–Cálmese usted, padre -dijo el oficial de
partigiani,
soltando el brazo de Jack-. No es el momento.
–¿Ah, no es momento? – gritó el monje-. ¡Ya le haré yo ver a usted si no es el momento! – Y blandiendo la escoba comenzó a golpear con el mango la cabeza del oficial de
partigiani.
Primero fríamente, con una rabia consciente, poco a poco calentándose, golpeando más fuerte y gritando-: ¿Qué es eso de venir a ensuciar las escaleras de mi iglesia? ¡Id a trabajar, holgazanes, en lugar de venir a matar gente en mi casa! – Y como hacen las campesinas para ahuyentar las gallinas, golpeaba con la escoba tan pronto la cabeza del oficial de
partigiani
como las de sus hombres, saltando de uno a otro, sin dejar de gritar-: ¡Toma, toma! ¡Fuera de aquí, cochinos! ¡Toma, toma…!
Hasta el momento en que, quedando dueño del campo de batalla, dio media vuelta sin dejar de cubrir de insultos a aquellos «canallas» y aquellos «inútiles», y comenzó a barrer los escalones llenos de sangre.
La muchedumbre se dispersó en silencio.
–A ti -me dijo el oficial de
partigiani
mirándome fijamente a los ojos con odio-, ya te encontraré un día u otro.
Y se alejó lentamente, volviéndose de vez en cuando para mirarme con ojos fríos.
–Me gustaría dispararle al vientre a ese pobre tipo -dije a Jack.
Pero Jack se acercó a mí y me puso una mano sobre el brazo, sonriéndome con tristeza, y entonces me di cuenta de que yo temblaba y tenía los ojos llenos de lágrimas.
–Gracias, padre -dije al monje.
El monje se apoyó en el mango de su escoba.
–¿Les parece a ustedes justo, señores, que en una ciudad como Florencia se maten cristianos a la puerta de una iglesia? Gente, siempre se ha matado, y no tengo nada que decir. ¡Pero aquí delante de mi iglesia, delante de Santa María Novella! ¿Por qué no van a matarlos delante de la escalinata de Santa Croce? Allá hay un prior que se lo permitiría. Pero aquí, no. ¿No tengo razón?
–Ni aquí ni allá – dijo Jack.
–Aquí no, no quiero – dijo el monje-. ¿Han visto ustedes lo que hay que hacer? Desde luego, por la dulzura no se obtiene nada. Es necesaria la escoba. Bastante he golpeado las cabezas de los alemanes con esta escoba. ¿Por qué no había de golpear también las de los italianos? Y yo se lo digo: si a los americanos les venía la idea de venir a ensuciar de sangre los peldaños de mi iglesia, los echaría también con mi escoba. ¿Es americano usted?
–Sí -respondió Jack-. Soy americano.
–En este caso pongamos que no he dicho nada. Pero ya me comprende usted. También yo tengo mis buenas razones. Créame usted; deles escobazos.
–Somos militares -dijo Jack-, no podemos pasearnos armados con escobas.
–Es lástima – respondió el monje -. La guerra no se hace con fusiles, se hace con escobas. Esta guerra, quiero decir. Estos granujas son buena gente, han sufrido y, en cierto modo, los comprendo; pero el hecho de ser vencedores los ha estropeado. En cuanto un cristiano es vencedor olvida que es cristiano. Se vuelve turco. En cuanto un cristiano es vencedor, ¡adiós Jesucristo! ¿Es cristiano usted?
–Sí, soy cristiano – dijo Jack.
–Tanto mejor – dijo el monje -. Es mejor ser cristiano que turco.
–Y vale más ser cristiano que americano -dijo Jack sonriendo.
–Desde luego. Vale más ser cristiano que americano. Además… Ustedes lo pasen bien, señores – dijo el fraile.
Y se alejó refunfuñando hacia la puerta de la iglesia con la escoba ensangrentada en la mano.
