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Authors: E. D. Baker

Tags: #Infantil y juvenil

La princesa rana (6 page)

BOOK: La princesa rana
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«Podría pasarme toda la noche oyendo esta música», pensé, y cerré los ojos.

La brisa tibia de la tarde me acariciaba la piel y la música era tan hermosa que me daba escalofríos; se me ponía la carne de gallina o, mejor dicho, la piel de rana...

¡Croac!, ¡croac!, cantaban
Bassey
y los otros sapos; ¡crec!, ¡crec!, replicaban
Peepers
y las ranitas; ¡robidí!, ¡robidí!, cantaba Eadric. Yo seguía el compás de la melodía balanceando la cabeza cuando, de repente, se hizo un silencio absoluto. Abrí los ojos y al instante comprendí el motivo: una serpiente del tamaño de un brazo humano se deslizaba por entre la hierba al borde del arroyo. Antes de que pudiéramos reaccionar, se dio impulso y se lanzó con las fauces abiertas sobre un miembro del público. Al cabo de un instante, la pobre rana se retorcía en el gaznate del reptil y pataleaba con las patas todavía fuera, como si pudiera dar un brinco y escapar. ¡Qué horror! Solté un grito y la serpiente giró la cabeza y me miró directamente a los ojos.

—¡Ven! —exclamó Eadric agarrándome del brazo. Pero me quedé inmóvil, paralizada por la mirada del reptil—. ¡Que vengas, te digo! —Me tiró del brazo hasta que me di la vuelta—. ¡Salta! —gritó cuando ya la serpiente reptaba hacia mí.

Di un brinco y aterricé encima de un anciano sapo que se arrastraba con lentitud por el agua.

—Lo siento, no era mi intención...

—¡Date prisa! —chilló Eadric, ya en el arroyo—. ¡No es momento para disculparse!

—¡Lo siento! —volví a decir y, dándome impulso en una roca resbaladiza, volé por los aires y caí en medio de la corriente—. ¡No sirvo para esto! —exclamé, y escupí porque había tragado agua—. ¡Esta vida no es para mí!

—¡Sigue nadando y no pienses! —gritó Eadric, y me dio otro tirón.

Seguí nadando a su lado, pateando tan rápido como me era posible, hasta que no pude más. Él encontró un agujero seguro río abajo, en un banco de barro; me condujo hasta allí y me ayudó a trepar al refugio.

Estaba tan asustada que no cesaba de temblar y Eadric me consoló con unas palmaditas en el lomo.

—Ya está, ya ha pasado —dijo—. No podrá encontrarnos aquí.

—Pero ¿y las otras serpientes? —murmuré con un nudo en la garganta—. ¡Tarde o temprano nos atrapará alguna! Esto no es para mí, Eadric. Por lo menos cuando era princesa nadie podía comerme viva. ¡Tenernos que buscar ayuda!

—Hay una posibilidad —repuso Eadric a regañadientes—. Es un poco remota, pero podemos probar si realmente lo deseas.

—¿Cuál es?

—Buscar a la vieja bruja que me convirtió en rana. No sé dónde vive, pero cada mes, cuando hay luna llena, va a recoger plantas a cierto lugar, o al menos eso solía hacer. Sólo faltan dos noches para el plenilunio; por lo tanto, si partimos mañana por la mañana, llegaremos a tiempo.

—¿Crees que nos echará una mano?

—Tal vez. Ella me dijo que volvería a ser un príncipe si una princesa me daba un beso. Pero aunque tú eres una princesa y me diste un beso, ¿por qué sigo siendo un sapo? Fue ella la que realizó el hechizo, de modo que tiene que hacerse cargo del asunto. Seguramente conseguirá arreglarlo.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? ¡Ya sabías que yo no quería ser rana!

—Porque es arriesgado. Quién sabe si querrá ayudarnos, o si la encontraremos en ese lugar. Además (Eadric se puso colorado, o mejor dicho... verde oscuro), si yo continúo siendo un sapo, me consolaría un poco tener una rana amiga que anteriormente haya sido humana. Tú me caes muy bien... Pero lo intentaremos, si eso es lo que deseas.

—¡Claro que lo deseo! ¡No creo que aguante mucho más tiempo siendo rana!

No sabía qué pensar de la declaración de Eadric. A veces me parecía un pesado y un grosero, pero en el fondo era un buen sapo y a mí también me caía bien. Me adormilé pensando en él: era un animal considerado y servicial y me trataba como si yo mereciera toda su atención. En cualquier caso era más agradable pensar en él que en la espantosa serpiente que se había tragado a la ranita.

Llevaba dormida un rato cuando un ruido me despertó. Miré alrededor, pero nada había cambiado en el agujero y Eadric roncaba apaciblemente junto a mí. Entonces oí el ruido otra vez: era el lamento de un perro que aullaba en la distancia. En vez de asustarme, sentí lástima por él, puesto que yo misma tenía ganas de aullar.

