los ojos desorbitados. Había asumido aquella expresión vacía y obsesiva que solía espantar a la gente.
—¿Marie? —susurró.
—¡Por Dios, Marcel! —exclamó Richard—. ¡Por el amor de Dios!
—Lo siento. Es que ahora soy yo el que no comprende. —Estaba a punto de echarse a reír, pero la expresión de Richard era tan ominosa que no se atrevió. La actitud de Richard parecía amenazadora, como si quisiera echarse encima de Marcel y darle una sacudida, como había hecho tantas veces en otros tiempos—. Pues claro que puedes verla si quieres. —Marcel sonrió. Le sorprendía su propia serenidad. Marie y Richard… En ese momento se levantó de la ventana y se plantó con firmeza en el centro de la habitación—. Pronto cumplirá catorce años. Deberías esperar hasta entonces —dijo seriamente—. Se celebrará una fiesta, claro, y tú vendrás. Después de eso… cuando tú quieras, pero antes, bueno, si quieres ya lo arreglaré.
—Pero tu madre…
—No te preocupes por mi madre —sonrió Marcel—. Tú déjamela a mí.
Richard, incómodo y aliviado al mismo tiempo, hizo una rápida reverencia y se dio media vuelta.
—Ya ves —dijo Marcel.
Richard miró atrás.
—Ya ves qué buen hermano puedo ser.
Mucho tiempo después de que Richard se marchara, Marcel seguía sentado en la ventana mirándolas cascadas de hiedra y las retorcidas ramas de las higueras. Luego se enjugó de nuevo la cara con el pañuelo, se abrochó la chaqueta y salió.
Bajo la sombra de las altas magnolias del jardín de madame Elsie había dos hombres blancos sentados a una mesa de hierro forjado, ante dos vasos altos de bourbon que relucía ambarino bajo la luz del mediodía. Una hilera de arrayanes adornados con crespones separaba el pequeño jardín del camino que llevaba al edificio trasero donde vivía Anna Bella. Los largos porches quedaban protegidos por ramas verdes, a través de las cuales Marcel veía que las ventanas y las cortinas estaban abiertas. Pero cuando divisó a los caballeros blancos y oyó sus voces, se detuvo sin que lo vieran y miró hacia el lejano porche.
Apenas era consciente del francés lento y pesado de los blancos o del compulsivo sonido de una llave contra el cristal del vaso.
Luego echó a andar por el camino hacia las escaleras.
Vio de reojo una oscura figura en la puerta de la cocina, al otro lado del jardín, pero subió la escalera sin hacer caso. La figura echó a correr, recogiéndose las faldas. Marcel estaba casi en el porche cuando oyó que la mujer intentaba llamar su atención y le susurraba apremiante, chasqueando los dedos:
—¡Marcel!
Se acercó a la puerta sin apartar la vista de las ventanas del salón.
Anna Bella estaba en el canapé, con el regazo cubierto por una larga cinta de encaje blanco. Hacía meses que no la veía. Ya no iba a misa con su madre y su hermana, y sus caminos no se cruzaban. Pero en aquel momento el amor que sintió por ella fue tan exquisito que le temblaron las rodillas. Sintió también el desagradable hormigueo de la vergüenza. ¿Cómo podía ella conocer sus sentimientos? ¿Cómo podía saber por qué no iba nunca a verla? ¿Cómo podía saberlo ella, cuando no lo sabían ni Richard ni Marie, cuando ni él mismo podía comprenderlo del todo? No tenía pensado lo que iba a decir, no había ensayado ningún discurso. Sólo sabía que debía estar con ella, que debía sentarse a su lado y hacérselo comprender. «
Mais non
, ya no somos niños». Y ahora que ya no eran niños, ¿en qué se habían convertido? Cierto que en muchos momentos, en otros tiempos, habían abierto sus corazones, enzarzados en aquellos largos y misteriosos
tête-à-tête
en los que habían descubierto juntos verdades que tal vez nunca habrían conocido a solas. Seguro que ahora también podían dar juntos ese paso. Si había dos personas en el mundo que pudieran despojarse del disfraz de adulto que les había caído encima y que los separaba, debían de ser Anna Bella y él. Sólo tenía que cogerle la mano.
Dio un paso adelante, con el puño dispuesto a llamar a la puerta, cuando de pronto una cabeza oscura se destacó entre las conocidas siluetas de la habitación. Era un joven blanco con un fino bigote negro, peinado con una raya en medio y con delicados rizos en el cuello, un joven que miraba con severos ojos de halcón. Marcel retrocedió, con las piernas temblorosas, y se marchó a toda prisa.
Todavía temblaba cuando llegó a su cuarto. Se sentó en la mesa donde había dejado el cuaderno de la escuela, el libro de griego, la caja para las plumas. Fue a coger una pluma para mojarla en el tintero, pero en lugar de ello deslizó las manos a la cintura, bajó la cabeza y con los ojos cerrados estalló en lágrimas.
E
ra la hora de las brujas, o al menos lo parecía. Las luces estaban apagadas y sólo se oían lejanos ruidos: una mujer riendo histérica, el estampido de un disparo. Durante un rato pareció que había sido el débil resonar de los tambores, de los persistentes tambores vudú procedentes de alguna reunión oculta en el laberinto de cercas y muros del barrio. Marcel se despertó acalorado, empapado en sudor, totalmente vestido. Lisette estaba junto a él.
