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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La princesa de hielo (11 page)

BOOK: La princesa de hielo
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Alex y ella habían sido muy amigas de niñas. Cuando Alex empezó a apartarse para, finalmente, desaparecer por completo cuando se mudó, Erica sintió que el mundo se hundía. Alex era lo único que había sentido como verdaderamente propio y, aparte de su padre, la única persona que se había preocupado por ella de verdad.

Erica dejó la copa de vino en la mesa con tanto brío que estuvo a punto de romperla. Se sentía demasiado inquieta como para quedarse sentada. Tenía que hacer algo. De nada servía fingir que la muerte de Alex no la hubiese alterado tanto como lo había hecho. Lo que más desasosiego le producía era el hecho de que la imagen que la familia y los amigos le habían pintado de Alex difiriese tanto de la Alex que ella misma había conocido. Aunque era cierto que la gente cambiaba de la infancia a la edad adulta, existía, pese a todo, un núcleo invariable. Y la Alex que le habían descrito era una auténtica desconocida para ella.

Se levantó y volvió a ponerse el abrigo. Tenía las llaves del coche en uno de los bolsillos y, en el último momento, tomó una linterna que se guardó en el otro.

La casa, que estaba al final de la pendiente, se veía abandonada a la luz violácea de la farola. Erica dejó el coche en el aparcamiento que había detrás de la escuela. No quería que nadie la viese entrar.

Los arbustos del jardín le brindaron la cobertura necesaria mientras, a hurtadillas, se acercaba al porche. Miró debajo de la alfombra, con la esperanza de que Alex hubiese conservado aquella vieja costumbre y, en efecto, allí estaba la llave de la casa, escondida en el mismo lugar de hacía veinticinco años. La puerta chirrió ligeramente al abrirse, pero confió en que ninguno de los vecinos lo hubiese oído.

Fue terrible entrar en la casa a oscuras. El miedo a la oscuridad le dificultaba la respiración y se obligó a respirar hondo varias veces para calmar sus nervios. De repente recordó aliviada la linterna y rezó una plegaria por que la batería estuviese cargada. Y lo estaba. El resplandor de la linterna la tranquilizó un poco.

Recorrió con ella la sala de estar de la planta baja. En realidad, ni ella misma sabía qué había ido a buscar allí. Esperaba que ningún vecino, o alguien que pasara por allí, viese la luz y llamase a la policía.

Era una habitación muy hermosa y amplia, pero Erica se dio cuenta de que la decoración en tonos marrones y naranjas típica de los setenta, que ella tan bien recordaba de la niñez, había sido sustituida por otra más clara, de diseño nórdico, en muebles de roble y líneas rectas. Y comprendió que Alex había dejado su sello en ella. Todo estaba en perfecto orden y el sofá sin una arruga y la mesa limpia, sin un periódico siquiera, le daban un aspecto de casa deshabitada. No vio nada allí que le pareciese digno de atención.

Recordó que la cocina estaba al otro lado de la sala de estar. Era grande y espaciosa y lo único que perturbaba el orden era la taza de café que había sucia en el fregadero. Volvió a cruzar la sala de estar en dirección a la escalera que subía a la planta alta. Cuando subió el último peldaño, giró directamente a la derecha y entró en el gran dormitorio. Erica recordaba que había sido el dormitorio de los padres de Alex, pero ahora era evidente que había pasado a ser el de Alex y Henrik. También esta habitación estaba decorada con mucho estilo, aunque con un tono más exótico gracias a los tejidos en color chocolate y magenta y a las máscaras africanas que había en las paredes. La habitación era espaciosa y de techo alto lo que, entre otras cosas, permitía que se luciese una araña imponente. Era evidente que Alexandra había sabido sustraerse a la tentación de decorar su casa de arriba abajo con detalles marinos, algo muy frecuente en los chalets de los veraneantes. Todo, desde las cortinas con estampado de conchas hasta los cuadros con nudos marineros, se vendía como rosquillas en los pequeños comercios de Fjällbacka.

A diferencia de las demás habitaciones a las que se había asomado Erica, el dormitorio sí parecía haber sido utilizado. Había pequeños objetos personales aquí y allá. Sobre la mesilla de noche se veía un par de gafas y un libro de poemas de Gustaf Fröding. Había un par de calcetines en el suelo y varios jerséis sobre la colcha. Fue la primera vez que Erica sintió de verdad que Alexandra había vivido en aquella casa.

Con todo el sigilo posible, empezó a mirar en cajones y armarios. Seguía sin saber qué buscaba y empezaba a sentirse como un merodeador mientras rebuscaba entre la atractiva ropa interior de seda que tenía su amiga. Y, justo cuando pensaba pasar al siguiente cajón, detectó algo que crujía al tocarlo.

