La princesa prometida (21 page)

Read La princesa prometida Online

Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

BOOK: La princesa prometida
4.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No me cabe duda de que podríais matarme. Cualquiera que hubiese derrotado a Íñigo y Fezzik no tendría problemas en eliminarme. Sin embargo, ¿se os ha ocurrido que si lo hicierais, entonces ninguno de nosotros conseguiría lo que desea, pues vos habríais perdido la razón de vuestro rescate, y yo, la vida?

—Entonces nos encontramos en un callejón sin salida —dijo el hombre de negro.

—Eso me temo —repuso el siciliano—. No puedo competir físicamente con vos, y no estáis a la altura de mi ingenio.

—¿Tan inteligente sois?

—No hay palabras que logren expresar toda mi sabiduría. Soy tan astuto, listo y sagaz, conozco infinidad de engaños, ardides y trapacerías, soy un bellaco. Y soy tan perspicaz, tan cauteloso como calculador, tan diabólico como ladino, tan artero y poco digno de confianza que… en fin, ya os he dicho que no se han inventado aún las palabras que logren explicar la grandeza de mi cerebro, pero dejadme expresarlo de este modo: el mundo tiene ya varios millones de años, y en un momento u otro varias decenas de millones de personas han hollado su suelo; pero hablando con todo candor y modestia, yo, Vizzini, el siciliano, soy el hombre más hábil, más embaucador, más artificioso y más zorro que jamás haya existido.

—En ese caso —dijo el hombre de negro—, os reto a una batalla de ingenio.

Vizzini se vio en la obligación de sonreír.

—¿Por la princesa?

—Me leéis el pensamiento.

—Parece que lo hago, ya os lo he dicho. Pero no se trata nada más que de pura lógica y sabiduría. ¿A muerte?

—Habéis vuelto a acertar.

—Acepto —gritó Vizzini—. ¡Que empiece la batalla!

—Servid el vino —le pidió el hombre de negro.

Vizzini llenó las dos copas con el líquido rojo oscuro.

El hombre de negro sacó de sus ropas negras un paquetito y se lo entregó al jorobado.

—Abridlo e inhalad, pero procurad no tocarlo.

Vizzini tomó el paquete y siguió las instrucciones que le acababan de dar.

—No huelo nada.

El hombre de negro volvió a coger el paquete.

—Lo que no lográis oler se llama polvo de iocaína. Es inodoro e insípido y se disuelve rápidamente en cualquier líquido. Da también la casualidad de que es el veneno más mortífero conocido por el hombre.

Vizzini empezaba a entusiasmarse.

—Supongo que no querréis alcanzarme las copas —dijo el hombre de negro.

Vizzini negó con la cabeza y repuso:

—Cogedlas vos mismo. Mi largo cuchillo no se apartará de la garganta de la princesa.

El hombre de negro se agachó para coger las copas. Las tomó en sus manos y dio media vuelta.

Expectante, Vizzini lanzó una risotada.

El hombre de negro estuvo ocupado durante un largo instante. Luego se volvió de nuevo con una copa en cada mano. Con mucho cuidado colocó la copa que llevaba en la mano derecha delante de Vizzini, y la que llevaba en la izquierda la depositó sobre el pañuelo, pero más lejos del jorobado. Se sentó delante de la copa que había sostenido en su mano izquierda y dejó caer junto al queso el paquete de iocaína vacío.

—Os toca adivinar a vos —dijo—. ¿Dónde está el veneno?

—¿Adivinar? —gritó Vizzini—. Yo no adivino. Pienso. Discurro. Deduzco. Y luego decido. Pero nunca adivino.

—La batalla de ingenios ha comenzado —anunció el hombre de negro—. Acabará cuando vos decidáis y después de que nos bebamos el vino y descubramos quién estaba en lo cierto y quién muere. Debo añadir que los dos beberemos y naturalmente tragaremos en el mismo instante.

