La princesa de hielo (2 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: La princesa de hielo
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El llanto se le ahogó en la garganta y el aire de la casa le resultó de pronto sofocante y difícil de respirar. De modo que decidió dar un paseo. El termómetro indicaba quince grados bajo cero, por lo que se abrigó con varias capas de ropa. Pese a todo, sintió frío al salir, pero sabía que no tardaría en entrar en calor tan pronto como empezase a caminar a buen paso.

La tranquilidad que reinaba en la calle era una liberación. Nadie más circulaba fuera. El único ruido que oía era el de su propia respiración, lo que suponía un fuerte contraste con los meses de verano. Entonces, la vida bullía en el pueblo. Erica prefería mantenerse apartada de Fjällbacka los veranos. Aunque era consciente de que la supervivencia del pueblo dependía del turismo, no lograba librarse de la sensación de que, cada estío, los invadiese una ingente plaga de langostas. Un monstruo de mil cabezas que, poco a poco, año tras año, absorbía el viejo pueblo pesquero al comprar las casas junto a la playa, convirtiendo así el lugar en una ciudad fantasma los nueve meses restantes.

La pesca había sido durante siglos el medio de sustento de Fjällbacka. El árido entorno y la constante lucha por la supervivencia, que dependía de que el arenque abundase más o menos, había hecho de sus habitantes personas ariscas y fuertes. Desde que se convirtió en un paraje pintoresco y empezó a atraer a turistas de repletas billeteras, al mismo tiempo que la pesca comenzó a perder importancia como fuente de ingresos, Erica había empezado a observar que los habitantes del lugar andaban cada año más abatidos y cabizbajos. Los jóvenes emigraban y los mayores soñaban con tiempos ya idos. Ella era, de hecho, una de los muchos que optaron por marcharse.

Apremió el paso aún más y giró a la izquierda, hacia la ladera que desembocaba en la escuela de Håkebackenskolan. Cuando ya se acercaba a la cima, oyó que Eilert Berg le decía a grandes voces algo que ella no entendió. El hombre manoteaba al tiempo que bajaba a su encuentro.

—¡Está muerta!

Eilert jadeaba entrecortadamente y su pecho emitía un desagradable pitido.

—Tranquilízate, Eilert. Dime ¿qué ha pasado?

—Está muerta, ahí dentro.

Eilert señalaba la gran casa de madera pintada de azul claro que había en la cima de la ladera sin apartar de ella su mirada acuciante.

A Erica le llevó un instante tomar conciencia de lo que le decía pero, cuando por fin registró sus palabras, abrió de un empellón la tozuda verja y se abrió paso a grandes zancadas hasta la puerta de la casa. El hombre la había dejado abierta y ella cruzó el umbral cautelosa, preguntándose qué visión la aguardaría. Por alguna razón, no se le ocurrió preguntar.

Eilert la seguía expectante y, sin pronunciar palabra, señaló la puerta del baño. Erica se tomó su tiempo, sin premura, se dio la vuelta y miró a Eilert con gesto inquisitivo. El hombre estaba pálido y, con un hilo de voz, le dijo:

—Ahí dentro.

Hacía mucho que Erica no ponía un pie en aquella casa, pero la conocía bien y sabía perfectamente dónde estaba el baño. Se estremeció de frío, pese a que llevaba ropa de abrigo. La puerta del baño fue abriéndose despacio; y ella entró.

No sabía exactamente qué esperaba encontrar, dada la deficiente información proporcionada por Eilert, pero nada la había preparado para el espectáculo de la sangre. El cuarto de baño estaba alicatado en blanco, de ahí que el efecto de la sangre que había tanto dentro como alrededor de la bañera resultase aún más llamativo. Por un segundo, pensó que el contraste era hermoso, hasta que interiorizó el hecho de que quien yacía en la bañera era un ser humano de verdad.

Pese a lo antinatural de los tonos blancos y de la lividez que se apreciaba en el cuerpo, Erica la reconoció en el acto. Era Alexandra Wijkner, cuyo apellido de soltera era Carlgren, hija de los propietarios de la casa en la que ahora se encontraba. Habían sido muy buenas amigas durante su niñez, que ya se le antojaba muy remota. Ahora, la mujer de la bañera le parecía una extraña.

Los ojos del cadáver estaban cerrados, sin duda obra de un gesto compasivo, pero los labios presentaban un vivo tono azulado. Una delgada capa de hielo flotaba en la bañera ocultando el cuerpo por completo. El brazo derecho colgaba laxo y veteado sobre el borde de la bañera y los dedos se hundían en el charco de sangre coagulada que manchaba el suelo. Junto al brazo, también sobre el borde de la bañera, había una hoja de afeitar. Del otro brazo sólo se veía la parte superior del codo, pues el antebrazo yacía invisible bajo la capa de hielo. También las rodillas sobresalían de la helada superficie. El largo cabello rubio de Alex flotaba esparcido como un abanico sobre el cabecero de la bañera, pero aparecía quebradizo y congelado por el rigor.

