La ola (5 page)

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Authors: Morton Rhue

BOOK: La ola
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—Escuchad —dijo a sus compañeros mientras estaban fuera, esperando que el señor Ross diera la señal—. Vamos a colocarnos en orden, empezando por el que se sienta más lejos. Así no chocaremos entre nosotros.

Todos estuvieron de acuerdo. Cuando ya se habían puesto en orden, se dieron cuenta de que Robert encabezaba la fila.

—El nuevo número uno de la clase —susurró alguien, mientras esperaban nerviosos la señal del profesor.

Ben chasqueó los dedos y la fila de alumnos entró rápidamente y en silencio en la clase. Cuando el último de los chicos alcanzó su asiento, Ben miró el reloj. Sonrió.

—Dieciséis segundos.

La clase entera aplaudió.

—Muy bien, muy bien; tranquilos —pidió Ross, que volvió a colocarse delante de la clase.

Sorprendentemente, los chicos se calmaron enseguida. El silencio que de repente reinó en la clase era casi sobrecogedor. Ross pensó que normalmente en el aula sólo había tanto silencio cuando estaba vacía.

—Bien, hay otras tres reglas más que se deben obedecer. Una: todo el mundo debe tener papel y lápiz para tomar notas. Dos: cuando hagáis una pregunta o la contestéis, tenéis que levantaros y poneros al lado de vuestros asientos. Y tres: las primeras palabras que tenéis que pronunciar cuando hagáis o contestéis una pregunta son: «Señor Ross». ¿Entendido?

Por todas partes se vieron cabezas asintiendo.

—Muy bien —dijo el señor Ross—. Brad, ¿quién fue el primer ministro británico antes de Churchill?

Sin levantarse de la silla, Brad empezó a morderse una uña, nervioso.

—A ver, era...

Antes de que pudiera decir nada más, el señor Ross le cortó.

—Mal, Brad. Ya te has olvidado de las reglas que acabo de explicar —argumentó, buscando a Robert con la mirada—. Robert, enséñale a Brad cuál es la forma correcta de contestar una pregunta.

Robert se puso en pie inmediatamente junto a su pupitre.

—Señor Ross.

—Muy bien —dijo éste—. Gracias, Robert.

—¡Bah! Esto es una estupidez —murmuró Brad.

—Claro, porque no has sabido hacerlo bien —comentó alguien.

—Brad, ¿quién fue primer ministro antes de Churchill? —preguntó otra vez el señor Ross.

Esta vez Brad se levantó y se puso al lado del pupitre.

—Señor Ross, fue, el primer ministro fue...

—Demasiado lento, Brad —dijo el señor Ross—. De ahora en adelante, las respuestas tienen que ser tan cortas como sea posible y hay que responder en el acto. Venga, Brad. Inténtalo otra vez.

Brad se puso en pie de un salto al lado de su asiento.

—Señor Ross, Chamberlain.

Ben asintió satisfecho.

—Ésta es la forma de contestar una pregunta. Exacta, precisa, con determinación. Andrea, ¿qué país invadió Hitler en septiembre de 1939?

Andrea, la bailarina, se levantó con rigidez junto a su pupitre.

—Señor Ross, no lo sé.

El señor Ross sonrió.

—Sigue siendo una buena respuesta porque lo has hecho de la forma debida. Amy, ¿sabes la respuesta?

Amy se puso en pie de un brinco junto a su pupitre.

—Señor Ross, Polonia.

—Magnífico —dijo el señor Ross—. Brian, ¿cuál era el nombre del partido político de Hitler?

Brian saltó de la silla.

—Señor Ross, los nazis.

—Muy bien, Brian. Muy rápido. ¿Hay alguien que sepa el nombre oficial del partido? ¿Laurie?

Laurie Saunders se levantó y se colocó al lado de su pupitre.

—El Partido Nacionalsocialista...

—¡No! —gritó el señor Ross, dando un golpe en la mesa con la regla—. Vuelve a hacerlo correctamente.

Laurie se sentó, un poco azorada. ¿Qué era lo que había hecho mal? David se inclinó para susurrarle unas palabras al oído. La chica volvió a levantarse.

—Señor Ross, el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores.

—Correcto —contestó el señor Ross.