«Aunque es más afortunado que yo —pensé—. Por lo menos no le preocupa que alguien se lo coma.» Sentí un escalofrío y me acerqué un poco más a Eadric. De momento estaba segura en nuestro pequeño refugio de barro.

Siete

C
uando despertamos a la mañana siguiente, todavía no había salido el sol. Yo no tenía hambre, pero Eadric insistió en que desayunáramos antes de partir. Había abundantes mosquitos revoloteando en la oscuridad y, al comerme el primero, me llevé una sorpresa porque estaba algo salado y me llenó bastante para ser un insecto tan enclenque.

—La primera parte del viaje la haremos por tierra —me explicó Eadric entre un bocado de mosquito y otro—, y no correremos peligro si cumplimos ciertas reglas. En primer lugar, no hagas ruidos innecesarios; en segundo lugar, ve comiendo por el camino porque tenemos poco tiempo y, por último, mantén siempre los ojos abiertos y las orejas alertas. Si oyes algo sospechoso no digas nada, pero haz esta señal para advertirme.

Eadric estiró el brazo y se dio una palmadita en la cabeza.

—Todos los animales de los alrededores también se darán cuenta —observé—. ¿Y si más bien te doy un golpecito en el hombro?

—Vale. Eso también servirá.

Avanzamos un trecho por el pantano, pero a medida que el sol ascendía nos adentramos en tierras menos llanas y más secas. En un momento dado, me detuve a contemplar unos dientes de león salpicados de barro; en mi vida anterior había visto pocas flores, aparte de los capullos de cristal en la habitación de Grassina, porque estaban prohibidas en el castillo, pues tanto mi tía como mamá eran alérgicas.

Eadric carraspeó impaciente y reanudamos el camino. Al cabo de un rato tuvimos que brincar a través de un pedregal, donde no había casi plantas. Ambos estábamos nerviosos porque si aparecía algún depredador, no podríamos escondernos bajo las piedras ni detrás de los escasos hierbajos que crecían por allí. Así que apretamos el paso tratando de alcanzar un pastizal que había más adelante. De repente una mariquita pasó zumbando por encima de mi nariz y aterrizó junto a una piedra pequeña y achaparrada. Recordé el consejo de Eadric e intenté comer por el camino: di un brinco y lancé el lengüetazo, pero el bicho era más pequeño que los anteriores y la lengua volvió vacía a mi boca. Por andarme fijando en la lengua, no presté atención a mis pies, de modo que tropecé y caí de bruces al suelo. ¡Eslurp! Alguien había atrapado a la mariquita de un lengüetazo.

—Mejor suerte otra vez —dijo una voz cavernosa.

Miré incrédula hacia donde había salido el sonido y vi que una piedra achaparrada parpadeaba y movía una pata...

—¡Eres un sapo! —exclamé, asombrada.

—¡Y tú una rana que no sabe saltar! —replicó el animal—. A ver, ¿qué edad tienes?

—¿Y a ti qué te importa?

—No he visto saltar tan mal a nadie desde que a mis renacuajos les salieron patas. Tendrás que aprender algo de coordinación si quieres comer.

—Sólo lleva unos días siendo rana —intervino Eadric.

—¿Ah, sí? ¿Y qué era antes? —preguntó el sapo.

—Puedo explicarlo perfectamente yo sola, gracias —protesté—. Para que te enteres: ¡era una princesa!

—Ya lo entiendo... Resulta que cuando una princesa salta, llega tan lejos como el escupitajo de un saltamontes, ¿eh? ¡Vaya! —dijo el sapo mirando a mis espaldas—. ¡Atenta, jovencita! Ése si que es grande.

Me di la vuelta pensando que se trataba de un insecto, pero era el enorme perro blanco que había intentado comerme; venía trotando derecho hacia nosotros. No podía quitarle los ojos de encima.

—Ponte fuera de peligro, si no te importa —sugirió el sapo—. Yo me encargaré de él.

Me escabullí detrás de un hierbajo y el sapo saltó temerariamente a campo abierto. Al echarme un vistazo y darse cuenta de mi expresión, se echó a reír.

—¡No te preocupes, jovencita! Sé cuidarme perfectamente. ¡Mira esto!

El sapo brincó tres veces y se plantó delante del perro, cuyos ojos echaron chispas.

—¡Ajá! —dijo el perro. Olfateó al sapo de arriba abajo y se metió en la boca aquel cuerpo grisáceo y lleno de bultos, pero enseguida hizo una mueca extraña y lo soltó, como si el sapo estuviera ardiendo. De las mandíbulas del perro goteaba una especie de espuma blanca; el animal emitió un quejido mientras se acariciaba el hocico con una pata—. ¡Uuuf! ¿Qué diablos es esto?

Meneó la cabeza, esparciendo espumarajos en el pedregal, soltó un aullido de dolor y se marchó corriendo por donde había venido.

—¿Estás bien? —le pregunté al sapo—. ¡Pobrecito!

—Fresco como un sapo. Gracias por tu interés.