Se había quedado dormido con los libros diseminados al pie de la cama. Había estado estudiando griego, como cada noche desde que comenzara la escuela tres semanas atrás, esforzándose por mantener su precario liderazgo al frente de la clase. Ahora, con cierto alivio se dio cuenta de que era viernes y que podría descansar a pesar de no haber terminado la tarea. El tormento no comenzaría hasta el lunes por la mañana.
—Muy bien —gruñó, disponiéndose a recibir el sermón de Lisette. Se incorporó con esfuerzo rígido, deseando volver a caer dormido.
—El maestro le llama —dijo ella.
—¿Qué? —Marcel tenía de nuevo la cabeza en la almohada caliente y arrugada. El calor de la pequeña habitación era insoportable—. ¿Qué? —Se incorporó del todo.
—Ha mandado al inútil de Bubbles con el recado de que fuera a su casa, si estaba despierto y si a su madre le parecía bien. Bueno, su madre está durmiendo. Son las nueve. ¿Va a ir o no?
—Sí —contestó él—. Claro que voy a ir. Tráeme una camisa limpia. —Estaba muy dormido, pero no había hablado a solas con Christophe desde que comenzó la escuela. Había estado soñando, no sabía por qué, con hombres a caballo—. Me has asustado —murmuró.
—¿Cómo que le he asustado?
Lisette estaba ante el armario abierto. Marcel se quitó la ropa, manchada por el calor del verano y por su propia piel. Ese mismo día, al final de las clases, el hijo del plantador de color, el pulcro Augustin Dumanoir, había afirmado con un suspiro que el calor de agosto era insoportable y que la escuela debería haber comenzado en otoño. Pero lo cierto es que había valido la pena, con calor o sin él. Christophe tenía que demostrarse a sí mismo que el proyecto de la escuela era posible, y tenía que demostrárselo también al inglés que todavía seguía alojado en el St. Charles. El inglés ya no iba a la casa pero Christophe había sido visto más de una vez con él a la horade la cena paseando por la ciudad.
—Me has asustado porque pensé que había llegado monsieur Philippe —suspiró Marcel.
Debía de estar aún medio dormido porque sus propias palabras le sorprendieron. Creía que monsieur Philippe estaba muy lejos de sus pensamientos, pero de pronto recordó algo del sueño: un hombre cabalgaba por los campos, un hombre que tenía relación con Augustin Dumanoir, que todos los días se quedaba después de clase para charlar con Christophe como si fuera un hombre. El chico se había traído sus perros de caza a Nueva Orleans y el último domingo Marcel le había visto cabalgando por la calle, con el arma en la pistolera y su enjuto rostro de bronce alzado al sol. El caballo era magnífico. Los perros correteaban a su lado, entrando y saliendo de los escasos grupos de gente. Pero del sueño quedó la presencia de monsieur Philippe y el viejo temor: ¿se habría enfurecido al recibir la nota de Cecile? Estaba seguro de que la había recibido: el notario se lo había comunicado a Marcel, aunque éste no había preguntado cómo se la habían entregado. El notario estuvo fisgoneando: cómo le iba a Marcel ahora con los estudios, cómo se llamaba su profesor, cuántos años tenía su adorable hermana. «Ahora estoy en una nueva escuela», pensó Marcel, esforzándose por abrir los ojos. Se tomó el café con leche caliente que le había llevado Lisette. «Soy el primero de la clase y monsieur Philippe ha oído hablar de Christophe». Cerró los ojos y los volvió a abrir. El café con leche estaba dulce y delicioso.
El trabajo de las tres últimas semanas lo había dejado totalmente agotado: sus viejos hábitos pasaban factura. Soñaba demasiado, pensaba demasiado, dormía demasiado, tenía que esforzarse denodadamente para terminar las tareas, le dolía la cabeza. Pese a ello, en cierto modo nunca había sido tan feliz. La vida diaria en el aula había superado sus sueños más románticos. Christophe tenía una paciencia infinita para explicar los conocimientos básicos, pero cuando verdaderamente se lucía era con los grandes sistemas de pensamiento. La historia no era para él un conjunto de fechas y nombres sino que hablaba de cataclismos culturales, revoluciones que dividían el mundo en arte, arquitectura y todas las expresiones de la mente humana. Marcel estaba deslumbrado. Le habría gustado volver a vagar por las calles, deleitándose durante horas con una sola de las frases de Christophe, con una sencilla frase. Lo único que le dolía era lo que le había dolido el primer día de clase: Christophe era ahora su profesor, formal y exigente con él como con todo el mundo, y su voz no asumía ningún tono afectuoso o cálido cuando le llamaba por su nombre. No tenían tiempo de intercambiar ni unas palabras por la tarde, y los dos domingos que Marcel fue a llamar a su casa, encontró que Christophe se había ido. Juliet, con la cara desencajada y macilenta, muy parecida a la mujer que había sido anteriormente, le había inquietado invitándole a pasar con indiferencia. El inglés encontró a Marcel una tarde al salir de la escuela y le explicó sarcásticamente que ya no le estaba permitido visitar a Christophe en casa de su madre.
Marcel sólo tenía un consuelo, que cuidaba como un tesoro: era el primero de la clase. Todas las mañanas, cuando les devolvían su trabajo corregido, la nota de Marcel era la más alta. Sus traducciones eran perfectas, su geometría impecable. Deseaba poder decirle a Christophe, con la mano en el corazón, lo mucho que significaba para él su maestro, su infinita paciencia con las cuestiones más obtusas, su repetida pregunta: «¿Hay alguien que no haya entendido? Si no entendéis algo, decidlo». Monsieur De Latte castigaba al que preguntaba y lo acusaba de vago o de estúpido. Marcel tuvo que aprender a no fingir que entendía.