Erica se quedó mirándola largo rato. Tiritaba tanto por el frío como por la soledad que ilustraba el macabro cuadro viviente. Muy despacio, fue reculando hasta salir de la habitación.

D
espués todo sucedió como en un paisaje brumoso. Llamó al médico de guardia desde su móvil y esperó junto con Eilert hasta que el doctor llegó con la ambulancia. Reconoció los indicios de la misma conmoción que sufrió al recibir la noticia de la muerte de sus padres y se sirvió una generosa copa de coñac tan pronto como llegó a casa. Tal vez no fuese lo que el médico le había prescrito, pero le ayudaba a controlar el temblor de sus manos.

Ver a Alex la había hecho retrotraerse a su niñez.

Hacía más de veinticinco años que habían sido amigas, pero, pese a que un sinfín de personas había pasado por su vida desde entonces, aún conservaba el recuerdo de Alex en su corazón. No eran más que unas niñas en aquella época. De mayores, llegaron a convertirse en extrañas la una para la otra. Aun así, a Erica le costaba reconciliarse con la idea de que Alex se hubiese suicidado, lo que, por otro lado, había de ser la interpretación ineludible de lo que acababa de ver. La Alexandra a la que ella recordaba era una de las personas más llenas de vida, más estables que había conocido. Una mujer hermosa y segura de sí misma, con tanto carisma que hacía que la gente se volviese a su paso. Según los rumores que Erica había oído y conforme a lo que ella misma siempre había pensado, la vida había sido generosa con Alex. La joven dirigía una galería de arte en Gotemburgo, estaba casada con un hombre tan guapo como bien situado y vivía en Särö, en una casa que parecía una mansión. Aun así, era evidente que algo no iba bien.

Sintió que necesitaba despejar su mente y marcó el número de su hermana.

—¿Estabas dormida?

—¿Bromeas? Adrian me ha tenido en pie desde las tres de la mañana y, cuando por fin se durmió, hacia la seis, Emma se despertó con ganas de jugar.

—¿No ha podido levantarse Lucas, para variar?

Un silencio helador al otro lado del hilo telefónico la hizo morderse la lengua.

—Hoy tenía una reunión importante y debía estar descansado. Además, la situación en su trabajo es bastante delicada en estos momentos, la empresa se enfrenta a una fase crítica de su estrategia.

Anna había ido alzando el tono de voz, en el que Erica percibió cierto eco histérico. Lucas siempre tenía a mano una buena excusa y, al parecer, Anna acababa de citarlo literalmente. Si no era una reunión importante, era que lo estresaban todas las decisiones cruciales que debía tomar o tenía los nervios desquiciados, pues la presión que, según el propio Lucas, implicaba ser un hombre de negocios tan exitoso era difícil de sobrellevar. De este modo, Anna era la única que se responsabilizaba de los niños. Con una niña de tres años bastante despabilada y un bebé de cuatro meses, cuando la vio en el funeral de sus padres, Anna aparentaba diez años más de los treinta que en realidad tenía.


Honey, don't touch that
.

—En serio, ¿no crees que va siendo hora de que empieces a hablar sueco con Emma?

—Lucas piensa que debemos hablar inglés en casa. Dice que, de todos modos, nos habremos mudado a vivir a Londres antes de que empiece el colegio.

Erica estaba tan harta de oír aquella frase: «Lucas piensa, Lucas dice, Lucas opina que…» A sus ojos, su cuñado era paradigma indiscutible de un cerdo de primera clase.

Anna lo conoció cuando trabajaba de
au pair
en Londres y quedó enseguida encandilada por el apabullante cortejo desplegado por el exitoso agente de bolsa Lucas Maxwell que, por si fuera poco, era diez años mayor que ella. Anna abandonó sus planes de estudiar en la universidad y, en cambio, dedicó su vida a ser la esposa perfecta e ideal. Tan sólo había un problema, que Lucas era una de esas personas que jamás se sienten satisfechas y Anna, que desde niña había hecho siempre exactamente lo que le venía en gana, había terminado por eliminar del todo su personalidad a lo largo de su convivencia con Lucas. Hasta que tuvieron hijos, Erica había conservado la esperanza de que su hermana recobrase el juicio, abandonase a Lucas y empezase a vivir su propia vida, pero cuando nació Emma y después Adrian, no tuvo más remedio que reconocer que, por desgracia, su cuñado había venido para quedarse.

—Propongo que dejemos el tema de Lucas y su concepto de educación infantil. En fin, ¿qué han organizado mis sobrinos favoritos desde la última vez?

—¡Bah! Lo de siempre, ya sabes… A Emma le dio un ataque de locura ayer y, antes de que la descubriese, le dio tiempo de destrozar con las tijeras una buena cantidad de ropa, por valor de una pequeña fortuna; y Adrian lleva tres días que no deja de vomitar o de llorar a gritos.

—Me da la sensación de que necesitas cambiar de aires. ¿Por qué no te vienes a pasar una semana con los niños? Además, me vendría bien algo de ayuda con unas cuantas cosas. Y pronto tendremos que ponernos a arreglar papeles y demás.