De repente, se quedó helada, con la mano llena de braguitas y sujetadores de encaje. Un sonido le llegó claramente de la planta baja, en medio del silencio que inundaba la casa. Una puerta que se abría y se cerraba despacio. Erica miró a su alrededor, presa del pánico. Sólo podía esconderse bajo la cama o en alguno de los armarios que cubrían una de las paredes del dormitorio. Por suerte, la puerta se abrió sin hacer ruido y ella se ocultó rápida entre la ropa antes de cerrarla. No tenía la menor posibilidad de ver quién había entrado en la casa, pero sí oía los pasos que se acercaban cada vez más, cómo la persona en cuestión dudaba un instante ante la puerta del dormitorio para después entrar, por fin. De repente, cayó en la cuenta de que tenía algo en la mano. Sin darse cuenta, se había llevado consigo lo que había en el cajón. Con mucho cuidado, para que no volviese a crujir, se lo guardó en el bolsillo.

Apenas se atrevía a respirar. Empezó a sentir un cosquilleo en la nariz, que movió desesperada para remediar el problema y tuvo suerte, porque se le pasó.

La persona que estaba en el dormitorio empezó a recorrerlo como buscando algo. Sonaba como si él o ella estuviese haciendo exactamente lo mismo que Erica hasta hacía un momento, antes de verse interrumpida. Se oía cómo abrían los cajones y Erica comprendió que pronto le tocaría el turno a los armarios. Un miedo pánico empezó a invadirla gradualmente, llenando su frente de diminutas gotas de sudor. ¿Qué podía hacer? La única salida que se le ocurría era la de apretujarse lo más posible detrás de la ropa. Había tenido suerte, pues se había metido en un armario lleno de abrigos, de modo que se arrebujó despacio entre ellos y los colocó de modo que la cubriesen. Y esperaba que no se le viesen los tobillos apuntando por fuera de sus zapatones.

Al parecer, la persona en cuestión tardó un buen rato en revisar la cómoda. Erica respiraba el rancio olor a antipolillas y deseó con todo su corazón que el artilugio hubiese hecho bien su trabajo y que los insectos no estuviesen recorriendo su cuerpo en la oscuridad. Con la misma intensidad, deseaba también que no fuese el asesino de Alex el que estaba en la habitación a tan sólo unos metros de donde ella se encontraba. Pero ¿qué otra persona podía tener motivos para entrar a hurtadillas en su casa?, se preguntaba Erica, sin pararse a pensar que ella misma tampoco tenía, precisamente, ninguna invitación por escrito para entrar allí.

De pronto se abrió la puerta del armario y Erica sintió una corriente de aire fresco sobre la piel desnuda de los tobillos. Y contuvo la respiración.

El armario no parecía contener ningún secreto ni objetos preciosos, según quien estuviese buscando, y la puerta se cerró casi de inmediato. Otro tanto ocurrió con las demás puertas hasta que, un minuto después, oyó que los pasos se alejaban y bajaban por la escalera. No se atrevió a abrir el armario hasta mucho después de haber oído cerrarse la puerta de la casa. ¡Qué sensación la de poder respirar sin tener que ser consciente de cada movimiento!

La habitación estaba igual que cuando entró Erica. Quien quiera que hubiese sido el visitante, había puesto sumo cuidado en no dejar nada desordenado. Echó otra ojeada al armario en el que se había escondido. Mientras se apretujaba contra la pared del fondo, notó algo duro contra la pierna. Apartó la ropa que había delante y vio que se trataba de un gran cuadro. Estaba de cara a la pared, de modo que lo sacó con cuidado y le dio la vuelta. Era un cuadro de una belleza extraordinaria. Incluso Erica veía que había sido pintado por un buen artista. El cuadro era un desnudo de Alexandra, que aparecía tumbada de costado con la cabeza apoyada en la mano. El artista había elegido sólo colores cálidos, lo que imprimía una gran paz al rostro de Alexandra. Erica se preguntó por qué habrían escondido en un armario un cuadro tan hermoso. A juzgar por la pintura, Alexandra no habría tenido por qué avergonzarse de exhibirlo. Ella era, de hecho, tan hermosa como en el cuadro. Tampoco podía librarse de la sensación de que había en el retrato algo que le resultaba familiar. Algo que, claramente, ya había visto antes. Sabía que no había contemplado nunca aquel cuadro precisamente, de modo que tenía que ser otra cosa. No había firma en la esquina inferior derecha y, cuando le dio la vuelta, lo único que se leía era una fecha, la de 1999, que debía de ser en la que se pintó. Con mucho miramiento, lo devolvió a su lugar en el fondo del armario y cerró la puerta.

Echó una última ojeada a su alrededor. Había algo que no era capaz de precisar, algo faltaba, pero, por más que lo intentaba, era incapaz de caer en la cuenta de qué podía ser. En fin, ya se aclararía más tarde. Ahora no se atrevía a permanecer allí por más tiempo. Volvió a dejar la llave en su lugar y no se sintió del todo segura hasta que estuvo en el coche con el motor en marcha. Ya había tenido bastantes emociones aquella noche. Un buen coñac le tranquilizaría los ánimos y ahuyentaría parte de sus temores. ¿Cómo se le habría ocurrido ir allí a olisquear? Ganas le daban de darse de tortas por su estupidez.

