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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (16 page)

BOOK: La Plaga
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Bacchetti siguió ayudando a Cam cada vez que Sawyer probaba otro coche, se acercaba para mantener erguida a Erin. Pero el hombretón había dejado de imitar los ruidos de un motor. Tosía cada vez que lo intentaba. Tosía sin parar.

Tenía esos malditos bichos en los pulmones.

El arrepentimiento invadió el pequeño núcleo de emociones cálidas que Cam guardaba en su interior a salvo de su desesperación, de la misma manera que habían aprendido a proteger las brasas de las hogueras. Bacchetti había sido la verdadera sorpresa, el héroe inesperado, y Cam esperaba que de algún modo lograra salir adelante.

Woodcreek parecía estar en un excelente estado de conservación. Se habían incendiado dos casas y había un todoterreno empotrado contra una barandilla, pero quienquiera que hubiese fallecido allí había desaparecido.

Los fantasmas aparecieron al llegar al centro. Se oía el eco de sus pies por todas las calles, y unas sombras caminaban junto a ellos en las polvorientas ventanas de las fachadas.

Entonces Sawyer encontró una furgoneta. Encajada entre una tienda de delicatesen y otra de antigüedades, la Ford blanca no funcionaba, se calaba una y otra vez. Le dio al contacto e intentó cambiar a punto muerto o a primera. Le dio más tiempo a la furgoneta que a los últimos tres coches juntos, pero no acababa de arrancar.

Se desviaron a la izquierda, aunque querían seguir recto, para evitar un enorme nido de serpientes de cascabel que tomaban el sol en la calle. Los gruesos cuerpos marrones y blandos defendían su terreno cuando Manny agitó los brazos y gritó con voz suplicante «¡Vamos! ¡Moveos!», y los fantasmas empezaron a hablar.

No estaban solos en Woodcreek.

Los murmullos y susurros se convirtieron en palabras reales mientras Cam instaba a Erin a dirigirse al cruce, al tiempo que Bacchetti la arrastraba del otro brazo. En realidad al principio había mirado al sitio equivocado, engañado por las siluetas reflejadas en el cristal de una agencia inmobiliaria.

La urgencia de McCraney era evidente.

—Le he oído...

—... hacerlo, ya sabes, no... —Hollywood los vio y levantó los dos brazos por encima de la cabeza—. ¡Eh!

Cam respondió con un grito.

—¡Eh!

Estaban a veinte metros de distancia, agrupados en la acera. Reconoció a Silverstein y Jocelyn Colvard. A nadie más. Pero, al parecer, los doce lo habían logrado.

Price tenía razón. Jim Price había elegido la mejor opción. Sí, aquella gente se había quedado más al oeste del grupo de Cam, tenía que ser eso, de lo contrario habrían llegado en camioneta a la ciudad una hora antes, pero, aunque los dos grupos habían cubierto a pie aproximadamente la misma distancia, Price había recorrido a pie la última parte de la pista maderera, y luego la llana y fácil superficie de la carretera 14.

Mejor aún, Price no había perdido el tiempo intentando arrancar ningún coche. Las puertas abiertas y los huesos esparcidos eran prueba evidente de que ya habían probado todos los vehículos. Cada fracaso y decepción les habían servido de ayuda.

La sensación de contento hizo que Cam avanzara aún llevando a Erin, y ella gimió:

—Para.

Cam era consciente de su dolor, de que quería dormir. Era más sensato seguir adelante. Los demás tenían que subir la calle para llegar a los talleres de la concesionaria de autopistas, pero quería verles los ojos. Eso requería cincuenta pasos.

A Erin se le aflojaron las piernas, y Cam y Bacchetti se inclinaron a la vez y la incorporaron.

—Parad —dijo ella.

—¡Volved! —gritó Sawyer tras ellos.

Cam sentía que le daba vueltas la cabeza, y de pronto se dio cuenta de que Hollywood no había levantado los brazos a modo de bienvenida. Era una advertencia.

