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Authors: Albert Sánchez Piñol

La piel fría (18 page)

BOOK: La piel fría
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La mascota y yo estuvimos mirándonos toda la noche. Caffó luchaba y nosotros nos mirábamos, cada uno en una punta de la mesa, y yo no sabía a quién estaba viendo y quién me estaba mirando.

Al final de la noche Batís me dedicó el desprecio que se merecen los desertores. Por la mañana salió a pasear, o a cualquier otra cosa. Inmediatamente después subí al habitáculo. La mascota dormía acurrucada en un ángulo de la cama. Desnuda pero con calcetines. La cogí por la muñeca y la obligué a sentarse a la mesa.

A media tarde Caffó se reunía con un hombre febril:

—¡Batís! —dije, derrochando entusiasmo—. Adivine lo que he hecho hoy.

—Perder el tiempo. He tenido que reforzar la puerta yo solo.

—Venga conmigo.

Me llevé a la mascota cogiéndola por un codo, Batís me siguió un paso por detrás. Una vez fuera del faro la senté en el suelo. Él se quedó de pie, cerca de mí, impertérrito.

—Mire esto —dije.

Me puse bajo el brazo uno, dos, tres, cuatro troncos de leña. Pero el cuarto lo dejé caer expresamente. Hacía teatro, claro. Recogía el tronco, y otro se me resbalaba de entre los brazos. La maniobra se repetía y repetía. Batís me miraba a su manera, sin entender pero sin interrumpirme. Venga, venga, pensaba yo. Por la mañana, durante la ausencia de Batís, había estado haciendo aquel experimento. Pero ahora no obtenía resultados. Batís me miraba a mí, yo a la mascota y ella miraba los troncos.

Por fin, se rió. La verdad es que hacía falta un poco de imaginación para interpretar aquello como una risa. Pero lo era. Primero resonaba desde el pecho. Aún mantenía la boca cerrada pero ya oíamos la estridencia. La traicionaba alguna glotis interna y nos llegaban sonidos. Después abrió los labios. Se reía, en efecto. Estaba sentada con las piernas cruzadas y movía la cabeza de un lado a otro. Se daba palmadas sobre la parte interior de los muslos. Ya movía el torso hacia delante, ya volvía los ojos al cielo. Los pechos le bailaban al compás de las carcajadas.

—¿Lo ve? —dije con una especie de satisfacción triunfal—. ¿Lo ve? Y ahora ¿qué opina?

—Que mi Kollege no es capaz de sostener cuatro troncos a la vez.

—¡Batís! ¡Se está riendo! —Hice una pausa esperando una reacción que no se presentaba. Añadí—: Llora. Se ríe. ¿A qué conclusiones llega?

—¿Conclusiones? —gritó—. ¡Yo le diré a qué conclusiones llego! ¡Creo que descuartizamos a pocos, a muy pocos! Creo que se reproducen como escarabajos. Creo que pronto volverán a la carga, y no como las últimas noches, sino a miles. Será nuestra última noche sobre la Tierra. Y usted se entretiene jugueteando con cuatro palos como un payaso de feria...

Pero yo sólo pensaba en ella. ¿Qué hacía allí, en el faro, con un troglodita chiflado por compañía? De hecho, lo único que sabía de su biografía era anecdótico. Una vez Batís me había dicho que la había encontrado tendida en la arena, como algunas medusas que venían a morir a nuestras playas.

—¿Nunca ha intentado huir? ¿Nunca ha salido de la isla? —pregunté. Batís no me concedía la menor atención. Insistí—: Usted, a menudo, la pega. Debería tenerle miedo. Pero no huye. Y no le faltan oportunidades.

—Y usted, últimamente, tiene ideas raras.

—Sí. Y no puedo evitar un pensamiento descabellado —anuncié—. ¿Se imagina que fuesen algo más que monstruos submarinos?

—Algo más que monstruos submarinos... —dijo él sin escucharme, contando unas municiones que menguaban cada día.

