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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (54 page)

BOOK: La Papisa
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Y lo más importante: León inició la restauración de San Pedro. El pórtico quemado y ennegrecido fue completamente reconstruido; las puertas, despojadas de sus metales preciosos por los sarracenos, fueron cubiertas con nuevas planchas de plata con multitud de anécdotas sagradas, labradas con asombrosa habilidad. El gran tesoro robado por los infieles fue reemplazado: el altar mayor fue cubierto con nuevas placas de plata y oro y decorado con un gran crucifijo de oro cuajado de perlas, esmeraldas y diamantes; encima, un ciborio de plata de más de doscientos kilos de peso fue colocado sobre cuatro grandes columnas del más puro mármol travertino ornamentadas con lirios de plata. El altar fue iluminado con lámparas suspendidas de cadenas de plata, adornadas con bolas de oro, y su luz parpadeante iluminaba un verdadero tesoro de cálices enjoyados, atriles de plata labrada, ricas tapicerías y cortinas de seda. La gran basílica resplandecía con una riqueza tal que mejoraba su magnificencia anterior.

Al ver las grandes cantidades de dinero que fluían del tesoro papal, Juana se sentía preocupada. Indudablemente, León había creado un altar de belleza formidable. Pero la mayoría de los que vivían a la vista de aquella maravilla pasaban sus días en una pobreza brutal y degradante. Una sola de las placas de plata maciza de San Pedro, fundida y hecha monedas, habría bastado para alimentar y vestir a toda la población del Campo de Marte durante un año. ¿La adoración de Dios realmente exigía aquel sacrificio?

Había sólo una persona en el mundo a quien Juana se atrevería a hacerle aquella pregunta. Cuando se la hizo, Geroldo meditó antes de responder.

—He oído decir —dijo al fin— que la belleza de un altar le da a un fiel una forma diferente de alimento, alimento para el alma, no para el cuerpo.

—Es difícil oír la voz de Dios por encima de los gemidos de un estómago vacío.

Geroldo sacudió la cabeza en un gesto cariñoso.

—No has cambiado. ¿Recuerdas la vez que le preguntaste a Odón cómo podía estar seguro de que la resurrección había tenido lugar ya que no había habido testigos oculares?

—Lo recuerdo. —Juana dobló una mano significativamente—. También recuerdo cómo me respondió.

—Cuando vi la herida que te había hecho —dijo Geroldo—, quise golpearlo… y lo habría hecho si no hubiera sabido que sólo habría empeorado las cosas para ti.

Juana sonrió.

—Siempre fuiste mi protector.

—Y tú —bromeó él— siempre tuviste alma de hereje.

Siempre habían podido hablar así, libres de toda prohibición. Era parte de la especial intimidad que los había unido desde el principio.

En aquel momento él la miraba con calidez familiar. Juana, por su parte, lo sentía profundamente; sentía su cercanía como un contacto sobre la piel desnuda. Pero para entonces ya tenía mucha práctica en disimular sus sentimientos.

Le señaló un montón de escritos sobre la mesa que había entre ambos.

—Debo atender todas estas peticiones.

—¿No debería hacerlo León? —preguntó Geroldo.

—Me ha pedido que lo haga yo.

Últimamente, León estaba delegando más y más sus responsabilidades cotidianas en ella para poder dedicarse a sus planes de reconstrucción. Juana se había vuelto el embajador de León ante el pueblo; era tan habitual verla yendo a cumplir sus deberes de caridad en los diferentes barrios de la ciudad que se la saludaba por todas partes como «el pequeño papa», y recibía algo del afecto reservado para el propio León.

Cuando tocó el montón de papeles la mano de Geroldo rozó la suya. Ella la retiró violentamente como si se hubiera quemado.

—Yo… creo que tengo que irme —dijo torpemente. Se sintió inmensamente aliviada, y un poco decepcionada, cuando notó que él no la seguía.

Gracias al éxito de la Muralla Leonina y la renovación de San Pedro, la popularidad de León crecía. Se le llamaba
Restaurator Urbis
, el Restaurador de la Ciudad. Era un segundo Adriano, decía el pueblo, un segundo Aurelio. Por donde fuera, las multitudes lo aclamaban. Roma resonaba con sus alabanzas.

Salvo en el palacio de la colina Palatina donde Arsenio esperaba con impaciencia cada vez mayor el día en que pudiera hacer volver a Anastasio.

Las cosas no habían salido como él esperaba. No había modo de deponer a León del trono como había esperado; ni esperanza alguna de que quedara vacante por el feliz accidente de la muerte: saludable y vigoroso, daba la impresión de que viviría eternamente.