El grupo de gente sobre la acera retrocedió, y dejaron tres hombres al frente, tiesos como postes. Price. Nielsen. Silverstein. Había una entrada abierta junto al codo de Nielsen, y por encima sobresalía una turística señal del Viejo Oeste, EL PUESTO DE CACERÍA.

Price mantenía el rifle bajo, como si le costara demasiado levantarlo, y el torso alargado de Silverstein tapaba los perfiles de su arma. Sólo sobresalía la punta de la escopeta por encima de su hombro. Las manos de Nielsen parecían descomunales, con una pistola en cada una, los cañones parecían espantosos dedos rígidos.

—Volved —volvió a gritar Sawyer a Cam.

—¡Volved atrás! ¡Alejaos de nosotros! —chilló Silverstein.

Cam nunca había oído hablar a Doug Silverstein sin ser comedido, ni siquiera durante las peores discusiones, y la histeria le daba un aire falso.

Había más. Silverstein parecía más bajo, encorvado hacia un lado. Price hizo un gesto tajante de los suyos, pero permaneció callado.

No eran la misma gente que Cam había dejado en la montaña.

En la voz de Hollywood no había ni rastro del loco seguro de sí mismo que había cruzado aquel valle.

—Marchaos —dijo. Sonaba perdido, viejo.

Sawyer no le hizo caso.

—Bajad las armas, Price.

—¡Fuera de aquí! —bramó Silverstein.

Entonces Bacchetti tosió y se oyó un ruido áspero como respuesta, desde detrás del otro grupo. Un sonido ronco, débil y húmedo. Podría haber bastado para reconciliarlos. Su sufrimiento era el mismo, siempre había sido así.

Sin embargo, Sawyer volvió a gritar:

—¡Bajad las armas!

Atrapado entre ellos, a Cam le daba miedo moverse o hablar, pero un pánico más urgente le sirvió de motivación. Sawyer y Price estaban ahí. Sólo había una conclusión posible.

Entre Sawyer y Price había demasiado odio.

Cam miró hacia atrás, buscó las palabras en su mente acelerada. Consideró convertirse él mismo en objetivo. Manny los había seguido y estaba a diez metros. Sawyer aún estaba en el cruce, pero se acercó a un buzón azul con su revólver.

—Vamos, eh —dijo Hollywood, esta vez más alto. Debía de tener la misma intención que Cam, pero aquel pobre imbécil nunca entendió cuánto miedo y resentimiento había entre ellos. Intentaban disimularlo, pero Hollywood también había querido obviar miles de indicios.

El chico repitió sus palabras:

—Eh, eh.

Al parecer, su voz animó a Price, que le dijo una tontería a Sawyer:

—Tardaste demasiado, asesino.

La perplejidad de Cam desembocó en un recuerdo fugaz de Chad Loomas, el segundo hombre que asesinaron y se comieron. Sin embargo, todos habían comido, todos habían querido estofado. ¿Qué le había dicho Price a Hollywood para desviar la culpa?

—La mataste —volvió a murmurar Price. Cam lo había malinterpretado, cegado por su propia culpa. Lorraine. Price debía de estar hablando de Lorraine. Con lo de «tardar demasiado» debía referirse a la camioneta.

La buscó, pero las personas detrás de Price eran demasiado parecidas, todo capuchas y gafas. A simple vista faltaba ella.

—Yo la ayudé, Jim, con el brazo, ¿recuerdas?

—Maldito hispano.

Hacía siglos que Cam no oía ese insulto. Durante todo el tiempo que habían pasado juntos, en todos sus enfrentamientos, nunca nadie lo había insultado en voz alta por el color de su piel. Aquel insulto en aquel momento sólo significaba que lo que quedaba de Jim Price se reducía a lo más básico y primitivo.