—¿Por qué no? Quizá bajo esos cráneos pelados haya algo más que simples instintos. Si fuera así —insistí—, podríamos entendernos con ellos.

—Y yo creo que debería poner freno a su fantasía —me interrumpió, mientras cargaba el fusil con una estridencia premeditada.

No ganábamos nada discutiendo y preferí ahorrarme una tarde de polémicas.

Ciertamente, los ataques no eran muy frecuentes. La mascota no cantaba y eso nos proporcionaba cierto grado de seguridad. Pero no nos podíamos engañar. Nuestros sentidos se habían aguzado, los combates del faro nos habían hecho expertos en un conocimiento tan invisible como palpable. Un mar agitado; unas olas de color berenjena; una humedad en el aire, tan densa que por el cielo podrían nadar ballenas. Cosas que no deberían significar nada y que, sin embargo, sin motivos racionales, sin que pudiéramos unir causa y consecuencia, nos indicaban que el juicio final se acercaba. Que bajo las olas se congregaban fuerzas, y que esta vez nuestro mermado arsenal no las detendría.

Todos los signos nos abocaban a la muerte. Y quizá por eso mismo volví a reincidir con la mascota, porque todo perdía importancia. No me hicieron falta demasiadas precauciones para esconderme de Batís. La muerte, nuestra muerte, estaba a punto de desembarcar en nuestra isla, y con aquello bastaba para que aquel hombre se ensimismara en su mundo interior. Perdía el tiempo en actividades nada prácticas pero muy entretenidas. Se evadía de la realidad reparando la puerta, o contando los escasos cartuchos que nos quedaban. Los conocía uno a uno, como los campesinos sus vacas, y hasta les ponía nombres. Las balas que le parecían más bonitas —ignoro con qué criterio diferenciaba unas de otras— las reservaba aparte, envolviéndolas en un pañuelo de seda. Deshacía el nudo y volvía a contarlas. Entrecerrando los ojos, señalándolas con un dedo, como si nunca estuviera seguro del número exacto. Él sabía que su minuciosidad me ponía frenético, así que, aunque sólo fuera para evitar tensiones, era muy natural que me alejara del faro. Durante esos largos ratos fornicaba con la mascota. En la casa del oficial atmosférico, pero sobre todo en el bosque, por si Batís aparecía súbitamente.

Durante aquellos días de lenta agonía, pues, las relaciones con Batís fueron muy esporádicas. Peor aún: el ambiente del faro se enrareció de una forma poco explícita. El problema no era lo que nos decíamos, sino lo que ya no nos decíamos. Aún no se decidían a ejecutarnos y necesitaba ocupar mi mente. Me acordé del libro de Frazer:

—¿Sabe por dónde anda el libro de Frazer? Hace un par de días que lo busco y no lo encuentro.

—¿Libro? ¿Qué libro? Yo no leo libros. Eso es cosa de monjes.

No creía ni una palabra de lo que me decía. ¿Por qué me mentía? ¿Tanta animadversión le despertaba que incluso me impedía el acceso a una lectura filosófica? Batís, que a su manera podía ser muy diplomático, me espetó desde la silla donde estaba sentado:

—¿Quiere libros? ¿Por qué? ¿Necesita alguna distracción? Usted es joven. Tal vez deberíamos buscarle una mascota.

Y me dedicó un mohín irónico profundamente desagradable.

¿Sospechaba algo? No. Sólo pretendía insultar mi sensibilidad. También me estaba sugiriendo que me retirara, que saliese de la habitación, que quería fornicar con la mascota. Pero yo no quería irme.

—Lo último que podría decirse de esta isla —repliqué— es que se trata de un lugar aburrido. ¿Por qué no intenta dignificarla? Probablemente tengamos delante de las narices la solución a nuestras desgracias.

Contuvo un sarcasmo y se cruzó de brazos, muy atento:

—¿De verdad? —dijo—. Explíqueme, pues. ¿Avanzan sus esfuerzos? ¿Qué habilidades le enseña, exactamente? ¿Cocina francesa? ¿Caligrafía china? ¿O le basta con practicar juegos malabares con cuatro troncos?