Estaba cansado de ver matar gente. Desde hacía cuatro años no veía más que matar gente. Ver morir gente es una cosa, verla matar es otra. Se tiene la impresión de estar de parte de los que matan, de ser uno de ellos. Estaba, cansado, no podía más. Ahora, la vista de un cadáver me hacía vomitar; vomitar no solamente de asco, sino de horror, de rabia, de odio. Empezaba a detestar los cadáveres. La piedad había desaparecido, comenzaba el odio. ¡Odiar los cadáveres! Para comprender en qué abismo de desesperación puede caer un hombre, hay que comprender lo que significa odiar los cadáveres.
Durante estos cuatro años de guerra no había disparado nunca contra un hombre; ni contra un hombre vivo ni contra un muerto. Había permanecido cristiano. Permanecer cristiano, durante aquellos años, quiere decir traicionar. Ser cristiano quería decir ser un traidor puesto que esta cochina guerra no era contra los hombres sino contra Dios. Desde hacía cuatro años veía hordas de hombres ir en busca de Cristo, como un cazador va en busca de la caza. En Polonia, en Servia, en Ucrania, en Rumania, en Italia, por toda Europa, desde hacía cuatro años, veía hordas de hombres pálidos saquear las casas, buscar por los matorrales, los bosques, las montañas, los valles, para hacer salir a Cristo de su guarida y matarlo como un perro rabioso. Pero yo había permanecido cristiano.
Y ahora, después de dos meses y medio, desde que, después de la liberación de Roma, a principios de junio, nos habíamos lanzado a la persecución de los alemanes a lo largo de la Via Cassia y la Via Aurelia (Jack y yo estábamos encargados de mantener el enlace entre los franceses del general Juin y los americanos del general Clark, a través de los montes y los bosques de Viterbo, de Toscana, a través de las
maremme
de Crosseto, de Siena, de Volterra), ahora comenzaba a sentir yo también en mí el deseo de matar.
Casi cada noche soñaba que disparaba, que mataba. Me despertaba húmedo de sudor, estrechando la culata de mi ametralladora. Jamás había tenido sueños como aquellos. Jamás hasta entonces soñé que mataba un hombre. Disparaba y veía al hombre caer, lentamente, paulatinamente, en medio de un silencio cálido y blando. Una noche, Jack me oyó gritar soñando. Dormía en el suelo, al abrigo de un «Sherman», bajo la tibia lluvia de julio, en un bosque cercano a Volterra donde nos habíamos reunido con la división japonesa, una división americana formada por japoneses de California y de Hawai que tenía la misión de atacar Liorna. Jack me oyó gritar en mi sueño y llorar y rechinar los dientes. Era como si un lobo se hubiese despertado lentamente en el fondo de mí mismo, liberándose de los lazos de mi subconsciente.
Esta especie de rabia homicida, esta sed de sangre había comenzado a devorarme entre Siena y Florencia, cuando habíamos empezado a darnos cuenta de que entre los alemanes que tiraban contra nosotros había también italianos. En aquella época, la guerra de liberación contra los alemanes iba cambiándose paulatinamente para nosotros, italianos, en una guerra fratricida contra los italianos.
-Dont't worry
- me decía Jack -, es, desgraciadamente, lo que pasa en toda Europa.