—Maldito hispano, panda de maricones, vosotros la matasteis. —Price agitó el rifle—. Maricones —dijo.

Algo pasó por detrás de Cam. Vio que Silverstein y Niel— sen reaccionaban a la vez. El primero cogió el rifle que llevaba al hombro y apuntó hacia delante, al tiempo que Nielsen levantaba las dos pistolas.

Cam se movió. Tiró con fuerza del brazo de Erin y Bacchetti fue con ellos, un paso, dos.

Sawyer estaba detrás del buzón, con la pistola bajada.

—¡Apartaos, apartaos! —gritó Silverstein.

—Vamos, eh, dejad que... —dijo Hollywood.

Sawyer disparó primero.

12

Bacchetti se quedó con Erin y Cam. De no ser por él, se habrían caído. Erin sólo logró mover torpemente las piernas cuando echaron a correr. Cam colocó el pie junto al tobillo de ella. Entonces Bacchetti tiró de ella hacia delante y Cam recuperó el equilibrio. Aquel primer disparo se quedó en un mero ruido.

Estaban a seis metros del final del bloque, pero parecía una eternidad, un ancho cañón de paredes planas. El revólver de Sawyer volvió a tronar y dejó grabados cientos de detalles en la mente de Cam: los gritos tras él, las sombras cuadradas de los edificios en la calle. El rifle estalló y las pistolas de Nielsen tartamudearon, «pura, pum, pum, pum».,.

Los tres se agacharon por instinto, Bacchetti se apartó a un lado y empujó a Erin hacia Cam. El ruido de los disparos casi era tangible, cada restallido iba acompañado de una desquiciada estela de ecos.

El edificio era de ladrillo. Doblaron agachados la esquina y se desplomaron juntos cuando el ruido se desvaneció. Aún se oían sonidos humanos, de histeria, el alarido desgarrado de algún herido. Pero habían cesado los disparos.

Tembloroso incluso estando a cuatro patas, dándose golpes contra el duro ladrillo, Cam buscó primero a Manny. Vio a Sawyer al otro lado del cruce, agazapado contra la pared de una barbería, ocupado con algo en el regazo. Estaba recargando el arma. A Cam se le había bajado la bufanda hasta la barbilla, se la puso bien y asomó la cabeza por la esquina.

Silverstein los había seguido un trecho, todavía con el rifle a un lado. Se tambaleaba con rigidez, intentaba no agravar el dolor que le provocaba la infección de nanos alojada en sus intestinos.

—¡Marchaos! —gritó—. ¡Marchaos, marchaos!

Price no parecía haberse movido, tenía el rifle bajado. Alguien cerca de él corrió a la armería. Todos los demás estaban agachados, heridos o intentando encogerse lo máximo posible. Las chaquetas relucientes parecían confetis esparcidos por el asfalto.

Uno de ellos se agitó, daba patadas de agonía.

Manny era una figura azul entre Silverstein y Cam, con las gafas rotas en su fina cara ensangrentada. El chico había sido lo bastante listo para no correr hacia la esquina de Sawyer, pese a estar más cerca de aquel lado de la calle. La mayoría de los disparos debían de haber sido una respuesta al revólver de Sawyer, pero aun así, por lo menos, una bala perdida había dado a Manny. O tal vez había sido demasiado lento, un objetivo fácil cojeando con el pie malo. Tal vez Nielsen le había apuntado por frustración al escapar Sawyer. Quizá lo había hecho Price por rencor.

El chico estaba vivo. Tenía el cuerpo doblado, como si lo hubieran dejado caer desde una gran altura, con el pecho hacia abajo y las caderas vueltas, pero estaba vivo. Parecía que aún intentara correr, o quizá soñaba que estaba corriendo. Sus dos piernas se agitaban patéticamente, y movió despacio un brazo por encima de la mugrienta carretera.

En el fondo de su corazón, Cam se despidió de él.

