Buttercup corrió a mirarse en el espejo de su alcoba.
—Oh, Westley —dijo—, no debo defraudarte nunca —y corrió escalera abajo hasta donde sus padres estaban discutiendo.
(Dieciséis a trece, y eso que todavía no habían desayunado.)
—Necesito vuestro consejo —les interrumpió Buttercup—. ¿Qué puedo hacer para mejorar mi apariencia personal?
—Empieza por bañarte —repuso su padre.
—Y, de paso, hazte algo en ese pelo —le dijo su madre.
—Excávate el territorio que llevas detrás de las orejas.
—No te olvides de las rodillas.
—No está mal para empezar —dijo Buttercup y sacudió la cabeza—. Tiene gracia, pero no es fácil ser limpia.
Impertérrita, puso manos a la obra.
Se despertaba cada mañana, al amanecer, y de inmediato concluía con las faenas de la granja. Había mucho trabajo ahora que Westley se había marchado. Más aún, pues desde que el conde los había visitado, todos los de aquella zona habían aumentado sus pedidos de leche. De manera que hasta bien entrada la tarde no le quedaba tiempo para mejorar su aspecto.
Pero entonces sí que ponía manos a la obra. En primer lugar, un buen baño frío. Después, mientras se le secaba el pelo, se dedicaba a componer los fallos de su figura (tenía un codo demasiado huesudo, y la muñeca del brazo opuesto no era lo bastante huesuda). Y hacía ejercicio para perder el resto de obesidad infantil (era muy poca la que le quedaba, porque tenía ya casi dieciocho años). Y se cepillaba y cepillaba el pelo.
Lo tenía de color del otoño, y nunca se lo había cortado, de manera que le llevaba su tiempo cepillárselo cien veces, pero no le importaba, porque Westley nunca se lo había visto así de limpio… y vaya si se sorprendería cuando llegara a América y bajara del barco. Tenía la piel del color de la nata helada, y se frotaba cada palmo de piel hasta dejarla más que reluciente, cosa que no era nada divertida, pero como se alegraría Westley al ver lo limpia que estaba cuando llegara a América y bajara del barco.
Rápidamente comenzaron a apreciar su potencial. En dos semanas del vigésimo puesto pasó al decimoquinto, un cambio jamás visto en aquellas épocas. Al cabo de tres semanas, ya se había ubicado en la novena posición y seguía subiendo. La competencia era tremenda, pero al día siguiente de llegar al noveno puesto, recibió una carta de Westley desde Londres, y con sólo leerla, saltó al octavo. En realidad, a eso se debía su escalada: su amor por Westley no dejaba de aumentar, y por las mañanas, cuando iba a entregar la leche, la gente se quedaba azorada. Había quienes no lograban hacer otra cosa que balbucear, pero muchos lograban hablar, y quienes lo hacían, la encontraban mucho más cálida y amable de lo que había sido jamás. Hasta las muchachas de la aldea la saludaban con inclinaciones de cabeza y sonrisas, y algunas de ellas llegaban incluso a preguntarle por Westley, craso error a menos que se dispusiera de mucho tiempo libre, porque cuando alguien le preguntaba a Buttercup cómo estaba Westley…, pues bien, ella se explayaba. Era supremo, como de costumbre; era espectacular; era singularmente fabuloso. Podía pasarse horas y horas alabándolo. A veces, a sus interlocutores les resultaba un poquitín difícil mantener la atención, pero se esforzaban, porque era mucho lo que Buttercup amaba a su Westley.
Fue por eso que la muerte de Westley la golpeó del modo en que lo hizo.
Le había escrito justo antes de zarpar para América. Su barco se llamaba
Orgullo de la Reina
, y la amaba. (Así era como redactaba sus oraciones: Hoy llueve, y te amo. Estoy mejor del resfriado, y te amo. Saluda a
Caballo
de mi parte, y te amo. Así.)
Después no hubo más cartas, pero era lógico; estaba en alta mar. Entonces fue cuando se enteró. Regresaba a casa después de haber hecho el reparto de la leche y encontró a sus padres rígidos.
—Cerca de la costa de Carolina —susurró su padre.
—Sin previo aviso. De noche —susurró su madre.
—¿Qué? —inquirió Buttercup.
—Piratas —repuso su padre.
Buttercup creyó oportuno sentarse.
Silencio en la estancia.
—Entonces, ¿lo han hecho prisionero? —logró preguntar Buttercup.
Su madre negó con la cabeza.
—Ha sido Roberts —dijo su padre—. El temible pirata Roberts.
—Oh —dijo Buttercup—. El que nunca deja supervivientes.
—Sí —replicó su padre.
Silencio en la estancia.
De repente, Buttercup se puso a hablar a toda prisa:
—¿Lo apuñalaron…? ¿Se ahogó…? ¿Lo degollaron mientras dormía…? ¿Suponéis que lo despertaron…? Tal vez lo azotaran hasta morir… —Entonces se puso de pie—. Estoy diciendo tonterías, perdonadme. —Sacudió la cabeza—. Como si la forma en que lo mataron tuviera alguna importancia. Perdonadme, por favor.