Y la familia había sufrido otro golpe. La semana anterior había muerto Eleuterio, el segundo hijo de Arsenio. Iba a caballo por la Vía Recta cuando un cerdo se metió entre las patas del caballo, que tropezó e hizo caer a Eleuterio; el resultado fue un corte en el muslo que al principio no preocupó a nadie porque era superficial. Pero las desgracias nunca vienen solas. La herida se infectó. Arsenio llamó a Enodio, que sangró profusamente a Eleuterio sin obtener ninguna mejoría. En dos días, su hijo estaba muerto. Arsenio ordenó de inmediato la búsqueda del dueño del cerdo; cuando fue hallado, le mandó cortar el cuello de oreja a oreja. Pero la venganza no era consuelo porque no podía devolver la vida a Eleuterio.

No es que hubiera habido mucho amor entre padre e hijo. Eleuterio era lo más opuesto a su hermano: blando, perezoso e indisciplinado ya desde niño, había rechazado con desdén la oferta de Arsenio de una educación clerical y había elegido en su lugar las gratificaciones más inmediatas de una existencia laica: mujeres, vino, juego y otras formas de libertinaje.

No. Arsenio lloraba a Eleuterio no por el hombre que había sido o el que habría podido ser con el tiempo, sino por lo que había representado: otra rama del árbol familiar, una rama que podría haber dado frutos prometedores.

Durante siglos, la suya había sido la primera familia de Roma. Arsenio podía rastrear sus ancestros en línea directa hasta el mismo César Augusto. Pero esta ilustre herencia estaba manchada por el fracaso porque ninguno de sus nobles hijos había alcanzado el premio supremo de Roma: el trono de san Pedro. ¿Cuántos hombres inferiores se habían sentado en aquel trono?, pensaba Arsenio con amargura, y ¿con qué trágicos resultados? Roma, una vez la maravilla del mundo, había caído en una ruinosa y vergonzosa decadencia. Los bizantinos se burlaban de ella abiertamente, comparándola con el refulgente esplendor de su propia Constantinopla. ¿Quién si no alguien de la familia de Arsenio, heredera de César, podría haber devuelto a la ciudad su antigua grandeza?

Pero Eleuterio ya no estaba. Anastasio era el último de la estirpe, la única posibilidad de que la familia pudiera redimir su honor y el de Roma.

Y Anastasio estaba exiliado en Franconia.

Arsenio sentía una negra desesperación muy cerca de él. Pero se la quitó de encima con brusquedad, como un manto indeseable. La grandeza no esperaba la oportunidad: la creaba. Los que querían gobernar debían estar dispuestos a pagar el precio del poder, por grande que fuera.

Durante la misa del día de la festividad de San Juan Bautista, Juana notó por primera vez algo que no estaba bien en León. Las manos le temblaban cuando recibía la ofrenda y titubeó de forma extraña durante el
Nobis quoque peccatoribus.

Cuando Juana lo interrogó después, no le dio importancia a los síntomas, achacándolos al calor y la indigestión.

Al día siguiente no estaba mejor, ni al siguiente, ni al otro. Le dolía la cabeza constantemente y se quejaba de dolores y ardores en las manos y los pies. Cada día se debilitaba un poco más; cada día le costaba más levantarse de la cama. Juana se alarmó. Probó todo remedio conocido para enfermedades consuntivas. Nada ayudó. León seguía deslizándose hacia la muerte.

Las voces del coro subían pesadamente en el
Te deum
, el cántico final de la misa. Anastasio mantenía la cara inexpresiva, tratando de no hacer muecas por el ruido. Aún no se había acostumbrado al canto franco, cuyos tonos extraños le herían los oídos como el graznido de los cuervos. Recordando las puras y dulces armonías del canto romano sentía un profunda punzada de nostalgia.

Y no es que hubiera desperdiciado su tiempo allí en Aquisgrán. Siguiendo las instrucciones de su padre, se había puesto en marcha para ganarse el apoyo del emperador. Empezó por cortejar a los amigos e íntimos de Lotario y por hacerse agradable a Ermengarda, la esposa del emperador. Era asiduo en la lisonja a la nobleza franca, a la que impresionaba con su conocimiento de la escritura y especialmente del griego, saber que era muy raro. Ermengarda y sus amigos intercedieron ante el emperador y Anastasio fue readmitido a la presencia real. Cualquier duda o resentimiento que hubiera podido albergar Lotario contra él quedó olvidado; Anastasio volvía a gozar de la confianza y el apoyo del emperador.

«He hecho todo lo que mi padre me pidió y más. Pero ¿cuándo vendrá mi recompensa?». Había momentos, como aquél, en que Anastasio temía que pudieran dejarlo languidecer para siempre en aquella tierra bárbara y fría.

Al volver a sus aposentos después de la misa, descubrió que había llegado una carta en su ausencia. Al reconocer la letra de su padre cogió un cuchillo y se apresuró a romper el sello. Leyó las primeras líneas y sus ojos se llenaron de lágrimas de felicidad.

«El momento ha llegado —había escrito su padre—. Ven a reclamar tu destino».

León estaba en la cama de costado, con las rodillas encogidas a causa de los agudos dolores que sentía en el estómago. Juana preparó una poción emoliente de claras de huevo batidas en leche azucarada a la que añadió un poco de hinojo como carminativo. Lo observó mientras la bebía.