Y siguió haciendo preguntas, mientras los chicos saltaban como movidos por un resorte, ansiosos de demostrar que sabían la respuesta y la forma correcta de responder. Aquello no tenía nada que ver con el ambiente descuidado que solía reinar en la clase, pero ni Ben ni sus alumnos se percataron de ello. Estaban demasiado absortos en el nuevo juego. La rapidez y precisión de cada una de las preguntas y respuestas les entusiasmaba. Pronto, Ben estaba sudando, mientras seguía lanzando preguntas y algún alumno saltaba junto a su pupitre para dar una respuesta alta y concisa.

—Peter, ¿quién presentó la ley de préstamo y arrendamiento?

—Señor Ross, Roosevelt.

—Correcto. Eric, ¿quiénes murieron en los campos de concentración?

—Señor Ross, los judíos.

—¿Nadie más, Brad?

—Señor Ross, los gitanos, los homosexuales y los débiles.

—Correcto. Amy, ¿por qué los mataban?

—Señor Ross, porque no formaban parte de la raza superior.

—Correcto. David, ¿quién dirigía los campos de exterminio?

—Señor Ross, las SS.

—¡Perfecto!

Fuera, estaban sonando los timbres, pero nadie se movió de su asiento. Ben, llevado todavía por el entusiasmo de los progresos de la clase, estaba en pie delante de sus alumnos y daba las últimas órdenes del día.

—Esta noche, acabad de estudiar el capítulo siete y leed la primera mitad del capítulo ocho. Eso es todo; la clase ha terminado.

Ante sus ojos, los chicos se levantaron al unísono y salieron corriendo al pasillo.

—Ostras, qué cosa más rara, tío; ha sido como un subidón —dijo Brian con un entusiasmo poco común.

Él y algunos alumnos de la clase del señor Ross estaban en el pasillo, en grupo, todavía bajo los efectos de la energía de la clase.

—No había sentido una cosa así en mi vida —comentó Eric a su lado.

—Hombre, desde luego es más divertido que tomar apuntes —bromeó Amy.

—Desde luego —repitió Brian, mientras él y otros dos chicos se reían.

—Bueno, menos guasa —intervino David—. Ha sido algo completamente distinto. Ha sido como si actuáramos todos juntos, como si fuéramos más que una clase. Éramos una unidad. ¿Os acordáis de lo que ha dicho el señor Ross del poder? Creo que tenía razón. ¿No lo habéis sentido?

—¡Bah! Te lo estás tomando demasiado en serio —dijo Brad, detrás de él.

—¿Ah, sí? Pues entonces, ¿cómo puedes explicarlo?

Brad se encogió de hombros.

—¿Qué es lo que hay que explicar? Ross hacía preguntas y nosotros las contestábamos. Ha sido como otra clase cualquiera, sólo que tenías que sentarte erguido en la silla y luego ponerte de pie al lado del pupitre. Creo que estás haciendo una montaña de un granito de arena.

—No lo sé, Brad —dijo David, que se dio la vuelta y se separó del grupo.

—¿Adónde vas? —le preguntó Brian.

—Al retrete. Nos vemos en el comedor.

—Vale.

—Oye, no te olvides de sentarte erguido —gritó Brad, mientras los otros se echaban a reír.

David empujó la puerta del lavabo de los chicos. No sabía si Brad tenía razón. A lo mejor era verdad que le estaba dando demasiada importancia pero, por otro lado, sí que había tenido esa sensación, esa sensación de unidad de grupo. Esto, en la clase, podía no ser muy importante. Después de todo, lo único que hacían era contestar preguntas. Pero si este sentimiento de grupo, esta sensación de máxima energía se trasladaba a un equipo de fútbol americano, eso ya era otra cosa. En el equipo había buenos jugadores y a David le desesperaba que llevaran una temporada tan mala. No es que fueran malos, pero estaban desorganizados y tenían poco interés. David sabía que si podía conseguir que el equipo sintiera sólo la mitad de la motivación de la clase de historia del señor Ross de esa tarde, podía hacer pedazos a casi todos los demás equipos de la liga.

Cuando estaba en el retrete, David oyó el segundo timbre que avisaba a los alumnos de que iba a empezar la clase siguiente. Salió y, cuando se dirigía hacia los lavabos, vio que había otra persona y se paró. Todos habían salido ya y el único que quedaba era Robert. Estaba delante del espejo, metiéndose la camisa por dentro de los pantalones, sin darse cuenta de que no estaba solo. Mientras David le observaba, el perdedor de la clase se atusaba el pelo y se contemplaba en el espejo. Luego se movía repentinamente, como si le hubieran llamado, y movía los labios en silencio, como si todavía estuviera en la clase del señor Ross, contestando a las preguntas.