No solamente en Italia, sino en Europa, una atroz guerra civil se estaba desarrollando, como un tumor purulento en el interior de la guerra que los aliados sostenían contra la Alemania de Hitler. Para liberar a Europa del yugo alemán, los polacos asesinaban a los polacos, los griegos a los griegos, los franceses a los franceses y los rumanos a los rumanos. En Italia, los italianos que habían tomado el partido de los alemanes no tiraban contra los soldados aliados, sino contra los italianos que habían tomado el partido de los aliados; y, recíprocamente, los italianos que habían tomado el partido de los aliados no tiraban contra los soldados alemanes. Mientras los aliados se hacían matar para liberar a Italia de los alemanes, nosotros nos matábamos entre nosotros. Era el viejo italiano que se despertaba en cada uno de nosotros. Era la cochina guerra habitual entre italianos, bajo el habitual pretexto de liberar a Italia del extranjero. Pero lo que más me horrorizaba y me espeluznaba de este viejo mal era sentirme yo también alcanzado por el contagio. También yo me sentía sediento de sangre fraterna. Durante aquellos cuatro años, había conseguido mantenerme cristiano; y ahora, ¡oh, Diosl, he aquí que mi corazón estaba tan podrido de odio, que avanzaba yo también, con el fusil ametrallador, pálido como un asesino, he aquí que yo también me sentía abrasado hasta lo más profundo de mis entrañas por un horrible furor homicida.
Cuando atacábamos Florencia y por Porta Romana, por Bellosguardo, por Poggio Imperiale, penetramos en las calles de Oltrarno, retiré el cargador de mi ametralladora, y tendiéndoselo a Jack le dije:
–¡Ayúdame, Jack, no quiero ser asesino! Jack me miró sonriendo; estaba pálido y sus labios temblaban. Tomó el cargador que yo le tendía y se lo metió en el bolsillo. Después retiré el cargador de mi «Mauser» y se lo di. Jack avanzó la mano y siempre con aquella misma sonrisa triste y afectuosa me desembarazó de los cargadores que emergían de los bolsillos de mi guerrera.
–Te van a matar como a un perro -dijo.
–Es una bella muerte, Jack. Siempre he soñado morir un día como un perro.
Al extremo de la Via di Porta Romana, allá donde esta calle penetra oblicuamente en la Via Maggio, los francotiradores nos acogieron desde los tejados y las ventanas con una furiosa descarga de fusilería. Tuvimos necesidad de saltar de los
jeeps
y avanzar agachados, a lo largo de las casas, bajo las balas que rebotaban silbando en el pavimento. Jack y los canadienses que estaban con nosotros respondían al fuego, y el comandante Bradley, que mandaba los soldados americanos, se volvía de vez en cuando para mirarme asombrado y me gritaba:
–¿Por qué no dispara usted? ¿Es acaso por una objeción de conciencia?
–No – respondió Jack -, no es un
objetor
de conciencia, es un italiano, un florentino. No quiere matar italianos, florentinos.
Y me miraba sonriendo con tristeza.
–¡Se arrepentirá usted! – me gritaba el comandante Bradley-. No encontrará usted jamás una ocasión parecida.
Y los soldados canadienses me miraban también sorprendidos, y se reían y me gritaban en su viejo francés normando: «¡Perdóneme usted, mi capitán, pero nosotros no somos de Florencia!» Y tiraban contra las ventanas, siempre riendo. Pero yo sentía en sus palabras y en sus risas una simpatía afectuosa un poco triste.
Tuvimos que combatir durante quince días en calles de Oltrarno antes de conseguir cruzar el río y penetrar en el corazón de la villa. Estábalos acantonados en la «Pensión Bartolini», en el último piso del viejo palacio Serristori, y teníamos que caminar a gatas por las habitaciones para no ser acribillados a balazos por los alemanes agazapados detrás de las ventanas del palazzo Ferroni, justo frente a nosotros, al otro lado del Arno, en la entrada del puente de la Santa Trinità. por la noche, tendido al lado de los soldados canadienses y de los
partigiani
de la división comunista «Potente», apretaba mi rostro contra el pavimento de ladrillos, haciendo un esfuerzo para no levantarme, para no bajar a la calle, para no ir a las casas a tirar al vientre de todos los que, ocultos en los sótanos, esperaban temblando el momento de poder, una vez pasado el peligro, precipitarse fuera, con una escarapela tricolor en el pecho y un pañuelo rojo en el cuello, gritando: «¡Viva la Libertad!» Yo sentía vergüenza de este odio que me devoraba el corazón, pero tenía que agarrarme al suelo con las uñas para no ir a matar en sus casas a todos los falsos héroes que, un día cercano, cuando los alemanes hubiesen abandonado la villa, saldrán de sus escondrijos para gritar «¡Viva la Libertad!», mirando con desprecio con piedad, con odio, nuestros rostros barbudos y nuestros harapientos uniformes.