—¡Marchaos, marchaos! —Aquel grito era más de susto que amedrentador, y privó a Silverstein del factor sorpresa, pues se iba acercando. Había perdido el juicio.

Sawyer sabía exactamente lo que hacía. Siempre lo había sabido. Miró a Cam desde el otro lado del cruce, levantó el revólver y gesticuló con la mano libre. Hizo el gesto de caminar con los dedos, luego como si se abalanzara sobre ellos con el cañón corto del arma.

«Dale un golpe si se te acerca.»

La precisión de la idea, el simple acto de comunicarse, hizo que Cam se concentrara. Se quitó la mochila. La cantimplora del interior no pesaba más de cinco kilos, pero era la única arma de que disponía. Agarró la parte superior de un asa para lograr el máximo alcance posible, luego miró a Erin, sin estar seguro de lo que vería.

Ella y Bacchetti estaban agachados, atentos, y Erin hizo un gesto con la cabeza, como hacía Sawyer, como si con una vez bastara para asentir. Cam le devolvió el gesto. Entonces supo que la quería de verdad.

—¡Marchaos! —El grito de advertencia no sonó más cerca.

Cam se atrevió a inclinarse, miró asomando la cabeza entre los ladrillos. Silverstein aún se tambaleaba por el dolor de estómago, pero cambió de dirección y cruzó la calle en vez de seguir avanzando hacia ellos.

Cam desvió de nuevo la mirada hacia Manny, abandonado como una sangrienta bolsa de basura. Tendría que ser Price, o Sawyer. Aquella idea resonaba en su interior tranquila, clara y firme. Sin ningún atisbo de paranoia.

Tendrían que ser Price y Sawyer.

La mayoría de la gente estirada en el suelo se estaba levantando y se amontonaba alrededor de las dos figuras que seguían tendidas. Una de ellas estaba viva, una mujer llamada Kelly Chemsak. Sollozó cuando Atkins y McCraney la levantaron. La otra víctima era Nielsen, las grandes manchas de sangre en el pecho se habían vuelto violetas en su chaqueta amarilla. Nadie perdió el tiempo con él. Jocelyn agarró una pistola que había quedado atrapada bajo el hombro de Nielsen cuando George Waxman salió de la tienda de caza con dos escopetas.

Hollywood se estaba apartando. Al principio Cam advirtió que se estaba separando del grupo, a una distancia considerable por detrás del resto. Entonces dio media vuelta y echó a correr. Se fue por el camino por donde había llegado el grupo de Price, lejos de Cam, lejos de todos.

Volvieron las cabezas. Silverstein se dio la vuelta.

Era su oportunidad.

—Vamos —dijo Cam, que se levantó y quedó al descubierto. No le quedaban fuerzas para ayudar a Erin.

Le falló la rodilla en el primer paso, estuvo a punto de caerse. Bacchetti y Erin pasaron por su lado enseguida, apoyados el uno en el otro, y lo mejor que pudo hacer Cam fue dar brincos como Manny.

Oyó que Price gritaba. Estaba a medio camino. Otro disparo llegó de delante.

Sawyer se había asomado en su esquina y había disparado dos balas, luego dos más mientras Erin y Bacchetti intentaban ponerse a salvo. Cam estiró el brazo y golpeó el pecho de Sawyer al llegar a la acera. Ambos cayeron enredados.

—¡Cuidado!

—Para... —Pero no le quedaba aliento.

Sawyer volvió a rastras hacia la barbería. Asomarse para disparar suponía exponerse. Cam jamás lo habría hecho. Las voces y escaramuzas en el bloque podían estar a treinta metros o a sólo uno y medio, acercándose o retirándose. ¿Por qué no huir sin más? ¿Por qué forzar un enfrentamiento en aquel lugar mientras los nanos los devoraban?

Vio la respuesta en el contorno de la figura de Sawyer contra el edificio de ladrillo, al otro lado del cruce.

BOOK: La Plaga
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