Dicho lo cual, se dirigió rápidamente a su alcoba.
Y allí permaneció durante muchos días. Al principio, sus padres intentaron disuadirla con toda clase de trucos, pero ella no se dejó engañar. Le llevaban comida y se la dejaban delante de la puerta; ella sólo tomaba lo suficiente como para seguir con vida. Del interior jamás se oyó ruido alguno, ni llantos, ni gemidos amargos.
Cuando por fin salió de su alcoba, tenía los ojos secos. Sus padres levantaron la vista del silencioso desayuno y la miraron. Los dos hicieron ademán de levantarse, pero ella alzó una mano indicándoles que no lo hicieran.
—Por favor, puedo cuidarme sola —dijo, y se dispuso a servirse algo de comida.
Sus padres la observaban atentamente.
En realidad, nunca había tenido un aspecto tan radiante. Cuando se había encerrado en su alcoba era una muchacha increíblemente hermosa. La mujer que salió de esa misma alcoba era un poco más delgada, mucho más sabia, e infinitamente más triste. Ésta comprendía la naturaleza del dolor, y debajo de la gloria de sus facciones se entreveían el carácter y la sabiduría que otorga el sufrimiento.
Tenía entonces dieciocho años. Era la mujer más hermosa que existiera en cien años. A ella parecía no importarle.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó su madre.
Buttercup bebió el chocolate a sorbos.
—Muy bien —repuso.
—¿Estás segura? —inquirió su padre.
—Sí —replicó Buttercup. Siguió una larguísima pausa—. Pero no debo volver a amar nunca.
No volvió a hacerlo.
Esta es mi primera gran supresión. El capítulo uno, «La prometida», trata, en su mayoría, de la prometida. El capítulo dos, «El prometido», sólo habla del príncipe Humperdinck en las últimas páginas.
Jason, mi hijo, abandonó la lectura en este capítulo, y no hay manera de culparlo por ello. Porque Morgenstern abre este capítulo dedicándole sesenta páginas a la historia florinesa. Para ser más exactos, a la historia de la corona florinesa.
¿Aburrido? No lo creo.
¿Por qué iba un maestro de la narrativa a interrumpir bruscamente su narración sin haberle dado la oportunidad de comenzar a generarse? No existe respuesta conocida. Lo único que se me ocurre es que para Morgenstern, la verdadera narración no se centraba en Buttercup y en las notables vicisitudes que había de soportar, sino más bien en la historia de la monarquía y temas por el estilo. Cuando se publique esta versión, supongo que cada uno de los eruditos florinenses vivos van a asesinarme. (La Universidad de Columbia no sólo cuenta con los principales expertos florinenses de América, sino que posee vínculos directos con el
Times Book Review
de Nueva York. Es algo que no puedo evitar, y espero que comprendan que no he tenido nunca la intención de mostrarme destructivo con la visión de Morgenstern.)
El príncipe Humperdinck tenía forma de barril. Su pecho era enorme como un barril y tenía unos poderosos muslos abarrilados. No era alto, pero pesaba cerca de los ciento veinte kilos, y era duro como la piedra. Caminaba de costado, como el cangrejo, y probablemente, si hubiera deseado convertirse en bailarín, habría estado condenado a una miserable existencia de infinitas frustraciones. Pero no deseaba convertirse en bailarín. Tampoco tenía demasiada prisa por convertirse en rey. Hasta la guerra, actividad en la que destacaba, ocupaba un segundo plano en sus afectos. Todo ocupaba un segundo plano en sus afectos.
La caza era su gran amor.
Se había impuesto la costumbre de no dejar que transcurriese un solo día sin matar algo. No importaba qué. Al comienzo de su afición, sólo se dedicaba a matar presas grandes: elefantes o pitones. Pero luego, a medida que sus habilidades fueron en aumento, comenzó a disfrutar también con el sufrimiento de pequeñas bestias. Era capaz de pasarse una tarde entera felizmente dedicado a rastrear a una ardilla voladora a través de los bosques o a una trucha arco iris por los ríos. Cuando se le metía una idea entre ceja y ceja, cuando se concentraba en un objeto, el príncipe era implacable. Nunca se cansaba, jamás vacilaba, no comía ni dormía. Para él aquello era el ajedrez de la muerte, y él era el gran maestro internacional.
Al principio, viajó por todo el mundo en busca de oposición. Pero los viajes consumían tiempo, tanto barcos como caballos no daban mucho de sí, y estar alejado de Florin resultaba preocupante. Siempre tenía que haber un heredero al trono, y mientras su padre siguiera vivo, no había problema. Pero algún día, su padre moriría, y entonces el príncipe se convertiría en rey y tendría que elegir una reina para que le diera un heredero al trono que lo sustituyera cuando él muriese.