–¿Por qué no duermes? – me preguntaba Jack-. ¿Piensas en los héroes de mañana?
–Sí, Jack; pienso en los héroes de mañana.
–
Don't worry
-decía Jack-, ocurrirá lo mismo en toda Europa. Serán los héroes de mañana que habrán salvado la libertad de Europa.
–¿Porqué habéis venido a liberarnos, Jack? Hubierais debido dejarnos morir en la esclavitud.
–Yo daría la libertad de Europa por un doble de cerveza bien helada – decía Jack.
–¿Un doble de cerveza helada?
-
exclamó el comandante Bradléy, despertándose sobresaltado.
Una noche, cuando estábamos a punto de salir de patrulla por los tejados, un
partigiano
de la «Potente» vino a avisarme que un oficial de artillería italiano preguntaba por mí. Era Giacomo Lombroso. Nos abrazamos en silencio, pero yo temblaba, mirando su rostro pálido, sus grandes ojos llenos de aquella extraña luz que tienen los ojos de un judío cuando la muerte se posa sobre sus hombros, como una invisible lechuza. Hicimos un largo reconocimiento de los tejados para descubrir a los francotiradores ocultos detrás de las techumbres y las lumbreras y al regreso fuimos a tendernos sobre el tejado de la «Pensión Bartolini», al abrigo de una chimenea.
Tendidos sobre las tejas calientes, en aquella noche de verano que sólo turbaban de vez en cuando los relámpagos de una tormenta lejana, hablábamos en voz baja, mirando la luna pálida elevarse lentamente en el cielo por encima de los olivos de Settigano y Fiesole, de los bosques de cipreses de Monte Morello, encima del espinazo desnudo de la Calvana. Allá lejos, en el fondo del llano, me parecía ver relucir a la luz de la luna los tejados de mi villa natal. Y le dije a Jack:
–Aquello, Jack, es Prato, mi pueblo. Allí está la casa de mi madre. Nací cerca de la casa donde nació Filippino Lippi. ¿Te acuerdas, Jack, de la noche que pasamos ocultos en el bosque de cipreses de las colmas de Prato? ¿Te acuerdas? Veíamos brillar en los cipreses los ojos de las madonnas y de los ángeles de Filippino Lippi.
–Eran luciérnagas – decía Jack.
–No, no eran luciérnagas; eran los ojos de las madonnas y de los ángeles de Filippino Lippi.
–¿Por qué quieres engañarme? Eran luciérnagas -decía Jack.
Eran quizá luciérnagas, pero los olivos y los cipreses bajo la luna parecían verdaderamente pintados por Filippino Lippi.
Algunos días antes, Jack y yo, acompañados por un oficial canadiense, habíamos ido en patrulla más allá de las líneas alemanas para saber si era verdad, como lo afirmaban los
partigiani,
que los alemanes renunciaban a defender Prato, la desembocadura del valle de Bisenzio y la carretera que va de Prato a Bolonia y habían abandonado la villa. Conociendo el lugar, servía de guía; en cuanto a Jack y el oficial canadiense, debían hacer conocer por radio al mando de la aviación americana si estimaban necesario un nuevo y más terrible bombardeo de Prato. La suerte de mi villa dependía de Jack, del oficial canadiense y de mí mismo. Caminábamos hacia Prato como los ángeles hacia Sodoma. Íbamos a salvar a Lot, y la familia de Lot, de la lluvia de fuego.