Se engañaba. La cuestión no era aquello que podíamos enseñarle, sino aquello que podíamos aprender de ella. Lo más devastador de todo era que, de hecho, nada había cambiado. Habíamos sido paisajistas que pintaban la tormenta de espaldas al horizonte. Sólo teníamos que volver la cabeza, nada más.

Todos los ojos miran, pocos observan, muy pocos ven. Ahora la miraba buscando humanidad y encontraba a una mujer. Ni más ni menos, ni menos ni más. Lo que derribaba murallas eran insignificancias: ella sonríe, es zurda por convicción, no me tolera cuando la sigo y persigo y se agacha para orinar. Una mujer, en fin, que practica esta idea tan europea del ridículo ajeno. Ridículo de mí, aún la juzgo con el criterio de un niño que no conoce ninguna norma adulta. Antes convivía con un animal, y cualquier actitud civilizada se asociaba a la domesticación. Cada nuevo día a su lado, cada hora de observación atenta reducía distancias a velocidades prodigiosas. Aquello que sólo había sido presencia se transformaba en convivencia. Y cuanto más la trataba más me obligaba a vivirla desde una cotidianidad tranquila. Convertía los sentidos en instrumentos agudos y lo cierto es que al hacerlo, al interpretarla de cualquier forma que no fuese la animal, el escenario se transformaba como por efecto de magia. Y ella pertenecía a un mundo. Ella era ellos.

Todos los ojos miran, pocos observan, muy pocos ven. Una noche más estamos en el balcón, medio amparados de la nieve que cae. Antes no habría visto montañas de mármol, ahora distinguía granitos de arena en el horizonte. Durante uno de los ataques menores de esos días, cuando ponían a prueba la intensidad de nuestras últimas defensas, Batís hirió a otro, más bien pequeño. Cuatro más corrieron a auxiliarlo. Oh, Dios mío, Dios mío. Aquello que creíamos furor caníbal sólo era el esfuerzo de quienes se arriesgan para rescatar a sus hermanos de armas bajo el fuego enemigo. Yo odiaba especialmente aquel presunto canibalismo, aquel afán por devorar carroña incluso antes de que el cuerpo muriera. ¿Cuántas veces habíamos disparado contra individuos que sólo pretendían salvar a sus hermanos?

XII

¿Quién era ella? Allí, en el faro, me hice esta pregunta infinitas veces. Cuando me inflamaba el deseo y justo después de poseerla. Antes y después de cada asalto, cuando el sol salía y cuando se ponía. Me lo preguntaba cada vez que una ola cansada llegaba a nuestras playas: desde el balcón veía el mar, esa extensión que siempre habíamos creído vacía, y mi imaginación expandía todas sus potencias para preguntarse: ¿quién eres?, ¿qué haces aquí?

Nunca sabría nada de ella. Estaba condenado a esta ignorancia primordial. Entre ella y yo se extendía una distancia inimaginable. Formaba parte de una comunidad de seres que vivían bajo los océanos. Toda mi fantasía era impotente a la hora de concebir su mundo, vida cotidiana y trivialidades, los principios que regían su existencia. ¿Cómo iba a entender los conflictos que la enfrentaban con los suyos? ¿Cómo iba a entender jamás sus frustraciones, sus derrotas? Nunca sabría qué la llevó a esconderse en el faro. Eso era tan imposible como que ella llegara a entender los motivos que habían llevado hasta allí a un irlandés desertor. Antes de llegar al faro mi alma se había movido por senderos tortuosos. Y si aceptaba la posibilidad de que ella fuese una igual a mí, también debía asumir que su vida se hubiera movido por caminos equivalentes, sí, pero infinitamente lejanos. Ignoraba, incluso, si entre ellos la palabra «amor» tenía algún contenido.

