La piel de zapa (31 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: La piel de zapa
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El alemán tomó un martillo de forja, colocó la piel sobre un yunque, y con toda la fuerza que da la cólera, descargó sobre el talismán el más formidable mazazo que jamás atronara sus talleres.

—¡Cómo si no! —exclamó Planchette, pasando la mano por la rebelde zapa.

Los operarios acudieron. El contramaestre cogió la piel y la sumergió en las profundidades del hornillo de una fragua. Formados todos en semicírculo, frente al hogar, esperaron con impaciencia el funcionamiento de un enorme fuelle. Rafael, Spieghalter y el profesor Planchette, ocuparon el centro del tiznado y atento grupo. Al contemplar aquellos ojos, cuya blancura resaltaba en las caras ennegrecidas por el polvillo del hierro y del carbón, aquellas blusas obscuras y grasientas, aquellos velludos pechos, Rafael se creyó transportado al mundo nocturno y fantástico de las baladas alemanas. El contramaestre retiró la piel con unas tenazas, después de someterla, durante diez minutos a la acción del fuego.

—Démela usted —dijo Rafael.

El contramaestre la presentó en broma al marqués, quien la volteó entre sus manos, fría y flexible. Los obreros huyeron despavoridos, prorrumpiendo en un grito de horror, y Rafael quedó solo con Planchette en la desierta nave del taller.

—¡No hay duda! —exclamó Rafael, en tono desesperado—; todo esto tiene algo de diabólico. ¡No existe poder humano capaz de alargar mi vida un solo día!

—Caballero —declaró el matemático en actitud contrita—, he cometido un error. Hemos debido someter esta rarísima piel a la acción de un laminador. ¿Dónde tendría yo la cabeza, al proponerle una presión?

—Fui yo quien la solicité —replicó Rafael.

El sabio respiró, como reo absuelto por el jurado. Sin embargo, intrigado por el extraño problema que le planteaba la tal piel, reflexionó un momento y dijo:

—Es preciso tratar esta substancia desconocida por medio de reactives. Vamos a ver a Jafet. Quizá la Química sea más afortunada que la Mecánica.

Valentín avivó el trote del caballo de su carruaje, ansioso de encontrar en su laboratorio al famoso químico Jafet.

—¡Hola, chico! —dijo Planchette saludando a Jafet, que, sentado en un sillón, contemplaba un precipitado—. ¿Cómo va esa Química?

—Dormida. No hay nada nuevo. Únicamente la Academia ha reconocido la existencia de la salicina. Pero ni la salicina, ni la aspergina, ni la vanquelina, ni la digitalina, pueden considerarse como verdaderos descubrimientos.

—Pero cuando menos —objetó Rafael—, en la imposibilidad de inventar productos, se limitan ustedes a inventar nombres.

—¡Tiene usted mucha razón, joven!

—Vamos a ver si puedes descomponernos esta substancia —dijo el profesor Planchette al químico—. Si extraes de ella un principio cualquiera, le denomino por anticipado «diabolina», porque, al pretender comprimirla, acabamos de hacer trizas una prensa hidráulica.

—¡Venga! ¡Venga! —exclamó gozoso el químico—. Quizá sea un nuevo cuerpo simple.

—No, señor —contestó Rafael—, es simplemente un trozo de piel de asno.

—¡Caballero! —repuso con gravedad el célebre químico.

—No lo tome usted a burla —replicó el marqués, entregándole la piel de zapa.

El eminente Jafet aplicó a la piel las sensibles papilas de su lengua, tan hábil en la degustación de sales, ácidos, álcalis y gases, y dijo, después de unas cuantas pruebas:

—¡No sabe a nada! Vamos a rociarla con ácido ftórico.

La piel, sometida a la acción de tal principio, tan rápido en descomponer los tejidos animales, no experimentó la menor alteración.