De manera que para evitar el problema de la ausencia, el príncipe Humperdinck se construyó el Zoo de la Muerte. Lo diseñó él mismo con ayuda del conde Rugen, y ordenó a sus mercenarios que recorrieran todo el mundo para conseguirle ejemplares. El Zoo estaba lleno a rebosar de cosas que el príncipe podía cazar, y no se parecía a ninguno de los santuarios animales existentes. En primer lugar, allí nunca había visitantes. Sólo el guardián albino, que se cuidaba de alimentar adecuadamente a las bestias y de que allí no hubiera enfermedades ni debilidades.
El Zoo tenía otra particularidad: era subterráneo. El príncipe escogió personalmente el sitio, en el rincón más tranquilo y más apartado de los jardines del castillo. Y decretó que tendría cinco niveles, todos ellos con los requisitos adecuados a sus enemigos individuales. En el primer nivel colocó a los enemigos veloces: perros salvajes, leopardos, colibríes. Al segundo nivel pertenecían los enemigos fuertes: las anacondas, los rinocerontes y los cocodrilos de más de seis metros. El tercer nivel era para los venenosos: las cobras, las arañas saltarinas, una profusión de murciélagos letales. El cuarto nivel era el reino de los más peligrosos, los enemigos más aterradores: la tarántula chillona (la única araña capaz de emitir sonidos), el águila sanguinaria (el único pájaro que se alimentaba de carne humana) y, en su exclusiva piscina negra, el calamar chupador. Incluso el albino se echaba a temblar a la hora de alimentar a los animales del cuarto nivel.
El quinto nivel estaba vacío.
El príncipe lo construyó con la esperanza de encontrar algún día algo que mereciera la pena, algo tan peligroso, fiero y poderoso como él.
Cosa poco probable. No obstante, el príncipe era un eterno optimista, y en el quinto nivel tenía siempre preparada una jaula enorme.
En los restantes cuatro niveles ya había material letal más que suficiente para hacer feliz a un hombre. En ocasiones, el príncipe escogía su presa por puro azar: tenía una enorme rueda con una aguja giratoria, y en la parte exterior de la rueda estaban los dibujos de todos los animales del Zoo; solía hacer girar la aguja a la hora del desayuno, y cuando se detenía, el albino escogía la presa marcada. En ocasiones escogía según el humor: «Hoy me siento veloz; tráeme un leopardo», o bien, «Hoy me siento fuerte, suelta al rinoceronte». Y, como era natural, se hacía lo que él pedía.
Estaba acabando con un orangután cuando la cuestión de la salud del rey efectuó su última intrusión. Era media tarde, el príncipe había estado enzarzado con la bestia gigantesca desde la mañana y, por fin, después de todas esas horas, aquella cosa peluda comenzaba a debilitarse. El simio intentó morderlo una y otra vez, síntoma seguro de que perdía fuerza en los brazos. El príncipe esquivó fácilmente los frustrados mordiscos y el pecho del simio se agitó: el animal se desesperaba por respirar. Con sus andares de cangrejo, el príncipe dio un paso de lado, y luego otro, después, salió disparado hacia adelante, hizo girar en sus brazos a la enorme bestia, y comenzó a presionarle la espina dorsal. (Todo esto tenía lugar en el foso de los monos, donde el príncipe se desahogaba con cualquiera de los simios.) Desde lo alto, lo interrumpió la voz del conde Rugen:
—Hay novedades —le dijo el conde.
Sin abandonar la batalla, el príncipe le respondió:
—¿No pueden esperar?
—¿Cuánto tiempo? —inquirió el conde.
C
R
A
A
C
El orangután cayó como un muñeco de trapo.
—¿De qué se trata? —preguntó entonces el príncipe, y dejando atrás a la bestia muerta, subió la escalera que conducía a la boca del foso.
—Vuestro padre se ha sometido a su revisión anual —respondió el conde—. Tengo el informe.
—¿Y?
—Vuestro padre se muere.
—¡Rayos! —exclamó el príncipe—. Eso significa que tendré que casarme.
El príncipe Humperdinck, su confidente, el conde Rugen, el anciano rey Lotharon, padre del príncipe, y la reina Bella, su malvada madrastra, se reunieron en la gran sala del consejo del castillo.
La reina Bella tenía forma de pastilla de goma; era rubicunda como una frambuesa. Con mucho, era la persona más querida del reino, y se había casado con el rey bastante antes de que éste comenzara a balbucear. El príncipe Humperdinck era entonces un niño, y dado que las únicas madrastras que conocía eran las malvadas de los cuentos, siempre llamó así a Bella o, para abreviar, «M. M.».
—Y bien —comenzó a decir el príncipe cuando estuvieron todos reunidos—. ¿Con quién me caso? Escojamos a la prometida y acabemos de una vez.
El anciano rey Lotharon le dijo:
—He pensado que ya ha llegado la hora de que Humperdinck elija una novia. —En realidad no lo dijo, sino más bien lo masculló, de este modo—: He pensaaaa mmm baaa mmmmmaaaa Hummmpmmmbbb elliimmm uuunnn.