La trataba con una dulzura que hasta entonces nunca le había mostrado. La primera vez que la poseí fue un acto puramente casual, por desesperado. Antes de haberla tocado, sus olores me repelían. La ausencia de pelo, el tacto y el color de su piel, húmeda, siempre glacial. Ahora no me podía creer que estas reservas hubieran existido nunca. Sucedió, también, que ni yo mismo controlaba mis ternuras. Es innegable que al principio las premeditaba: creía que demostrándole un afecto, amándola como amaría a cualquier mujer, se iniciaría un acercamiento mutuo. Creía que si ella tenía un mínimo de sensibilidad, percibiría la enorme distancia que me separaba de un Batís Caffó. De esta manera, pensaba, su parte más humana vería la luz como una mariposa al salir del capullo. No fue así. Sin pretenderlo, yo le dedicaba una pasión cada vez más sincera, pero ella no se conmovía. Notaba que dentro de mí crecía un amor nuevo, un amor que el faro estaba inventando. Pero cuanto más me acercaba a ella, con más resistencias topaba ese amor sin precedentes. Antes de hacer el amor nunca me miraba a los ojos. Después, era tan poco receptiva a las sonrisas como a las caricias. Regulaba el placer con la exactitud de un reloj que marca las horas. Y con la misma frialdad.

Si fuera del faro toleraba mi cuerpo, dentro de él lo convertía en un fantasma. Me rehuía. Era inútil intentar arrancarle una atención. También había un factor añadido: el propio Caffó. Cuando él estaba presente se volvía, si cabe, más insociable. Yo quería pensar en ella como un ser particular, un ser sometido a una especial tiranía. Una vez dentro del faro, sin embargo, entre los fusiles y su amo, volvía a ser el cuerpo idiota de siempre, mezcla de perro sumiso y gato esquivo. Todo aquello que me había parecido ver se convertía en un espejismo.

Esos días ya no sabía de qué lado estaba la razón. Quizá sólo quería dignificar mi deseo. Quizá quería elevarla a mi nivel, por miedo a que la muerte se me llevara en estado salvaje. Por otra parte yo había renunciado al mundo, a todos los hombres. Y aunque me pareciera increíble, dentro de mí se abría camino la idea de que, sin saberlo, ella era el refugio que había estado buscando desde que huí de Europa. Cuando la miraba y nada más, cuando la tocaba y nada más, en esos momentos las crueldades del faro no existían. Y podía constatar, asombrado de mí mismo, que ni siquiera me importaba que pudiera ser más o menos humana, más o menos mujer. Es mentira: el séptimo día el buen Dios no descansó. El séptimo día la hizo a ella y nos la escondió bajo las olas.

Fuese como fuese, mis actos se independizaban de mis reflexiones. Ahora hacía esfuerzos desmedidos por poseerla lejos de Batís. En cierta ocasión me la llevé al bosque y luego nos quedamos dormidos sobre el musgo. Aquel día se hicieron obvios los inconvenientes de un amor tan grotescamente clandestino. Y más cosas.

Soy una marioneta sin hilos, he agotado músculos de mi cuerpo que ni siquiera sabía que existiesen. Me remuevo en el lecho de musgo, con una conciencia que vaga por mundos lánguidos. Pero al escapárseme un pequeño bostezo, noto que la mano de ella me tapa la boca y me obliga a callar con la firmeza de una ventosa de carne. Abro los ojos. ¿Qué hace?

Oigo una tosca canción alemana. Cerca de nosotros, las botas de piel de Batís pisan la vegetación. Busca troncos para las obras del faro. Cuando aparece una víctima adecuada, el hacha le cae encima sin clemencia. Palpa cada hallazgo, se admira de su poder y ríe en solitario. Desde donde estoy sólo puedo ver sus pies, cuatro árboles más allá. Se acerca un poco más, tanto que los hachazos provocan una lluvia de virutas sobre nuestros cuerpos. Ella mantiene una calma admirable. Ni respira ni parpadea, y su mano me pide que la imite. Obedezco. Me aventaja en experiencia: ¿cuántas veces se habrá enmascarado de ballenas asesinas, de mil peligros submarinos? Batís hace unos ruidos con la garganta, unas gárgaras satisfechas. Se aleja cantando.

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