David se quedó allí, quieto, mientras Robert practicaba una y otra vez.

Por la noche, Christy Ross, con su camisón rojo, estaba sentada a un lado de la cama, cepillándose el pelo de color castaño rojizo. Ben estaba sacando el pijama de un cajón.

—Fíjate —dijo él—. Yo creía que iban a ponerse furiosos si les ordenaba que dieran vueltas y les obligaba a sentarse erguidos y a contestar preguntas. Pero resulta que les ha gustado, como si lo hubieran estado esperando toda la vida. Ha sido rarísimo.

—¿Y no crees que lo único que ha ocurrido es que se lo tomaron como un juego? —preguntó Christy—. Como una competición, para ver quién podía hacerlo más deprisa y mejor.

—Sí, en parte, claro que sí. Pero es que, aunque fuera un juego, puedes decidir si participar o no. No tenían por qué participar, pero querían hacerlo. Y lo más raro de todo ha sido que, cuando empezamos, entendí que querían seguir. Querían ser disciplinados. Y, en cuanto dominaban una cosa, ya querían otra. Cuando sonó el timbre al terminar la clase y vi que no se levantaban, comprendí que para ellos había sido algo más que un juego.

Christy dejó de cepillarse el pelo.

—¿Me estás diciendo que se quedaron sentados
después
de que sonara el timbre?

—Sí, así es.

Su mujer le miró con cierto escepticismo y luego sonrió, burlona.

—Ben, creo que has creado un monstruo.

—Venga ya —contestó Ben, riéndose.

Christy dejó el cepillo y se puso un poco de crema en la cara. Sentado al otro lado de la cama, Ben estaba poniéndose el pijama. Esperaba que su marido se inclinara para darle el beso de buenas noches de costumbre. Pero esta noche no llegaba. Ben seguía perdido en sus pensamientos.

—Ben.

—¿Sí?

—¿Piensas continuar mañana con esto?

—No creo. Tenemos que seguir con la campaña de Japón.

Christy tapó el tarro de la crema y se acomodó en la cama. Pero Ben, sentado al otro lado, seguía sin moverse. Le había contado a su mujer que le había sorprendido el entusiasmo de sus alumnos, pero lo que no le había contado era que él también lo había sentido. Le resultaba casi violento reconocer que él también podía sentirse arrastrado por un juego tan simple. Pero sabía que eso era lo que había pasado. Todo aquel intercambio feroz de preguntas y respuestas, la búsqueda de la disciplina perfecta... Había sido contagioso y, hasta cierto punto, fascinante. Había disfrutado con lo que habían conseguido sus chicos. Interesante, pensó mientras se metía en la cama.

6

Para Ben, lo que pasó al día siguiente fue extraordinario. En lugar de ser los alumnos los que iban entrando poco a poco en clase, después de sonar el timbre, fue él quien llegó tarde. Esa mañana se había olvidado los apuntes y el libro de Japón en el coche y había tenido que ir al parking a recogerlos. Al entrar en clase, esperaba encontrarse con una casa de locos, pero se llevó una sorpresa.

Había cinco filas de pupitres, bien alineadas, y siete pupitres por fila. Y en cada uno, un alumno sentado, erguido, con la misma postura que les había enseñado Ben el día anterior. Los alumnos estaban callados y Ross les contempló con inquietud. ¿Sería una broma? Aquí y allá vio algunas caras que trataban de contener la risa, pero predominaban las caras serias, atentas, concentradas, con la mirada al frente. Algunos chicos le miraban indecisos, esperando a ver si iba a seguir con el experimento. ¿Lo haría? Era una experiencia tan especial, tan distinta de lo habitual, que le atraía. ¿Qué podían aprender los chicos? ¿Qué podía aprender él? Ben sintió la tentación de lo desconocido y decidió que valía la pena continuar. Dejó a un lado los apuntes.

—Bueno, ¿qué está pasando aquí?

Los chicos parecían indecisos. Ben miró hacia el fondo de la clase.

—¿Robert?

Robert Billings se levantó enseguida y se puso al lado del pupitre. Tenía la camisa metida dentro del pantalón y estaba bien peinado.

—Señor Ross, disciplina.

—Sí, disciplina —dijo el señor Ross—. Pero eso no es más que una parte. Hay algo más.

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