—Es todo tan simple —dijo el jorobado—. Lo único que debo hacer es deducir, por lo que conozco de vos, cómo funciona vuestra mente. ¿Sois de la clase de hombres que pondrían el veneno en su propia copa o en la del enemigo?

—Estáis dándole largas al asunto —le advirtió el hombre de negro.

—Estoy gozando, eso es lo que estoy haciendo —repuso el siciliano—. Hacía años que nadie me planteaba un reto así, y me encanta… Por cierto, ¿puedo oler ambas copas?

—Adelante. Pero aseguraos de dejarlas luego tal y como las habéis encontrado.

El siciliano olisqueó su propia copa; luego tendió la mano por encima del pañuelo, levantó la copa del hombre de negro y la olisqueó también.

—Inodoro, tal como habíais dicho.

—También he dicho que estáis dándole largas al asunto.

El siciliano sonrió, y mirando fijamente las copas de vino dijo:

—Sólo un perfecto tonto pondría el veneno en su propia copa, porque sabría que sólo otro perfecto tonto escogería la copa que le fue asignada. Está claro que yo no soy un perfecto tonto, de manera que también está claro que no escogeré vuestro vino.

—¿Es vuestra última decisión?

—No. Porque vos sabíais que no soy un perfecto tonto, de modo que también sabíais que yo jamás me tragaría semejante treta. Habríais contado con ello. De manera que también está claro que tampoco voy a escoger mi copa.

—Continuad —le pidió el hombre de negro.

—Eso pienso hacer. —El siciliano hizo una pausa para reflexionar—. Hemos decidido ya que lo más probable es que la copa envenenada sea la que tenéis vos delante. Pero el veneno es un polvo hecho con iocaína, y ésta sólo proviene de Australia, y este país, como todo el mundo sabe, está poblado de criminales, y los criminales están acostumbrados a que nadie se fíe de ellos, igual que yo no me fío de vos, lo cual indica claramente que no puedo escoger el vino que tenéis delante.

El hombre de negro comenzaba a impacientarse.

—Aunque, una vez más, debéis de haber sospechado que yo conocía los orígenes de la iocaína, de manera que sabíais que también conocía a los criminales y su comportamiento; por lo tanto, está claro que no puedo escoger el vino que tengo delante de mí.

—A decir verdad, poseéis un intelecto mareante —susurró el hombre de negro.

—Habéis derrotado a mi turco, lo cual significa que sois excepcionalmente fuerte, y los hombres así están convencidos de que son demasiado poderosos para morir, demasiado poderosos incluso para un veneno como la iocaína; de manera que es posible que lo hayáis puesto en vuestra copa, en la confianza de que vuestra fortaleza os salvaría de la muerte; por lo tanto, está claro que no puedo escoger el vino que tenéis delante.

El hombre de negro ya estaba muy nervioso.

—Pero, además, habéis vencido a mi español, lo cual significa que debéis de haber estudiado, porque él se pasó muchos años estudiando para alcanzar la excelencia, y si podéis estudiar, está claro que no sólo sois fuerte. Tenéis plena consciencia de lo mortales que somos todos y no deseáis morir, de manera que habríais mantenido el veneno lo más alejado de vos; por lo tanto, está claro que no puedo escoger el vino que tengo delante de mí.

—Lo único que pretendéis con tanta charla es que me delate —le dijo enfadado el hombre de negro—. Pues no os dará resultado. Os juro que de mí no sabréis nada.

—Ya lo sé todo de vos —replicó el siciliano—. Ya sé dónde está el veneno.

—Sólo un genio habría sido capaz de deducirlo.

—Es una suerte para mí que yo sea un genio —dijo el jorobado cada vez más divertido.

—No podéis asustarme —dijo el hombre de negro, pero el miedo resonó en su voz.

—¿Bebemos entonces?

—Escoged, pues, dejaos de rodeos. No lo sabéis, no hay manera de que podáis saberlo.

El siciliano se limitó a sonreír ante aquella explosión. Entonces, una extraña mirada le nubló el rostro y señalando a espaldas del hombre de negro le preguntó:

—¿Qué diablos será eso?