—Pues eso, precisamente, habíamos pensado hablar contigo del tema.

La voz de Anna empezó a temblar claramente, como siempre que tenía que abordar un tema espinoso. Erica aguzó enseguida el oído. Aquel «nosotros» le traía un eco de mal presagio. Tan pronto como Lucas metía la nariz en un asunto, era, por lo general, para hacer algo que lo beneficiaba a él y perjudicaba a todos los demás implicados.

Erica esperó a que Anna continuase.

—Lucas y yo hemos pensado volver a Londres tan pronto como la filial en Suecia haya quedado bien asentada y la verdad es que no habíamos pensado tener que preocuparnos del mantenimiento de una casa aquí. Y a ti tampoco te vendrá bien verte obligada a arrastrar el lastre de una gran casa de campo, quiero decir, puesto que no tienes familia y eso…

El silencio podía cortarse.

—¡¿Qué es lo que quieres decir?!

Erica se enredó un mechón de su rizado cabello en el dedo índice, una costumbre que había adquirido de niña y a la que recurría siempre que se ponía nerviosa.

—Pues eso… Lucas opina que debemos vender la casa. No podremos conservarla y mantenerla. Además, nos gustaría comprar una casa en Kensington cuando volvamos a Londres y, aunque Lucas gana mucho dinero, el dinero de la venta nos vendría más que bien. Quiero decir, las casas en la costa oeste y con tan buena situación se venden por varios millones. Los alemanes se vuelven locos en cuanto hay vistas al mar y olor a mar.

Anna siguió ofreciendo argumentos, pero Erica empezaba a estar harta y colgó el auricular muy despacio, en medio de una frase. Desde luego que aquello le había despejado la mente de todas, todas.

Ella siempre había sido más una madre que una hermana mayor para Anna. Desde que eran niñas, la había cuidado y protegido. Anna había sido una auténtica niña salvaje, un vendaval que seguía sus impulsos sin pensar en las consecuencias. Erica había tenido que salvarla, en más ocasiones de las que era capaz de recordar, de situaciones a las que ella misma se había expuesto. Lucas había derribado aquella espontaneidad suya, su alegría de vivir. Y aquello era, sobre todo, lo que Erica no podría perdonarle jamás.

A
la mañana siguiente, el día anterior se le antojó un sueño. Había dormido profundamente y sin ensoñaciones que perturbasen su descanso y, pese a todo, se sentía como si apenas hubiese pegado ojo. Estaba tan cansada que le dolía todo el cuerpo. Le rugía el estómago considerablemente, pero tras una rápida ojeada al frigorífico, comprendió que se imponía una visita al supermercado de Evas Livs si quería echarse algo a la boca.

El centro del pueblo estaba desierto y en la plaza de Ingrid Bergman no se veía ni rastro del comercio que bullía allí los veranos. Había buena visibilidad, sin niebla ni bruma, y se divisaba hasta el último golfo de la isla de Valön, que se recortaba contra el horizonte y que, junto con la de Kråkholmen, formaba una angosta apertura hacia las últimas islas del archipiélago.

Llevaba ya recorrido un buen trecho de Gälarbacken cuando tuvo un encuentro. Un encuentro que, de buena gana, habría evitado, por lo que miró instintivamente en busca de alguna escapatoria.

—¡Buenos días!

Elna Persson gorjeó el saludo con una voz descaradamente despabilada.

—¿Pero no es nuestra paisana escritora quien pasea bajo el sol matinal?

Erica lanzó para sí un lamento.

—Pues sí, pensaba darme una vuelta por el súper de Evas para comprar algo.

—¡Pobre criatura! Debes de estar destrozada después de tan terrible experiencia.

La papada de Elna temblaba de excitación y Erica pensó que parecía una golondrina obesa. El abrigo de lana que llevaba era de color verdoso y la cubría entera, desde los hombros hasta los pies, convirtiéndola en una ingente masa amorfa. La mujer sujetaba firmemente el bolso entre sus manos y, sobre su cabeza, hacía equilibrio un sombrero demasiado pequeño en proporción al resto. Parecía de fieltro y también lucía una coloración indefinida, próxima al verde musgo. Tenía los ojos pequeños y hundidos en una protectora capa de grasa. La mujer miraba a Erica expectante, como reclamando una respuesta a su apreciación.

—Sí, bueno, no puede decirse que fuese muy agradable.

Elna asintió comprensiva.

—Pues verás, es que me topé por casualidad con la señora Rosengren y me contó que, al pasar con el coche, te había visto a ti junto a una ambulancia ante la casa de los Carlgren, y las dos comprendimos que tenía que haber sucedido algo terrible. Y después, por la tarde, cuando por casualidad llamé por teléfono al doctor Jacobsson para otro asunto, me habló del trágico suceso. Claro, como una confidencia, por supuesto. Los médicos están obligados por el secreto profesional y eso son cosas que hay que respetar.

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