—¿Qué carajos está esperando? —Percibo, cerca de mi oído, la tensión que hay en la voz de Jueves, y el olor a tabaco de su aliento.
Yo también me lo pregunto: «¿por qué titubea, porqué no elije el camino, sur-o-norte, que habrá de seguir? ¿por qué prolonga este infinito instante de espera en que voy llenándome de miedo?», miedo a cumplir, al fin, la venganza prometida, meditada entre incalculables copas de coñac bebidas a oscuras, en compañía de los recuerdos y las recriminaciones y no pienso ya en Mina sino en la madre de Mina; en la hija de don Guillermo; en esa mujer de trenzas rubias, bobalicona y buena, sin carácter; pasiva y sonriente: una presencia amable que apenas pesó en mi vida; que murió con la misma dulzura con que había vivido: sin molestar a nadie, discreta como si temiera que sus palabras, su olor a sándalo, fueran a desagradar a su padre, a su marido y, también, a su hija; a esa explosión de risa y de fuerza, y de alegría y de ruido, que fue Mina, Guillermina, por cuyo cadáver hube de firmar un documento ignominioso en el cual expresaba mi conformidad de renunciar a cualquier reclamación contra el Gobierno o contra-quien-resulte-responsable-de-su-muerte, y pienso que yo también he cambiado, que todos, ahora, somos diferentes.
Admonitoria, una voz
a muchos tranquiliza; a otros
amenaza: “No quisiéramos
vernos en el caso de tomar medidas
que no deseamos,
pero que tomaremos si es necesario.”
Policías y estudiantes pelean, a pedradas y golpes de fusil, en el Zócalo. La marejada juvenil devasta los comercios, rompe cristales, abusa de su número. Quema camiones de pasajeros. Atesta las
jaulas
en las que el Ayuntamiento transporta a los presos. Se inician, esa misma noche, pláticas entre funcionarios de la Universidad y del gobierno de la ciudad. Los niños de Acuario están lanzados.
Silencio,
que las paredes oyen para la policía…
Como no podía ser menos, el país conocía, empezaba a conocer la agitación estudiantil que se había iniciado en mayo, en París; la gran onda de violencia entraba en América por el Cono Sur y llegaba al México-cuerno-de-la-abundancia, perfecto y diferente, que siempre hemos querido ser. Julio era el mes; 1968 el año.
Oh ciudad mía,
ciudad montada sobre tanques,
sobre un gargajo de cuartel.
Al cabo se decide: si había resuelto enfilar hacia el norte, quiebra algo bruscamente y dirige el auto hacia el sur. Estará, calculo, a unos quinientos metros de donde cumplimos guardia dentro de la indistinguible Volkswagen gris, comprada bajo nombre falso, en la que habremos de alojarlo si tenemos suerte. Estimo que disponemos de un minuto, tal vez de poco menos, para obstruir el camino de modo tan natural que él no lo encuentre sospechoso. Coloco el «gato» y con la ayuda de Jueves alzo la rueda trasera derecha; la llanta de repuesto es abandonada sobre el asfalto de suerte que ataje el paso. El interior de la camioneta se mira vacío: adosada a uno de sus muros corre una banca, cuyo asiento, de ser levantado, revelaría una especie de ataúd en el que guardamos desde que se imaginó el plan del secuestro, los utensilios que supuse indispensables para consumarlo.
Aunque el Masserati es, prácticamente un automóvil de carrera, él lo conduce muy despacio, como si estuviera gozando de la madurez, de la perfección de este atardecer. Lo observo sonreír. Quizás esté escuchando la tonadita de moda, o sólo recordando el mal que destinó para otros cuando tuvo poder. Sus viajes, el ocio al que la circunstancia política lo destina; la ausencia de preocupaciones económicas, le sientan bien a su salud. Se le mira fuerte, atezado, contento esta tarde en que viste un traje gris perla y una camisa sport de amplio cuello y vistosas rayas amarillas y rojas, y lo rojo del cofre del coche le empurpura, por reflejo, el rostro, y el rojo recuerda la sangre, y la sangre recuerda muchas cosas, cosas-que-uno-quiere-y-no-quiere-a-veces-olvidar.
Sangre
.
La sangre. Embarrada en la pared provocaba náusea. Había quedado allí en cinco rayas de la mano que se agarró un instante para sostener el cuerpo acribillado; el instante de la esperanza
(ahora veo que él mastica o hace rodar de un lado a otro de sus labios un palillo de dientes o algo que se le asemeja).
