Jimmy caminaba por aquellas sucias callejuelas, por medio de aquella miserable plebe, con una elegancia y una desenvoltura propias solamente de los americanos. No hay en esta tierra nadie como los americanos capaz de moverse con tan libre y sonriente gracia en medio de la gente sucia hambrienta e infeliz. No es un signo de insensibilidad; es un signo de optimismo y a la vez de inocencia. Los americanos no son cínicos, son optimistas. Y el optimismo es, de por sí, un signo de inocencia. Quien no hace ni piensa mal es llevado, no ya a negar la existencia del mal, sino a negarse a creer en la fatalidad del mal, a negarse a admitir que el mal sea inevitable e incurable. Los americanos creen que la miseria, el dolor, todo puede combatirse, que se puede curar de la miseria, del hambre, del dolor, que hay remedio para todos los males. No saben que el mal es incurable. No saben, pese a que sean, bajo muchos aspectos, la nación más cristiana del mundo, que sin el mal no puede existir Cristo.
No love no nothin'.
No hay mal, no hay Cristo. A menos cantidad de mal en e1 mundo, menos cantidad de Cristo en el mundo. los americanos son buenos. Frente a la miseria, a1 hambre y al dolor, su primer movimiento instintivo es ayudar a los que sufren miseria, hambre o dolor. No hay pueblo en el mundo que tenga tan fuerte, tan puro, tan sincero, el sentido de la solidaridad humana. Pero Cristo exige de los hombres la piedad, no la solidaridad. La solidaridad no es un sentimiento cristiano.
Jimmy Wren, de Cleveland, Ohio, teniente del
Signal Corps,
era, como la inmensa mayoría de los oficiales americanos, un buen muchacho. Cuando un americano es bueno, es el mejor hombre del mundo. No era culpa de Jimmy que el pueblo napolitano sufriese. Aquel terrible espectáculo de dolor y de miseria no ensuciaba ni sus ojos ni su corazón. Jimmy tenía la conciencia tranquila. Como todos los americanos, él era idealista. Al mal, a la miseria, al hambre, a los sufrimientos físicos, él les atribuía una naturaleza moral. No veía las remotas causas históricas y económicas, sino sólo las razones de apariencia moral. ¿Qué hubiera podido hacer para aliviar los atroces sufrimientos físicos del pueblo napolitano, de los pueblos europeos? Todo lo que Jimmy podía hacer era tomar para sí una parte de la responsabilidad moral de aquellos sufrimientos; no como americano, sino como cristiano. Acaso sería mejor decir no solamente como cristiano, sino también como americano. Y ésta es la verdadera razón por la cual yo amo a los americanos, estoy profundamete agradecido a los americanos, y los considero el más generoso, el más puro, el mejor y el más desinteresado pueblo de la Tierra; un pueblo marávilloso.
Jimmy no conseguía ciertamente, comprender las profundas razones morales y religiosas que lo inducían a sentirse, en parte, responsable de los sufrimientos de los demás. Acaso no tuviese siquiera conciencia de que el sacrificio de Cristo alcanza también la responsabilidad de todos los hombres, de cada uno de nosotros, en los sufrimientos de la Humanidad; que ser cristiano obliga a cada uno de nosotros a sentirse un Cristo de todos nuestros semejantes. ¿Por qué hubiera debido saber todas estas cosas?
Sa chair n'était pas triste, hélas! et il n'avait pas lu tous les livres.
Jimmy era un muchacho honrado, de media consideración social, de media cultura. En la vida civil era empleado de una compañía de seguros. Su cultura era de un nivel muy por debajo de la de cualquier europeo de su categoría. No se podía ciertamente pretender que un empleado americano desembarcado en Italia para combatir contra los italianos y hacerles pagar sus pecados y sus delitos, se hiciese el Cristo del pueblo italiano. No se podía siquiera pretender que conociese algunas cosas esenciales de la civilización moderna; que la sociedad capitalista, por ejemplo (si no se tiene en cuenta la piedad cristiana, ni el cansancio y la desazón de la piedad cristiana, que son sentimientos propios del mundo moderno), es la forma más posible del cristianismo. Que sin la existencia del mal no se puede gozar enteramente de los propios bienes y de la propia felicidad. Que el capitalismo, sin la coartada del cristianismo, no podría subsistir.
Pero a cualquier europeo de su misma condición, e incluso, aun de mi condición, Jimmy le era superior en esto: que respetaba la dignidad y la libertad del hombre, que no hacía ni pensaba el mal, y que se sentía moralmente responsable de los sufrimientos de los demás.
El sonreía y yo me sentía frío y grave.
Soplaba del mar el fresco viento gregal y un olor fresco de sal cortaba el aire fétido de las callejuelas. Me parecía oír correr por encima de las azoteas y las terrazas el temblor de las hojas, el largo relincho de los potros, las inefables, risas de las muchachas, los mil sonidos jóvenes y felices que corren sobre la cresta de las olas cuando sopla el gregal. El viento empuja las ropas puestas a secar en las cuerdas que iban de un balcón a otro como si fuesen velas. Se levantaba por doquier un estrépito de alas de paloma, o el canto de una codorniz por entre el trigo.