El hombre de negro se volvió a mirar.

—Yo no veo nada.

—Vaya, habría jurado que vi algo, pero da igual.

El siciliano se echó a reír.

—Yo no entiendo dónde está la gracia —comentó el hombre de negro.

—Os lo diré dentro de un momento —repuso el jorobado—. Pero antes, bebamos.

Y levantó la copa de vino que tenía delante.

El hombre de negro levantó la que tenía delante de sí.

Bebieron.

—Habéis escogido mal —le dijo el hombre de negro.

—Eso es lo que vos creéis —repuso el siciliano mientras su risa se hacía cada vez más sonora—. Lo que me ha hecho tanta gracia hace un momento es que cuando os volvisteis para mirar cambié las copas.

El hombre de negro no tenía nada que decir.

—¡Idiota! —gritó el jorobado—. Habéis sido víctima de un craso error de lo más clásico. El más famoso aconseja: «Cuando estés en Asia no participes nunca en una guerra terrestre». Pero este otro es un poco menos conocido: «Jamás contradigas a un siciliano cuando entra en juego la muerte».

Parecía bastante alegre, hasta que el polvo de iocaína comenzó a hacerle efecto.

El hombre de negro pasó rápidamente por encima del cadáver, y con brusquedad arrancó la venda que cubría los ojos de la princesa.

—He oído todo lo ocurri… —comenzó a decir Buttercup, y entonces exclamó—: ¡Oh! —pues nunca había estado junto a un hombre muerto—. Lo habéis matado —susurró finalmente.

—Dejé que muriera riendo —dijo el hombre de negro—. Y rogad porque haga con vos otro tanto.

La levantó, le cortó las ataduras, la puso en pie y comenzó a tirar de ella.

—Por favor —suplicó Buttercup—. Dadme un momento para recuperarme.

El hombre de negro la soltó.

Buttercup se frotó las muñecas, se detuvo, y se masajeó los tobillos. Luego le echó un último vistazo al siciliano y murmuró:

—Y pensar que durante todo el rato era vuestra copa la que contenía el veneno.

—Ambas estaban envenenadas —le explicó el hombre de negro—. Durante los dos últimos años he tomado pequeñas dosis del veneno para hacerme inmune a él.

Buttercup lo miró. Le resultaba aterrador: enmascarado, encapuchado y peligroso; su voz sonaba ronca y forzada.

—¿Quién sois? —le preguntó.

—No soy alguien con quien se pueda jugar —repuso el hombre de negro—. Eso es todo lo que os hace falta saber. —Dicho lo cual la obligó a ponerse en pie de un tirón—. Ya habéis descansado.

Volvió a tirar de ella para que lo siguiese y, esta vez, la princesa no pudo hacer otra cosa que seguirlo.

Avanzaron por el sendero de montaña. La luz de la luna era muy brillante y había rocas por todas partes; a Buttercup todo le pareció sin vida y amarillo como la luna. Acababa de pasar varias horas en compañía de tres hombres que abiertamente planeaban su fin. ¿Por qué, entonces, estaba más asustada ahora que antes? ¿Quién era aquella horrenda figura encapuchada para inspirarle aquel desmesurado temor? ¿Qué podría ser peor que la muerte?

—Os daré mucho dinero si me soltáis —logró decirle.

El hombre de negro le lanzó una mirada.

—Entonces, ¿sois rica?

—Lo seré —respondió Buttercup—. Si me dejáis marchar, os prometo que os conseguiré lo que pidáis como rescate.

El hombre de negro se echó a reír.

—No hablaba en broma.

—¿Y vos hacéis promesas? ¿Vos? ¿Debería dejaros marchar sólo porque me dais vuestra palabra? ¿Qué valor tiene? ¿Cuánto vale la promesa de una mujer? Oh, majestad, ha sido muy gracioso. Lo dijerais o no en broma.