No era grande esta sangre; era angosta, vertical y larga. Luego bajó y dibujó en la pared por última vez su nombre de mancha, de estorbo, de ira, de rebeldía /
las lágrimas gotean allí en Tlatelolco
.¿A dónde vamos? ¡oh, amigos! Luego, ¿fue verdad?
y la sangre que tanto asustó a Mina cuando, a los once años por primera vez, la expulsó su cuerpo y que yo tuve que explicarle para que se tranquilizara, porque ya entonces mamá había muerto no era deber del abuelo, sino del padre, tratar con su hija estas cosas; y es tal la potencia de los prismáticos que puedo contar (casi) las arrugas que hay en el cuello del hombre que conduce hacia mí el envidiable Masserati: las arrugas y también las cortaditas que se ha producido al afeitarse en el baño, y me maravilla el fenómeno de óptica que se produce con un aparato de tan largo alcance, capaz de mostrarme al automóvil inmovilizado, pero avanzando sin ganar (en apariencia) ni un metro; un curioso, ridículo automóvil enano, que va creciendo, hinchándose frente a mí; que ya no cabe completo, porque se halla a no más de cien metros, dentro de mis ojos /
en cambio millones
de compatriotas están decididamente
en favor del orden
y en contra
de la anarquía /
La algarada del día 26, viernes, asume características de Movimiento Estudiantil el domingo 28, cuando se plantea la necesidad de ir a la huelga nacional si el Gobierno se rehúsa a satisfacer una serie de peticiones que se le han hecho, una de las cuales exige el cese de los jefes y la supresión de los cuerpos policíacos. Entusiasmados ante la experiencia que están viviendo, los jóvenes se ejercitan en la política, forman «la base» que llegará, en unas semanas más, a ser poderosa: se empantanan en la dialéctica machacona en que insisten, durante asambleas que nunca parecen tener fin, los que, por ser más listos, ya se ostentan como líderes. La Palabra a fuerza de ser repetida, comienza a ser creíble Todavía no se tienen banderas. La consigna está, sin embargo, dada: el Movimiento no tendrá caudillos; sí, mando renovado y rotatorio.
(Sugiere el Secretario de la Defensa Nacional:
—Hago un llamado a los padres de familia para que controlen a sus hijos, con el fin de evitarnos la pena de lamentar muertes de ambas partes; creo que los padres van a entender el llamado que les hacemos)
Me alegro de que el encuentro que está por producirse ocurra hoy y que sea Jueves (jueves precisamente y no alguno de los otros) quien me acompañe. De todos es, no sólo el más joven, sino el más decidido a que no quede sin castigo el responsable de lo que aquella noche ocurrió. En las primeras semanas no resultaba fácil someterlo, convencerlo de la necesidad de la espera, de lo importante que es la paciencia en estos casos. Impulsivo, fresco su odio, presente en sus ojos la visión del hermano que cuelga del techo de su cuarto de casa de huéspedes, Jueves exigía la aplicación al pie de la letra y sin demora de la bíblica ley que postula permutar el ojo por el ojo y el diente por el diente. Después entendió los matices de la venganza. No se trataba de cambiar una vida por la de muchos, sino de ejercer, a nombre de esos muchos, una justicia ejemplificadora. Y me alegro de que jueves esté aquí porque su compañía, su vigor físico, su rencor nunca menguado, garantizan hasta un grado razonable que podremos someter al que estamos aguardando. Podría ocurrir, y también para esa eventualidad nos creemos listos, que intentara resistirse con un arma, repeler a tiros nuestro ataque. La pistola que poseo, la Parabellum de don Guillermo, ha conocido muchas horas de entrenamiento. Jueves finge que lucha con una tuerca rebelde; yo, que lo observo.
En una barda he leído:
EL MUNDO SERÁ DE LOS CRONOPIOS O NO SERÁ. CRONOPIO: MEZCLA DE BEATLE Y CHE GUEVARA
La radio ¿o uno de los discos hallados en el cuarto negro de Mina?, dice, vocifera:
bye bye love
bye bye happiness
Hello loneliness?
I think I‘am gonna cry /
La calle endurece a los muchachos. Adquieren educación política. Aprenden a sobrevivir a la embestida granadera. Conocen que el silencio es el ingrediente básico de la resistencia, y ésta, el de la madurez. (Las voces iracundas preguntan:
—La sangre, ¿quién va a pagarla? Nuestros muertos, ¿cómo vamos a vengarlos?).
Las voces solemnes responden:
—
Que los padres controlen a sus hijos, para que no tengamos que lamentar muertes que no desearnos que se produzcan.
Y las voces tristes lloran:
—Devuélvanme el cadáver de mi hijo. Aunque esté muerto, dejen que yo lo lleve a enterrar.
Las asambleas se prolongan, se repiten, son diferentes y siempre las mismas, porque los mismos conceptos se barajan en unas y en otras vertiginosamente. La izquierda busca encontrarse a través de la palabra, y es, como siempre, en las palabras donde se extravía. Pero los muchachos son, al parecer, felices. El Movimiento los libera en esos días del mal admitido tutelaje paterno. Tienen una misión que ellos creen ‘política’ que cumplir. La calle los reclama; la «calle», el activismo, les ofrece la posibilidad de la aventura.