Sentada en el umbral de su tugurio, la gente nos miraba en silencio siguiéndonos a lo lejos con los ojos; había chiquillos medio desnudos, había viejos blancos como setas de cultivo, había mujeres de barriga hinchada, de rostro desencajado de color de ceniza, muchachas pálidas y descarnadas de seno mustio, de flancos escuchimizados. Todo en torno a mí era un centellear de ojos en la penumbra verde, un reír silencioso, un brillo de dientes, un accionar calado; unos ademanes que hendían aquella luz de agua sucia, esa luz espectral de acuárium que es la luz de las callejuelas de Nápoles a la hora del crepúsculo. La gente nos miraba en silencio, abriendo y cerrando la boca como hacen los peces.
Grupos de hombres vestidos con andrajoso uniformes militares, dormían tendidos sobre el suelo al lado de la puerta de sus tugurios. Eran soldados italianos, la mayor parte sardos o lombardos, casi todos aviadores del próximo aeródromo de Capodichino, que después de la derrota del ejército habían buscado refugio en los tugurios de Nápoles para no caer en manos de los alemanes o de los aliados, y allí vivían de la generosidad de aquel pueblo, tan pobre como generoso. Perros vagabundos, atraídos por el olor acre del sueño, de cabellos sucios y de sudores ácidos, andaban husmeando a los durmientes, royendo los zapatos destrozados, los uniformes en andrajos, lamiendo sus sombras echados contra el muro de los cuerpos encogidos por el sueño.
No se oía una voz, ni siquiera el llanto de un chiquillo. Un extraño silencio pesaba sobre la ciudad hambrienta, empapada en el acre sudor del hambre, parecido a ese maravilloso silencio que se esparce por la poesía griega cuando la luna se levanta lentamente sobre el mar. Y ya del remoto cinturón del horizonte se levanta pálida y transparente la luna, igual a una rosa, y el cielo embalsamaba como un jardín. Del umbral de los tugurios la gente levantaba la vista para contemplar la luna que se alzaba sobre el mar. Aquella rosa recamada en el manto de seda azul del cielo. En un borde del manto, a la izquierda, un poco bajo, había recamado un Vesubio en amarillo y rojo, y en lo alto un poco a la derecha, sobre la sombra vaga de la isla de Capri, se veían recamadas también en oro las palabras de la plegaria,
Ave María maris stella.
Cuando el cielo parece el manto de seda azul, como un cubrecama, recamado como el manto de la Madonna, todo napolitano es feliz; ¡sería tan bello morir en una noche tan serena…!
De repente, al doblar una esquina, vimos llegar y detenerse un carro negro, tirado por dos caballos cubiertos de gualdrapas de plata y empenachados como los corceles de los paladines de Francia. Dos hombres estaban sentados en el pescante; el que guiaba hizo restallar la fusta, el otro se puso de pie, sopló en una trompeta curvada que lanzó un lamento agudo y áspero y con voz ronca gritó: «Poggioreale! Poggioreale!», que es el nombre del cementerio y a la vez de las prisiones de Nápoles. Había estado varias veces preso en la prisión de Poggioreale y aquel nombre me heló la sangre. El hombre repitió el grito varias veces hasta que, primero un vago ruido, y después, poco a poco, un estrépito, un clamor, se levantaron de la callejuela y un llanto altísimo se difundió de tugurio en tugurio.
Era la hora de los muertos, la hora en la cual los carros de la Limpieza Pública, los pocos carros salvados de los continuos, de los terribles bombardeos de aquel año, andaban de callejuela en callejuela, de tugurio en tugurio, recogiendo los muertos, de la misma manera como antes de la guerra iban a recoger las inmundicias. La miseria de los tiempos, el desorden público, la gran mortalidad, la avidez de los espectadores, la incuria de la autoridad y la corrupción universal eran tales, que enterrar cristianamente a un muerto había llegado a ser una cosa casi imposible, sólo asequible a poquísimos privilegiados. Llevar un muerto a Poggioreale en un carrito tirado por un borrico costaba diez mil, quinientas mil liras. Y como se estaba todavía en los primeros meses de la liberación aliada y el pueblo no había tenido tiempo todavía de cosechar un poco de dinero con el ilícito tráfico del mercado negro, la plebe no podía permitirse el lujo de dar a sus muertos aquella cristiana sepultura de que, aunque pobres, eran dignos. Cinco, diez, hasta quince días permanecían los muertos en las casas esperando el carro de las inmundicias; lentamente se descomponían en los lechos, bajo la cálida y humeante luz de los cirios, escuchando las voces de los familiares, el borbollar de la cafetera y de la olla de habichuelas sobre el fogón de carbón encendido en medio de la estancia, los gritos de los chiquillos que se revolcaban desnudos por el suelo y el gemido de los viejos acurrucados sobre los orinales, en el olor cálido y viscoso de los excrementos, parecido al que despiden los muertos ya putrefactos.
Al grito del «monatto», al son de la trompa, se levantó del callejón un murmullo, un gritar frenético, un ronco himno de llantos y plegarias. Un grupo de hombres y mujeres salió de un cubil llevando sobre los hombros una caja tosca (había escasez de madera y los ataúdes estaban hechos de viejas tablas sin cepillar, de puertas de armario, de postigos carcomidos) y corrían, llorando y gritando en voz alta, como si algún grave e inminente peligro les amenazase, se abrazaban a la caja con celosa furia, como temiendo que alguien viniese a disputarles el cadáver, a arrebatárselo de sus brazos, de su afecto. Y aquellas carreras aquel griterío, aquel celoso temor, aquel volverse para mirar hacia atrás con recelo, como alguien perseguido, daban al extraño entierro el oscuro sentido de un hurto, la sensación de un rapto, un color de cosa prohibida.
Por una de las callejuelas, llevando en brazos un chiquillo muerto envuelto en un sudario, venía casi corriendo un hombre barbudo seguido y apretado por una bandada de mujeres que, arrancándose los cabellos, golpeándose con fuerza el pecho, el vientre, los muslos, elevaban un ronco y desgarrador lamento; un lamento que más que humano parecía bestial, un aullido de bestia herida. La gente se asomaba a los umbrales, gritando y agitando los brazos, y al través de las puertas abiertas se veían incorporarse sobre el lecho o yacer con el rostro hacia la puerta chiquillos atemorizados, mujeres desmelenadas y flacas, o parejas lúbricamente enlazadas aún, y todos seguían con los ojos abiertos el estrépito del entierro que pasaba por la calle. En torno al carro, lleno ya, se encendía entretanto la contienda entre los últimos llegados que se peleaban para conquistar un poco de sitio para su muerto. Y aquella pelea en torno al carro levantaba un rumor de motín en los miserables callejones de Forcella.
No era la primera vez que asistía a una pendencia en torno a un cadáver. Durante el terrible bombardeo de Nápoles del 28 de abril de 1943, me había refugiado en la inmensa gruta que se abre en los flancos del Monte Echia, detrás del antiguo Albergo di Russia en la Via Santa Lucia. Una inmensa muchedumbre se refugiaba gritando en la gruta. Me encontraba al lado del viejo Marino Canale que desde hacía cuarenta años mandaba el barquichuelo que hacía la travesía entre Nápoles y Capri, y del capitán Cannavale, también de Capri, que desde hacía tres años hacía la travesía entre Nápoles y Libia en los transportes militares. Cannavale había regresado aquella mañana de Tobruk y ahora se iba a su casa con licencia. A mí me daba miedo aquella terrible muchedumbre napolitana.
–Salgamos de aquí, se está más seguro al aire libre, bajo las bombas, que aquí dentro, en medio de toda esta gente -les dije a Canale y a Cannavale.
–¿Por qué? Los napolitanos son buena gente – dijo Cannavale.
–No digo que sean malos; pero, cuando tienen miedo, cualquier muchedumbre es terrible. Nos aplastarán -respondí.
Cannavale me miró de un modo extraño.
–Me han hundido seis veces y no he muerto en el mar. ¿Por qué tendría que morir aquí? – dijo.
–¡Nápoles es peor que el mar! – respondí, y salí, arrastrando por el brazo a Marino Canale que iba gritándome al oído:
–¡Está usted locol ¡Quiere hacerme morir!
La calle desnuda, desierta, inmóvil, estaba sumergida en aquella misma luz lívida y helada que iluminaba al sesgo algunos fotogramas de las películas documentales. El azul del cielo, el verde de los árboles, el turquesa del mar, el amarillo, el ocre, el rosa de las fachadas de las casas estaban apagados; todo era blanco y negro, anegado en un polvo gris, parecido a la ceniza que cae lentamente sobre Nápoles durante las erupciones del Vesubio. El sol era una mancha sobre una inmensa tela de color gris sucio. Algunos centenares de
Liberators
pasaban altísimos sobre nuestras cabezas; las bombas caían acá y allá sobre la ciudad con un ruido sordo, las casas se derrumbaban con un fragor horrendo. Echamos a correr por medio de la calle hacia el Chiatamone, cuando cayeron dos bombas, una después de otra, detrás de nosotros, justamente a la entrada de la gruta de donde acabábamos de salir momentos antes; la fuerza expansiva de la explosión nos derribó en tierra. Me volví sobre la espalda siguiendo con la vista a los
Liberators
que se alejaban hacia Capri. Miré el reloj; eran las doce y cuarto. La ciudad era como una boñiga de vaca aplastada por el pie de un transeúnte.
Nos sentamos en el bordillo de la acera y permanecimos silenciosos durante unos instantes. Se oía un grito terrible salir de la gruta, pero sordo, lejano.
–Pobre hombre -dijo Marino Canale-; volvía a casa con licencia. Cien veces en tres años ha atravesado el mar y ha muerto ahogado bajo la tierra.