Siguieron avanzando por el sendero de montaña hasta llegar a un espacio abierto. El hombre de negro se detuvo entonces. El cielo estaba tachonado por un millón de estrellas que luchaban por destacar y, por un momento, dio la impresión de que se concentraba únicamente en estudiarlas a todas; entretanto, Buttercup observaba como los ojos que había detrás de la máscara iban de constelación en constelación.

Entonces, sin previo aviso, abandonó el sendero y se dirigió hacia el terreno desolado, arrastrándola tras de sí.

Ella tropezó y él la obligó a incorporarse de un tirón; volvió a caer y él volvió a ponerla en pie.

—No puedo andar tan deprisa.

—¡Sí que podéis! ¡Y lo haréis! O sufriréis inmensamente. ¿Creéis que podría haceros sufrir inmensamente?

Buttercup asintió.

—¡Corred entonces! —le gritó el hombre de negro, y salió corriendo, volando casi bajo la luna, arrastrando tras de sí a la princesa.

Ella trató de mantener el ritmo lo mejor que pudo. Tenía miedo de lo que fuera a hacerle, por lo tanto, no se atrevió a caer de nuevo.

Al cabo de cinco minutos, el hombre de negro paró en seco y le ordenó:

—Recuperad el aliento.

Buttercup asintió, inspiró y trató de que su corazón se calmara. Pero, entonces, volvieron a partir a la carrera, sin previo aviso, atravesando el terreno montañoso en dirección a…

—¿Adónde… adónde me lleváis? —inquirió Buttercup con un hilo de voz cuando volvió a permitirle que descansara.

—Está claro que alguien tan arrogante como vos no puede esperar de mí una respuesta.

—No importa si me lo decís o no. Él os encontrará.

—¿Quién es él, alteza?

—El príncipe Humperdinck. No hay mejor cazador que él. Es capaz de rastrear un halcón en pleno día nublado; él os encontrará.

—¿Y confiáis en que vuestro eterno amor os salve?

—No he dicho que fuera mi amor eterno, y sí, él me salvará, de eso estoy segura.

—¿Admitís que no amáis a vuestro futuro esposo? Vaya sorpresa. Una mujer honesta. Alteza, sois un raro espécimen.

—El príncipe y yo no nos hemos mentido nunca, desde el principio. Él sabe que no lo amo.

—Que no sois capaz de amar, querréis decir.

—Soy muy capaz de amar —repuso Buttercup.

—Callaos.

—He amado con más profundidad de la que pueda imaginar un asesino como vos.

La abofeteó.

—Ese es el castigo por mentir, alteza. En el sitio del cual provengo se castiga a las mujeres que mienten.

—Pero he dicho la verdad, la pura verdad, he…

Buttercup vio que su mano volvía a levantarse por segunda vez, se contuvo rápidamente y cerró la boca.

Entonces echaron a correr otra vez.

Pasaron varias horas sin dirigirse la palabra. Se limitaron a correr de vez en cuando, como si él adivinara en qué instante flaqueaban las fuerzas de la princesa, se detenía y le soltaba la mano. Ella intentaba recuperar el aliento porque estaba segura de que al momento siguiente volverían a echar a correr. Sin hacer ruido alguno, él le aferraba la mano y volvían a partir.

Amanecía casi cuando vieron por primera vez a la Armada.

Corrían por el borde de un barranco imponente. Parecía como si se encontraran en la cima del mundo. Cuando se detuvieron, Buttercup se tendió en el suelo a descansar. El hombre de negro la miraba silencioso desde su altura.

Other books

Water's Edge by Robert Whitlow
Ruins of War by John A. Connell
Jerk: A Bad Boy Romance by Taylor, Tawny
Bitten by Violet Heart
Caress of Flame by King, Sherri L.
Clash Of Worlds by Philip Mcclennan
Tempestuous Eden by Heather Graham
An Undying Love by Janet MacDonald
Until Tuesday by Luis Carlos Montalván, Bret Witter