—Esto no es zapa —declaró el químico—. Trataremos a este misterioso incógnito a estilo de mineral, y le sentaremos las costuras metiéndole en un crisol infusible, en el que, precisamente, tengo potasa roja.

Jafet salió y volvió a los pocos instantes.

—Caballero —consultó a Rafael—, permítame usted cortar un trozo de esta substancia tan especial; es un caso tan extraordinario…

—¡Un trozo! —exclamó Rafael—. ¡Ni siquiera la equivalencia de un cabello! Sin embargo, inténtelo usted —añadió con aire triste y zumbón a la par.

El sabio melló una navaja de afeitar al pretender cortar la piel; luego, trató de romperla por medio de una descarga eléctrica; seguidamente, la sometió a la acción de la pila voltaica; pero todos los rayos de su ciencia se estrellaron contra el terrible talismán.

Eran las siete de la tarde. Planchette, Jafet y Rafael, sin advertir el transcurso del tiempo, aguardaban el resultado de un último y supremo experimento. La zapa salió incólume de un espantoso choque producido por una proporcionada cantidad de cloruro de nitrógeno.

—¡Estoy perdido! —exclamó Rafael—. Indudablemente, anda mezclada en esto la mano de Dios. ¡Muero sin remisión!

Y salió, dejando a los dos sabios estupefactos.

—Nos guardaremos bien de contar esta aventura en la Academia, porque nuestros colegas se burlarían de nosotros —dijo Planchette al químico después de un prolongado silencio, durante el cual permanecieron mirándose mutuamente, sin atreverse a comunicarse sus pensamientos.

Ambos académicos se hallaban como creyentes salidos de sus tumbas, que no encuentran la mansión celeste. ¿La ciencia? ¡Impotente! ¿Los ácidos? ¡Agua clara! ¿La potasa roja? ¡Desacreditada! ¿La pila voltaica y la chispa eléctrica? ¡Un par de dominguillos!

—¡Una prensa hidráulica, deshecha como una sopa! —siguió comentando Planchette.

—¡Creo en el diablo! —exclamó el insigne Jafet, después de un breve silencio.

—¡Y yo en Dios! —contestó Planchette.

Y ambos estaban en su papel. Para un mecánico, el Universo es una máquina que requiere un obrero: para la química, esa labor infernal que va descomponiéndolo todo, el Mundo es un fluido dotado de movimiento.

—El hecho es innegable —repuso el químico.

—¡Bah! —contestó el mecánico—, para consolarnos, los señores doctrinarios han instituido el nebuloso axioma: «Brutal como un hecho».

—¡El tal axioma sí que me parece hecho a lo bruto!

Y, echándose a reír, ambos se fueron a comer juntos, como gentes que no ven más que un fenómeno en un milagro.

De regreso en su casa, Valentín se sintió invadido por una ira reconcentrada; ya no creía en nada, las ideas bullían en su cerebro, giraban y vacilaban, como las de todo hombre antes un hecho imposible. Supuso desde luego cualquier defecto desconocido en la máquina de Spieghalter; no le admiró la impotencia del fuego y de la ciencia; pero le causaba espanto la flexibilidad de la piel entre sus manos, y su rigidez al ser sometida a los medios destructores puestos a disposición del hombre. Aquel hecho incontestable le producía vértigos.

—¡Acabaré loco! —exclamó para sí—. Aunque todavía estoy en ayunas, no tengo hambre ni sed, pero siento en el pecho un fuego que me abrasa.

Y después de volver a su marco la piel de zapa y de trazar con tinta roja el contorno actual del talismán, se acomodó en un sillón.

—Son las ocho —dijo—. Se me ha pasado el día en un soplo. Y descansando el codo en el brazo del mueble, apoyó la cabeza en su mano izquierda y permaneció embebido en una de esas meditaciones, cuyo secreto se llevan a la tumba los condenados a muerte.

—¡Pobre Paulina! —murmuró—. Hay abismos que no es capaz de franquear el amor, a pesar de la fuerza de sus alas.