—Está bueno —dijo él.

Esperó a ver si no lo devolvía. No lo hizo y durmió mejor de lo que lo había hecho durante semanas. Cuando se despertó, horas más tarde, se sentía mejor.

Juana decidió ponerlo a dieta de la poción, eliminando toda otra comida y bebida.

Waldipert protestó.

—Está débil; seguramente necesita algo más sustancioso para preservar sus fuerzas.

—El tratamiento lo está ayudando —respondió Juana con firmeza—. No debe tomar nada más que la poción.

Al ver la decisión pintada en sus ojos, Waldipert retrocedió.

—Como tú digas,
nomenclator
.

Durante una semana, León siguió mejorando. Los dolores desaparecieron, el color volvió a sus mejillas y hasta pareció que recuperaba algo de su vieja energía. Cuando Juana le llevaba cada noche su dosis diaria de la poción restauradora, León la miraba con ojos tristes.

—¿Qué tal un pastel de carne en lugar de eso?

—Estáis recobrando el apetito, lo que es buena señal. Pero no hay que acelerarse. Os veré por la mañana; si seguís con hambre os dejaré tomar un poco de sopa.

—Tirano —respondió León.

Ella sonrió. Era bueno que volviera a bromear.

Temprano, a la mañana siguiente, supo que León había sufrido una recaída. Estaba en la cama quejándose, con demasiado dolor para responderle cuando ella lo interrogó.

Se apresuró a preparar otra dosis de poción emoliente. Mientras lo hacía, su mirada cayó sobre un plato vacío con migajas sobre la mesa junto a la cama.

—¿Qué es eso? —le preguntó a Renato, el chambelán personal de León.

—Es el pastel de carne que tú le enviaste —replicó el muchacho.

—Yo no envié nada —dijo Juana.

Renato parecía confundido.

—Pero… el señor
vicedominus
dijo que lo habías ordenado especialmente.

Juana miró a León doblado en dos por el dolor. Tuvo una horrible sospecha.

—¡Corre! —le dijo a Renato—. Llama al
superista
y a los guardias. Que Waldipert no salga del palacio.

El chico vaciló sólo un instante y salió corriendo.

Con manos trémulas, Juana preparó un fuerte emético de mostaza y raíz de saúco y lo introdujo con cuchara en la boca rígida de León. En un momento los espasmos se apoderaron de él; todo el cuerpo se sacudía convulsivamente, pero despidió sólo un poco de bilis verdosa.

«Demasiado tarde. El veneno ya ha dejado el estómago». Juana vio con angustia que había empezado su labor mortífera, endureciendo los músculos de la mandíbula y la garganta de León, estrangulándolo.

En su desesperación trató de pensar algo más que hacer.

Geroldo ordenó que se buscara en cada cuarto del palacio. A Waldipert no lo encontraron. Inmediatamente se le declaró criminal y fugitivo y se inició una cacería intensa en toda la ciudad y el campo vecino. Pero buscaban en vano; Waldipert había desaparecido por completo.

Cuando estaban a punto de abandonar la búsqueda lo encontraron. Estaba flotando en el Tíber con el cuello cortado de oreja a oreja y el gesto fijo en una mueca de sorpresa.

El clero y los altos funcionarios de Roma se habían reunido en la cámara papal. Se apretujaban a los pies de la cama para consolarse con la cercanía de los otros.

Las lámparas de aceite de amapola ardían en sus soportes de plata. Con la primera luz del alba, el chambelán mayor fue a apagarlas. Juana vio cómo el anciano soltaba las cuerdas y bajaba los anillos con el mayor cuidado para que no se perdiera nada de la preciosa sustancia. Aquel simple gesto doméstico parecía curiosamente fuera de lugar en la atmósfera cargada del cuarto.

Juana no había esperado que León sobreviviera hasta el alba. Hacía mucho rato que había dejado de responder a la voz o al tacto. Durante horas, su respiración había seguido el mismo ritmo inexorable, volviéndose más ruidoso hasta aumentar el tono de modo alarmante y entonces bruscamente cesaba. Había una pausa durante la cual nadie en el cuarto respiraba; y el terrible ciclo volvía a empezar.

Un movimiento le llamó la atención. Al otro lado del cuarto, Eustaquio, el arcipreste, estaba llorando apretándose la boca con una manga para ahogar el sonido.

León soltó una larga y sonora exhalación y quedó en silencio. El silencio se prolongó más y más. Juana fue a la cama. La vida se había extinguido en el rostro de León. Le cerró los ojos y cayó de rodillas al lado de la cama.

Eustaquio soltó un grito de dolor. Los obispos y
optimates
se arrodillaron a rezar. Pascual, el
primicerius
, se persignó y salió a llevar la noticia a quienes esperaban fuera.

León,
Pontifex maximus, Servus Servorum Dei
, primado de los obispos de la Iglesia y papa de Roma, había muerto. Fuera del palacio empezaba el llanto.

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