—¿Cómo lo has hecho? ¡Creí que ya te tenía!

—¿A mí? ¡Nunca! La Madre Naturaleza me ha dado un arma secreta. —El sapo bajó la voz susurrando como un conspirador—. Vosotras las ranas os creéis muy superiores, con vuestra piel tersa y vuestras lindas caritas, pero no tenéis nada parecido. ¿Ves la parte de atrás de mi cabeza? ¡Esta baba pegajosa no es baba de perro, no, señor! Yo produzco mi propio veneno y sabe asqueroso, según he oído decir. ¡Ja, ja, ja! Ese perro llevaba todas las de perder.

—Y el veneno... El perro no estará malherido, ¿verdad?

—No, ya se le pasará. Y si se espabila, habrá aprendido la lección.

—Nunca creí que pudieras hacer algo así.

—¡Por eso se trata de mi arma secreta! —dijo sonriendo radiante, antes de volverse hacia Eadric, que lo miró ceñudo.

—Tenemos que irnos —dije—. ¡Gracias por ayudarnos!

—Fue un placer, jovencita. ¡Que sigas brincando! Sólo tienes que practicar un poco y lo harás muy bien.

Eadric y yo reanudamos la marcha sin decirnos ni una palabra, hasta que logramos escondernos en el mar de altas olas verdes del pastizal. En cuanto estuvimos a la sombra solté un suspiro de alivio.

—¿Por qué te has puesto así? —le pregunté a mi compañero—. Nunca te había visto tan de mal humor.

—No tenía por qué haber hecho eso.

—¿El qué? —pregunté—. ¿Quién no tendría que haber hecho qué?

—Ese viejo sapo. ¡No tenía por qué echarse un farol! ¿Quién se cree que es, tu caballero andante? Si hace falta que alguien te rescate, ¡lo haré yo! ¡No lo necesitamos para nada! Si no se hubiera entrometido, yo me habría encargado del perro.

—¿Cómo?

—No lo sé. Pero ya se me habría ocurrido algo, estoy seguro. No hacía falta que ese sapo cotilla y metomentodo saltara a protegerte.

—Sólo trataba de ayudarnos, Eadric.

—Pues no precisamos su ayuda. ¡Mírame! ¡Yo soy grande y fuerte! ¡Soy un ejemplar superior y puedo protegernos a los dos!

Me di por vencida. A juzgar por su cara de furia, era mejor no seguir discutiendo.

Fui abriéndome paso por entre los pastos, sin prestar atención a mi compañero. Había muy pocos claros para brincar en condiciones, así que cada dos por tres tenía que arrastrarme, menearme y dar un brinquito. Poco a poco iba avanzando, pero me dolían todos los músculos.

Las estrellas titilaban en el cielo cuando llegamos al otro borde del pastizal, y nos refugiamos debajo de un espino en flor.

A la mañana siguiente nos internamos en un cementerio de arbolitos temblorosos y oímos el murmullo distante del agua. Sorteamos peñascos y troncos secos, guiándonos por el sonido, y respiramos aliviados al avistar la maleza que bordeaba el arroyo. Habíamos permanecido fuera del agua tanto tiempo que notaba la garganta reseca y la piel como el cuero cuarteado. Me abrí paso por entre los tallos y las ramas y me zambullí en el agua tornasolada seguida de Eadric.

Nadamos el uno al lado del otro sin prisa ni esfuerzo porque nos dirigíamos aguas abajo; yo apenas lanzaba una patadita de vez en cuando, pues la propia corriente nos llevaba. Cerca del mediodía, el cielo se fue cubriendo de nubarrones y la lluvia, que agujereaba el arroyo, cayó en forma de grandes goterones sobre mi cabeza.

«No nos hará ningún daño refrescarnos un poco más», pensé, pero me inquieté cuando restalló el primer trueno.

—¿Falta mucho? —le pregunté a Eadric, que estaba atareado reconociendo el lugar.

—Estamos más cerca de lo que creía. ¿Ves aquel roble? —Señaló un árbol en la otra orilla del arroyo—. Fue ahí donde até a mi caballo la noche en que me convertí en rana. Quién sabe qué habrá sido de él. Se llamaba
País de Sol
y era el mejor caballo que he tenido jamás. Ojalá no le haya pasado nada malo.

—Seguro que alguien lo encontró, o logró soltarse, porque no se ven huesos de caballo. ¿Por qué viniste aquí esa noche? Nunca me lo has contado.

—No es una gran historia, de verdad: me parecía que estaba enamorado de una princesa y quería conquistarla regalándole unas hojas de mandrágora. Porque, según me habían dicho, si alguien las hierve (siempre que se hubieran cogido a medianoche con luna llena), se le aparece el rostro de la persona que ama en el fondo del cazo; y como creía que yo era el amor de su vida, estaba convencido de que ella vería mi semblante.

—¡Nunca había escuchado semejante tontería! La mandrágora no sirve para nada parecido. ¿Quién te dijo eso?

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