En aquel momento percibió distintamente un suspiro ahogado, reconociendo, por uno de esos tiernos privilegios de la pasión, el hálito de su Paulina.

—¡Esa es mi sentencia! —exclamó—. Si ella estuviese aquí, desearía morir en sus brazos.

Una carcajada franca, regocijada, sonora, le hizo volver la cabeza hacia su lecho, viendo a través de las diáfanas cortinas el rostro de Paulina, sonriente, como un niño satisfecho del buen éxito de una travesura. Su hermosa cabellera caía en bucles sobre sus hombros. Parecía una rosa de Bengala, entre un montón de rosas blancas.

—He sobornado a Jonatás —dijo—. ¿Acaso no me pertenece este lecho, siendo tu mujercita? ¡No me riñas, nene! Sólo quería dormir junto a ti, sorprenderte.

Y saltando de la cama, con la ligereza de un gato, se mostró radiante bajo la envoltura de las finas batistas y se sentó sobre las rodillas de Rafael.

—¿De qué abismo hablabas, amor mío? —le preguntó, dejando asomar a su frente una sombra de preocupación.

—¡De la muerte!

—¡No me atormentes! Hay ciertas ideas, en las que nosotras, pobres mujeres, no podemos fijarnos, porque nos matan. ¿Es exceso de cariño, o falta de valor? No lo sé. Y no es que me asuste la muerte —añadió riendo—. Morir contigo mañana mismo, unidos en un beso postrero, sería una dicha. Me parecería haber vivido más de cien años. ¿Qué importa el número de días, si en una noche, en una huta, hemos agotado toda una vida de aventura y de amor?

—Tienes razón —contestó Rafael—. El Cielo habla por tu linda boca. ¡Déjame besarla y muramos!

—¡Pues, a ello! —replicó Paulina riendo.

Al penetrar la luz del nuevo día, aunque amortiguada por las persianas y por los cortinajes, permitió ver los vivos colores de la alfombra y del tapizado de seda de los muebles del aposento en que descansaban los dos amantes. Un rayo de sol daba de lleno en el mullido edredón, lanzado al suelo en los espasmos amorosos. El vestido de Paulina, suspendido ante la luna de un gran espejo volante, se reflejaba en ella como una aparición misteriosa. Sus diminutos zapatos estaban tirados lejos del lecho. A las nueve, se posó un ruiseñor en la barandilla del balcón, y sus repetidos gorjeos y el ruido de sus alas, súbitamente desplegadas al levantar el vuelo, despertaron a Rafael.

—Para morir —dijo, terminando un pensamiento comenzado en un sueño— es preciso que mi organismo, este mecanismo de carne y hueso animado por mi voluntad, y que hace de mí un individuo de la especie humana, presente una lesión apreciable. Los médicos deben conocer los síntomas de la vitalidad atacada y poder decirme si estoy sano o enfermo.

Y contempló a su compañera, que dormía rodeándole el cuello con el brazo, expresando así durante el sueño las tiernas solicitudes del amor. Graciosamente tendida como un niño y con la cara vuelta hacia él, Paulina parecía mirar aún, ofreciéndole una preciosa boca entreabierta por una respiración acompasada y tranquila. Sus dientecillos de porcelana realzaban el carmín de sus labios, por los que vagaba una sonrisa. El arrebol de su tez era más vivo y su blancura, por decirlo así, más blanca en aquel momento que en las más amorosas horas del día. Su gentil abandono, tan lleno de confianza, unía al encanto del amor los adorables atractivos de la infancia dormida. Las mujeres, hasta las más ingenuas, obedecen aún durante el día a ciertos convencionalismos sociales, que encadenan las francas expansiones de su alma; pero el sueño parece reintegrarlas a la espontaneidad de vida que caracteriza la primera edad. Paulina no se sonrojaba por nada, como una de esas caras y celestiales criaturas, en las que la razón no ha imbuido todavía afectación en los gestos ni doblez en la mirada. Su perfil se destacaba vivamente sobre la fina batista de las almohadas, y los rizos de los amplios encajes se mezclaban con los de sus cabellos en desorden, dándole cierto aire picaresco. Habíase dormido en el placer: sus largas pestañas reposaban sobre las mejillas, como para preservar su vista de un resplandor demasiado intenso o para contribuir a ese recogimiento del alma que trata de retener una voluptuosidad completa, pero pasajera. Su linda y sonrosada orejilla, encuadrada por un mechón de cabellos y dibujada entre las blondas de Malinas, hubiera enloquecido de amor a un artista, a un pintor, a un decrépito, y quizá hubiera restituido el juicio a un insensato.