Ya en la entrada del garaje de su casa comprobó que no había estado fuera más de una hora. Se sorprendió. A ella le había parecido una eternidad.

E
stocolmo mostraba su mejor cara. Pese a que se sentía como si un velo de melancolía se hubiese extendido sobre su frente. En condiciones normales se habría alegrado al ver el sol relumbrando sobre Riddarfjärden mientras cruzaba el puente de Västerbron. Pero hoy no. La reunión era a las dos y, durante todo el trayecto desde Fjällbacka, había ido pensando, en vano, en una solución. Por desgracia, Marianne le había explicado su situación jurídica de forma bien clara. Si Anna y Lucas seguían insistiendo en vender, ella terminaría por verse obligada a consentir. Su única alternativa era comprarles la mitad de la casa, según el precio de mercado y, con los precios que solían tener las casas en Fjällbacka, no podría pagarles ni una mínima parte. Cierto que, en caso de que se vendiese, ella no saldría mal parada. Su mitad de la casa le reportaría probablemente hasta un par de millones, pero el dinero no significaba nada para ella. No había dinero suficiente en el mundo que compensase la pérdida de la casa. La idea de que algún palurdo capitalino, convencido de que su nueva gorra marinera lo convertía en auténtico habitante de la costa, derribase el hermoso porche de la parte delantera para hacerse una ventana con vista panorámica, la ponía enferma. Y nadie podía tacharla de exagerada, pues lo había visto muchas veces.

Giró hacia el despacho del abogado, situado en la calle de Runebergsgatan, en la plaza de Östermalm. Era una fachada suntuosa, toda de mármol y cubierta de columnas. Comprobó su aspecto en el espejo del ascensor una última vez. La indumentaria la había elegido con esmero para no desentonar en aquel entorno. Era la primera vez que iba a aquel despacho, pero no le había costado adivinar a qué tipo de abogados se confiaba Lucas. Con un gesto de fingida amabilidad, le había advertido que, por supuesto, ella podía ir acompañada de su propio abogado. Erica había preferido, no obstante, presentarse allí sola. Sencillamente, no podía permitirse pagar ningún abogado.

En realidad le habría gustado ver a Anna y a los niños un rato, antes de la reunión. Tal vez incluso tomarse un café en su casa. Pese a la amargura que le causaba la actitud de Anna, ella estaba decidida a hacer cuanto estuviese en su mano para mantener viva su relación.

La postura de Anna no parecía coincidir con la suya y se había excusado aduciendo que resultaría demasiado estresante. Era mejor que se viesen directamente en el despacho del abogado. Y antes de que Erica tuviese tiempo de proponer que se viesen después, Anna se le había adelantado explicándole que había quedado con una amiga justo después de la reunión. Pero Erica no creía que fuese casualidad. Era evidente que Anna quería evitarla. La cuestión era si se trataba de una decisión propia o si Lucas, sencillamente, le había prohibido verla mientras él estaba en el trabajo y no tenía posibilidad de vigilarla.

Todos habían llegado ya cuando entró en el despacho. La observaron con gesto grave, en tanto que ella, con una falsa sonrisa, le estrechaba la mano a los dos abogados de Lucas, que no hizo más que un gesto de asentimiento a modo de saludo. Anna, por su parte, se dejó caer con un vago movimiento de la mano, a espaldas de Lucas. Tomaron asiento y comenzaron las negociaciones.

No les llevó demasiado. Los abogados le explicaron con aridez y objetividad lo que ella ya sabía. Que Anna y Lucas tenían perfecto derecho a proponer la venta de la casa. Si Erica podía pagarles la mitad de su valor en el mercado, tenía también derecho a hacerlo. Si, por el contrario, no podía o no quería, la casa se pondría en venta tan pronto como tuviesen la valoración de un tasador independiente.

Erica miró a Anna con firmeza.

—¿De verdad que quieres hacerlo? ¿La casa no significa nada para ti? Piensa en lo que papá y mamá habrían dicho si hubieran sabido que íbamos a venderla tan pronto como ellos desaparecieran. ¿De verdad que esto es lo que tú quieres hacer, Anna?

Acentuó el «tú» y, de reojo, vio cómo Lucas, irritado, fruncía el entrecejo.

Anna bajó la mirada y se sacudió unas motas de polvo invisibles de su elegante traje. Llevaba la rubia melena peinada hacia atrás y recogida en una cola de caballo.

—¿Y qué íbamos a hacer nosotras con esa casa? Las casas viejas no dan más que un montón de trabajo y piensa en todo el dinero que podemos sacar. Estoy segura de que papá y mamá habrían apreciado que alguna de las dos lo entienda desde un punto de vista más práctico. Quiero decir, ¿cuándo vamos a usar esa casa? En todo caso, Lucas y yo compraríamos un chalet en el archipiélago de Estocolmo, que nos queda más cerca y tú, ¿qué ibas a hacer tú allí sola?

Lucas le sonrió a Erica con ironía al tiempo que le daba a Anna una palmadita de fingido apoyo. Su hermana seguía sin atreverse a mirarla a los ojos.

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