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Authors: Arturo Pérez-Reverte
Un pirata informático que se infiltra en el Vaticano. Una iglesia barroca, en Sevilla, que mata para defenderse. Tres pintorescos malvados que aspiran a mantener viva la copla española. Una bella aristócrata andaluza. Un apuesto sacerdote-agente especialista en asuntos sucios. Un banquero celoso y su secretario ludópata. Una septuagenaria que bebe coca-cola. La tarjeta postal de una mujer muerta un siglo atrás. Y el misterioso legado del capitán Xaloc, último corsario español, desaparecido frente a las costas de Cuba en 1898.
Con esos ingredientes, Arturo Pérez-Reverte construye en La piel del tambor una ingeniosa, compleja y fascinante trama novelesca. Con su imaginación desbordante, su espectacular dominio de la ingeniería narrativa y de los diversos géneros superpuestos —misterio, policíaco, historia, romanticismo, aventura, folletín— el autor nos sumerge sin aliento en una historia que corta al lector cualquier posible retirada, arrastrándolo a un enigma cuya clave se esconde a la sombra de los viejos muelles del Guadalquivir; donde todavía hoy, en las noches de luna llena, sombras de mujer agitan sus pañuelos y goletas tripuladas por fantasmas siguen zarpando rumbo a las Antillas.
Arturo Pérez-Reverte
La piel del tambor
ePUB v1.2
ivicgto17.02.12
Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. de C.V.
De esta edición: agosto de 1996
1995, Arturo Pérez-Reverte
ISBN: 968-19-0286-6
A Amaya, por su amistad.
A Juan, por su acoso.
A Rodolfo, por la parte que le toca.
Clérigos, banqueros, piratas, duquesas y malandrines, los personajes y situaciones de esta novela son imaginarios, y cualquier relación con personas o hechos reales debe considerarse accidental. Todo aquí es ficticio, excepto el escenario. Nadie podría inventarse una ciudad como Sevilla.
El pirata informático se infiltró en el sistema central del Vaticano once minutos antes de la medianoche. Treinta y cinco segundos más tarde, uno de los ordenadores conectados a la red principal dio la alarma. Fue sólo un parpadeo en la pantalla del monitor, anunciando la puesta automática en funcionamiento del control de seguridad ante una intromisión exterior. Después, las letras HK aparecieron en un ángulo de la pantalla, y el funcionario de guardia, un jesuita que en ese momento trabajaba en la incorporación de datos sobre el último censo del Estado Pontificio, descolgó el teléfono para avisar al jefe de servicio.
—Tenemos un
hacker
—anunció.
Abrochándose la sotana, el padre Ignacio Arregui, otro jesuita, salió al pasillo para recorrer los cincuenta metros hasta la sala de ordenadores. Era huesudo y flaco, con zapatos que crujían bajo los frescos en penumbra. Mientras caminaba echó un vistazo a través de las ventanas, hacia la desierta Vía della Tipografía y la fachada oscura del palacio Belvedere, y murmuró discretamente, entre dientes. Su malhumor provenía más de haber sido despertado mientras descabezaba un sueño que de la aparición del intruso. Las incursiones de éstos eran frecuentes, pero inofensivas. Solían limitarse al perímetro de seguridad exterior, dejando leves huellas de su paso: mensajes o pequeños virus. A un pirata informático —
hacker
en jerga técnica— le gustaba que los demás supieran que había estado allí. Por lo general se trataba de chicos muy jóvenes, aficionados a viajar a través de las líneas telefónicas explorando los sistemas ajenos en busca del más difícil todavía. Para los yonquis del chip, adictos de la alta tecnología, probar suerte con el Chase Manhattan Bank, el Pentágono o el Vaticano, suponía siempre una excitante aventura.
El funcionario de guardia era el padre Cooey, otro jesuita irlandés, joven y grueso, que usaba lentes. Fruncía el ceño con preocupación, inclinado sobre las teclas de su ordenador tras el rastro informático del pirata. Cuando llegó a su lado, el padre Arregui vio que levantaba los ojos con expresión de alivio. La luz de su lámpara de trabajo le iluminaba la parte inferior del rostro.
—No sabe lo que me alegra verlo, padre.
El superior se situó a un lado, apoyando las manos bajo la luz en la mesa, atento a la pantalla donde parpadeaban iconos en azul y rojo. El sistema de búsqueda automática mantenía contacto permanente con la señal del intruso.
—¿Es grave?
—Puede que sí.
Sólo una vez en los últimos dos años había sido grave, cuando un pirata logró infiltrar un gusano informático en la red vaticana. Los gusanos eran ficheros destinados a multiplicarse en el espacio del sistema hasta bloquearlo, y en aquel caso limpiar la red y reparar los daños fue cuestión de medio millón de dólares. Identificado tras una larga y compleja búsqueda, el pirata resultó un chico de dieciséis años residente en un pueblecito de la costa holandesa. Otros intentos serios de infiltrar virus o programas asesinos habían sido abortados en su inicio: un joven mormón de Salt Lake City, una sociedad islámica integrista con sede en Estambul, un cura loco, enemigo del celibato, que utilizaba por las noches el ordenador del manicomio. El cura, un francés, los tuvo en jaque durante mes y medio, y lograron neutralizarlo cuando ya había infectado cuarenta y dos ficheros con un virus que bloqueaba las pantallas a base de insultos en latín.
El padre Arregui puso un dedo sobre el cursor que parpadeaba en rojo:
—¿Es nuestro
hacker
?
—Sí.
—¿Qué nombre le ha asignado?
Siempre le daban un nombre a cada uno, a efectos de identificación y seguimiento; muchos eran viejos conocidos. El padre Cooey señaló una línea en el ángulo inferior derecho de la pantalla:
—
Vísperas
, por la hora. Es lo primero que se me ocurrió.
En el monitor se apagaron unos ficheros y se encendieron otros. Cooey los miró con atención y después llevó el cursor del ratón hasta uno de ellos para pulsar dos veces. Ahora que tenía cerca a un superior en quien descargar la responsabilidad, su actitud era distinta: más relajada y a la expectativa. Para un veterano informático, y aquel joven lo era, la actuación de un pirata suponía siempre un desafío profesional.
—Hace diez minutos que está ahí —dijo, y el padre Arregui creyó percibir un eco de admiración contenida—. Al principio se limitó a recorrer las distintas entradas, explorando. De pronto se coló dentro. Ya conocía el camino; sin duda nos ha visitado antes.
—¿Qué intenciones tiene?
Cooey se encogió de hombros.
—No lo sé. Pero trabaja bien y rápido, con un triple sistema para eludir nuestras defensas: empieza probando permutaciones simples de nombres de usuario conocidos, y después nombres de nuestro propio diccionario y una lista de 432 contraseñas —al llegar a este punto el jesuita torció ligeramente la boca, como para reprimir una sonrisa inoportuna—. Ahora está explorando las entradas a INMAVAT.
Inquieto, el padre Arregui tamborileó con las uñas sobre uno de los manuales técnicos que cubrían la mesa. INMAVAT era una lista reservada de altos cargos de la Curia vaticana. Sólo se entraba en ella mediante una clave personal y secreta.
—¿Escáner de seguimiento? —sugirió.
Cooey señalaba con el mentón la pantalla de otro monitor encendido en la mesa contigua. Ya he pensado en eso, decía el gesto. Conectado con la policía y con la red telefónica vaticana, aquel sistema registraba todos los datos relativos a la señal del infiltrado; incluso disponía de una trampa para
hackers
, una serie de recorridos señuelo en cuyos meandros se demoraban los intrusos dejando pistas que permitían su localización e identificación.
—No conseguiremos gran cosa —opinó Cooey al cabo de unos instantes—.
Vísperas
ha disfrazado su punto de entrada en el sistema saltando por diversas redes telefónicas. Cada vez que hace un bucle a través de una de ellas, hay que rastrearla hasta el conmutador de entrada... Tendría que quedarse mucho tiempo para que consigamos algo. Y a pesar de eso, si lo que pretende es hacer daño, lo hará.
—¿Qué otra cosa puede querer?
—No sé —la mueca entre curiosa y divertida volvió a insinuarse en la boca del joven, desvaneciéndose apenas alzó la cabeza—. A veces se contentan con curiosear, o dejan un mensaje. Ya sabe:
Capitán Zap estuvo aquí
, y cosas por el estilo —hizo una pausa, observando el monitor—. Aunque éste se toma mucho trabajo para un simple paseo.
El padre Arregui afirmó dos veces mientras seguía, absorto, las incidencias de la señal en la pantalla. Después pareció volver en sí, miró el teléfono iluminado en el cono de luz de la lámpara e hizo gesto de alargar una mano hacia el auricular; pero se detuvo a medio camino.
—¿Cree que va a entrar en INMAVAT?
Cooey señaló la pantalla de su ordenador.
—Acaba de hacerlo —dijo.
—Cielo santo.
Ahora el cursor rojo parpadeaba a toda velocidad, recorriendo rápidamente una larga fila de archivos que desfilaban por la pantalla.
—Es bueno —dijo Cooey, ya sin disimular su admiración—. Que Dios me perdone, pero este
hacker
es muy bueno —hizo una pausa y sonrió—. Endiabladamente bueno.
Se había olvidado del teclado y, de codos sobre la mesa, observaba. La lista de acceso restringido estaba ante sus ojos, al descubierto. Ochenta y cuatro cardenales y altos funcionarios, cada uno representado con su correspondiente código. El cursor recorrió la lista de arriba abajo, dos veces, y después se detuvo con un parpadeo en la línea marcada V01A.
—Ah, el maldito —murmuró el padre Arregui.
El registro de transferencia indicaba un aumento progresivo en la memoria interna; eso indicaba que el intruso había hecho saltar la clave de seguridad e infiltraba un archivo pirata en el sistema.
—¿Quién es V01A? —preguntó Cooey.
No obtuvo respuesta inmediata. Desabrochándose el cuello redondo de la sotana, el padre Arregui se pasó una mano por la nuca y miró de nuevo, incrédulo, la pantalla del monitor. Después descolgó el teléfono muy despacio y, tras dudar todavía un instante, marcó el número de urgencia de la secretaría del Palacio Apostólico. El timbre sonó siete veces antes que una voz respondiese en italiano. Entonces el padre Arregui se aclaró la garganta, e informó que un intruso había entrado en el ordenador personal del Santo Padre.
Por algo lleva la espada. Es el agente de Dios.
(Bernardo de Claraval.
Elogio de la milicia templaria
)
Fue a primeros de mayo cuando Lorenzo Quart recibió la orden que había de llevarlo a Sevilla. Una borrasca se desplazaba hacia el Mediterráneo oriental, y el frente de lluvias discurría aquella mañana sobre la plaza de San Pedro de Roma; así que Quart tuyo que caminar en semicírculo, protegiéndose del agua bajo la columnata de Bernini. Mientras se acercaba a la Puerta de Bronce comprobó que el centinela, recortado con su alabarda en la penumbra del pasillo de mármol y granito, se disponía a identificarlo. El guardia era un suizo grande y fuerte, de cráneo rapado bajo la boina negra del uniforme renacentista a rayas rojas, amarillas y azules; y Quart vio que observaba con curiosidad el impecable corte de su traje oscuro, a tono con la camisa de seda negra de cuello romano y los zapatos de piel fina y también negra, cosidos a mano. Nada que ver, decía aquella mirada, con los grises
bagarozzi
, los funcionarios de la compleja burocracia vaticana que pasaban por allí cada día. Pero tampoco era, como podía leerse en los desconcertados ojos claros del suizo, un aristócrata de la Cuna: uno de aquellos prelados y monseñores que, en el mas discreto de los casos, lucían una cruz. un ribete de púrpura o un anillo. Esos no llegaban a pie bajo la lluvia, sino que accedían al Palacio Apostólico por otra puerta, la de Santa Ana a bordo de confortables automóviles con chófer. Además el hombre que se detenía cortés ante el centinela y sacaba del bolsillo una billetera de piel, buscando su identificación entre diversas tarjetas de crédito, era demasiado joven para la mitra a pesar del cabello poblado de canas que llevaba corto, como el de un militar. Muy alto, delgado, tranquilo, seguro de sí, observó el suizo con vistazo profesional. Manos de uñas cuidadas, reloj de esfera blanca, gemelos de plata de diseño sencillo. Le calculó cuarenta años como mucho.