¿Cabe goce mayor que contemplar dormida a la mujer amada, sonriendo en su sueño, tranquila bajo nuestra protección, amándonos hasta mientras reposa, en el momento en que la criatura parece haber cesado de ser, y ofreciéndonos aún unos labios callados, que se agitan entre sueños hablando del último beso; ver a una mujer confiada, semidesnuda, pero envuelta en su amor como en un manto y casta en el seno del desorden; admirar sus ropas esparcidas, un bajo de seda quitado la víspera para complacernos, un corsé desatado, que acusa una fe infinita? Ese corsé es todo un poema; la mujer cuya cintura ceñía ya no existe; nos pertenece, la hemos hecho nuestra, constituye parte integrante de nuestra personalidad; en lo sucesivo, al engañarla, nos ofendemos a nosotros mismos.

Rafael contempló enternecido aquella estancia saturada de amor, llena de recuerdos, donde la luz tomaba tintes voluptuosos, y volvió de nuevo sus ojos a aquella mujer de formas puras y juveniles, palpitante de pasión todavía, y cuyos sentimientos, sobre todo, eran exclusivamente para él. Entonces, deseó continuar viviendo. Cuando su mirada cayó sobre Paulina, la muchacha se despertó inmediatamente, como si hubiera herido sus pupilas un rayo de sol.

—Buenos días, palomito mío —dijo riendo—. ¡Qué guapo estás, picarón!

Aquellas dos cabezas, impregnadas de una gracia debida al amor, a la juventud, a la penumbra y al silencio, formaban una de esas divinas escenas cuya magia transitoria pertenece únicamente a los primeros días de la pasión, del propio modo que la inocencia y el candor son los atributos de la infancia. ¡Ay! Esas alegrías primaverales del amor, como las risas de nuestra niñez, huirán, y vivirán tan sólo en nuestro recuerdo para desesperarnos o para derramar sobre nosotros algún bálsamo consolador, según los caprichos de nuestras íntimas meditaciones.

—¿Por qué te has despertado? —preguntó Rafael—. Me halagaba tanto contemplar tu sueño, que hasta lloraba.

—También he llorado yo esta noche, al contemplarte en reposo, pero no de alegría —contestó Paulina—. ¡Oye, Rafael! Cuando duermes, tu respiración no es franca; hay en tu pecho algo que resuena y que me da miedo. Durante tu sueño, tienes una tosecilla seca, semejante en absoluto a la de mi padre, que padece una tisis que le consume. He reconocido en tus pulmones algunos de los efectos extraños de la fatal dolencia. Además, estoy segura de que tienes fiebre; tu mano estaba húmeda y ardorosa. Sin embargo, tú eres joven —añadió temblando—, y aun podrías curarte, si por desgracia… ¡Pero no! —exclamó cambiando de tono—, ¡no hay tal desgracia! Esa enfermedad se contagia, según dicen los médicos.

Y enlazó a Rafael con sus dos brazos, aspirando su aliento en uno de esos besos en que el alma sube a los labios.

—No deseo envejecer —dijo—. Muramos jóvenes los dos, y ascendamos al cielo entre guirnaldas de flores.

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