(—Si no sabes lo que es el Movimiento, es mejor que te calles, papá).
Arden de ira los ojos de Mina. La luna agrega a su rostro un especial acento de belleza, y a sus modales cierta brutalidad prusiana, como ahora que lanza la servilleta sobre la mesa y sale del comedor. Alzo la voz para que mi grito-burla-crítica-reproche la alcance:
—Lo que pasa es que todos ustedes, estudiantes, son una partida de vagos mantenidos… Melenudos y rocanroleros…
Momentos más tarde, en el jardín bufa, al máximo sus revoluciones para activar su calentamiento, el motor del MG de Mina; en seguida, el patinazo de las llantas al arrancar, y Jueves, cuando ya me mira con menos desconfianza, cuando está seguro de que no soy uno de esos policías que de tiempo en tiempo van a ratificar la amenaza y acepta discutir conmigo (y yo estoy preparado ya para discutir con él) me hace consciente de lo mucho que ignoramos de ellos, de estos muchachos de los que pretendemos constituirnos en ejemplos, en patrones. Con palabras que si no son suyas sí expresan lo que siente, me dice que los adultos vemos cualquier acto de la juventud como una agresión a nuestros principios y a nuestras bases morales. De otro modo no se explica nuestro injusto ataque, por ejemplo, a las melenas:
—Como si el largo del pelo tuviera que ver con la decencia o nuestras inclinaciones sexuales.
Hay un comedido toquecito de claxon. Jueves prosigue en su empeño de, aparentemente, tratar de aflojar la tuerca; yo, que he recatado los binoculares a la curiosidad del que maneja el Masserati, fijo mi atención en él. Se ha detenido quizá a unos veinte metros de donde reposa la chata camioneta. La llanta que hemos abandonado sobre el pavimento es una barrera que impide, así se crea que no a propósito, el paso. El contacto va a producirse. Con el codo derecho rozo, oprimo, compruebo la culata de la pistola que llevo entre el cinto y la camisa. Un poco soñoliento porque es casi medianoche y las copas están venciéndome, asisto a un debate en televisión sobre los sucesos de esos días; unos sucesos que no me importan porque no me afectan, camino hacia el conductor del auto rojo y sobre la suya, en doble, múltiple acumulación, veo las caras sin identidad, caras jóvenes, caras viejas, caras que no recordaba desde entonces, que he vuelto a recuperar esta tarde; caras-bocas que dicen en la pantalla:
—
El Movimiento Estudiantil no es obra de delincuentes ni tiene propósitos de subversión del orden institucional. Los líderes estudiantiles están dispuestos a entablar un diálogo con las más altas autoridades del país…
—
Oscilarnos entre la gritería y el monólogo. Éste es nuestro problema.
Y veo pasar frente a mí, que espero el cambio de luces alto/siga, rojo/verde, en el semáforo, un tranvía que se arrastra con el costado herido por la leyenda:
DIÁLOGO SÍ / REPRESIÓN NO
El hombre hacia el que camino aparta la vista un instante de mí y la fija en el espejito de su auto sport. Con algo de coquetería se arregla un mechón de pelo que el aire le ha desordenado.
(—
No puede tratarse de una conspiración contra las autoridades. Los estudiantes se han unificado y se han hecho merecedores de ser atendidos en todas aquellas demandas que sean justas…
).
Con el palillo (estoy lo suficientemente cerca para no equivocarme) se hurga las encías. No parece ni preocupado ni temeroso. Mi aspecto de hombre que nada tiene de amenazador ha de tranquilizarlo. ¿A quién no se le desinfla una llanta en un camino?
(—Cuando un gobierno echa sus tanques, sus soldados, sus rifles y metralletas a la calle, uno comienza a conocerlo…).
En su silla giratoria, el locutor pide moderar más que las palabras, el tono en que están siendo dichas:
(—Y si ese gobierno mata a sus jóvenes, se encarniza contra ellos, les limita la libertad, los abandona durante años en las cárceles, tenemos derecho a llamarlo criminal y a vaticinar que no podrá subsistir…).
Como emitida dentro de una caverna, rica en tonos, variada en registros, sonora y profunda, otra voz domina el valle, amedrenta, calma el temor de las conciencias:
(“…
hemos sido tolerantes hasta excesos criticados; pero todo tiene un límite y no podemos permitir que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico, como a los ojos de todo el mundo ha venido sucediendo; tenemos la ineludible obligación de impedir la destrucción de las fórmulas esenciales a cuyo amparo; convivimos y progresamos
…“).
Veo que es, como se ha dicho, un hombre de aspecto agradable; del que se podría ser amigo si no se le temiera como tantos o se le detestara del modo en que yo, y Jueves y los otros, lo detestamos; un hombre que ve, sin aprensión, cómo sigo acercándome a él: