—De modo que si mueres por Cristo, te conviertes en un mártir y contribuyes a la extensión de lo que llamáis la Iglesia.
—Así es, mi señora. El mártir es un testigo de Cristo y con su ejemplo siembra y engrandece nuestra fe, pero con su muerte alcanza la santidad y el Paraíso, donde goza de la felicidad suprema ante la presencia eterna en el seno del Señor Nuestro Dios.
—¿En eso consiste vuestro cielo y vuestra felicidad, en admirar eternamente a vuestro dios?
—Sí, pues no existe mayor satisfacción que contemplar Su hermoso rostro por toda la eternidad.
—¿Crees que merece la pena morir por eso?
—Por supuesto, señora; todos los cristianos lo creemos, estamos convencidos de ello.
—¿Y qué ocurre con los que no van a ese cielo? —preguntó Zenobia.
—Los impíos arderán en el fuego del Infierno, en la gehena, y sufrirán para siempre los más terribles tormentos.
—Vuestro dios parece más cruento que los dioses de Palmira.
—Dios es amor y perdona los pecados cometidos en la Tierra por sus fieles, a los que colocará a su derecha en el Juicio Final y en el Paraíso por toda la eternidad. Pero también es justo, y por ello condenará al fuego eterno a los que lo nieguen y a los que no cumplan sus mandamientos, los revelados por los profetas, los apóstoles y los evangelistas.
Mogino parecía convencido de lo que estaba diciendo, y hablaba de Dios con los ojos muy abiertos, como iluminado por una especie de arrebato místico. Su voz ya no temblaba ante la reina y sus palabras fluían con la firmeza y la seguridad ile quien está convencido de tener la posesión de la verdad. Su esposa Maroua lo miraba arrobada, con los ojos serenos de la mujer que admira al hombre con el que ha decidido compartir toda su vida. Entre tanto, Giorgios aparentaba escuchar con atención la conversación entre la reina y el obispo, pero en el interior de su cabeza sólo había sitio para imaginar cuándo sería la próxima vez que le haría el amor a Zenobia.
Mediado el banquete, unos golpes sonaron en la puerta de la casa; una voz potente y plena de autoridad conminaba a que la abrieran inmediatamente. El jefe de la comunidad cristiana fue avisado de la presencia del general Zabdas, que amenazaba con derribar la puerta si no la abrían al instante.
Zenobia se dirigió al atrio, pidió que abrieran la puerta y se asomó a la calle. Zabdas estaba plantado en medio de la calzada, equipado con la coraza y el casco de combate, la espada en la vaina, con los dos pies bien asentados en el suelo, las piernas abiertas y los brazos en jarras. Su rostro mostraba una mezcla de enfado y preocupación. A su lado se habían desplegado medio centenar de soldados.
—Mi buen Zabdas, ¿a qué viene este escándalo? Tadmor es una ciudad tranquila y sus ciudadanos desean que así lo siga siendo. ¿Por qué esta alteración?
El general se quedó pasmado ante la serenidad de la reina.
—Mi señora, la escolta que tenías asignada regresó al cuartel y, en fin, yo pensé que había algún problema…
—Mis amigos Mogino y Maroua, los dueños de esta casa, me han invitado a comer. Me acompaña el general Giorgios; él es mi escolta. Puedes retirarte tranquilo a tu casa, general. Yo deseo acabar el banquete.
—Sí, mi señora, pero dejaré a la puerta media docena de hombres por si necesitas alguna cosa.
—Hazlo si así te sientes más confortado, pero aquí no cono ningún peligro.
Zabdas llenó sus pulmones de aire, saludó a su reina inclinando la cabeza y, de mala gana, ordenó a sus hombres que lo siguieran, dejando a seis de ellos custodiando la entrada de la casa del obispo de los cristianos palmirenos.
Atardecía cuando Zenobia decidió regresar a palacio. Tras el banquete, los cristianos habían cantado salmos e himnos de un libro que decían que había sido escrito por el rey judío Salomón, el que fuera considerado como el más sabio de los hombres. Uno de los cristianos aseguró que el gran santuario de Bel en Palmira era una copia exacta del templo que Salomón había ordenado construir en la ciudad sagrada de Jerusalén y que fuera destruido por los asirios hacía casi mil años, y que muchas de las tradiciones de Palmira estaban basadas en la colección de las antiguas escrituras sagradas que veneraban tanto los judíos como los cristianos.
Zenobia y Giorgios se despidieron de los dueños de la casa con afecto y saludaron a los soldados del retén, que se pusieron de inmediato a sus órdenes.
—La reina desea regresar a palacio; dos de vosotros id por delante y los demás seguidnos a una distancia prudente —les ordenó.
—No creo que se coman a los niños —comentó Zenobia mientras enfilaban la calle perpendicular a la gran avenida.
—¿Cómo dices?
—Que estos cristianos no parecen peligrosos, sus ritos y creencias son muy simples; salvo ese intrincado enigma que llaman la Trinidad.
—Los sacerdotes de Bel opinan que son una amenaza para Palmira y si las cosas se complican no dudarán en incitar a la plebe para que les causen dificultades.
—Sobre todo si confunden Palmira con sus intereses particulares. Iré a apaciguar los ánimos de los sacerdotes del santuario de Bel; están muy nerviosos por lo que creen una feroz competencia de los cristianos.
Siguieron caminando, cada vez más despacio conforme se iban acercando a palacio, como si ninguno de los dos quisiera llegar a su destino para no separarse del otro.
El inmenso recinto de piedra ocre enfoscada y pintada en colores intensos del santuario de Bel se recortaba rotundo en el cielo azul purísimo de Palmira. La reina había enviado un mensaje a su sumo sacerdote, el taimado Elabel, para avisarlo de que se disponía a visitar el templo.
El pequeño sacerdote la aguardaba bajo el inmenso pórtico de ocho columnas rematadas con capiteles tallados según el estilo de Corinto. Había sido construido a instancias de Tiberio, el segundo emperador de Roma, quien así había querido plasmar la estrecha alianza entre el Imperio y las tribus árabes del desierto sirio. Había sido levantado en el centro de lo que hasta entonces no era sino una modesta aldea de casas de adobe y de barro. Su traza era obra de un arquitecto de origen griego procedente de Antioquía, que lo había construido siguiendo modelos griegos, sirios y romanos, intentando crear un edificio que fuera la síntesis de lo que pretendía significar la entonces nueva ciudad de Palmira.
En torno a ese santuario, e imitando sus formas arquitectónicas y su magnificencia, fue creciendo la ciudad, que unos pocos años más tarde ya se había convertido en la más opulenta de todo Oriente.
Todas las paredes estaban decoradas con elementos ornamentales en forma de hojas de palmera, de acanto, de piñas y de otro tipo de plantas y de motivos geométricos, modelos de los que otros arquitectos y escultores habían cincelado en las fachadas del resto de edificios. Aquel complejo tan vasto se había construido en apenas trece años, lo que todavía se recordaba como muestra de la grandeza y el poderío de la Roma de los primeros césares.
Precedido por dos jinetes que portaban los emblemas reales de Palmira, el carro de Zenobia apareció ante el pórtico del santuario; lo conducía Kitot, equipado con armadura y «asco de estilo griego que lo hacían parecer el mismísimo Aquiles revivido. Zenobia iba a su lado, vestida con una túnica púrpura y adornada con sus mejores joyas, entre ellas el sorprendente broche de oro y lapislázuli en forma de caracol, y se tocaba con su casco de ceremonia en plata sobredorada rematado con las dos plumas de halcón.
Tras el carro, sobre dos poderosos caballos de guerra, cabalgaban los generales, Zabdas y Giorgios, con armaduras dotadas y cimeras rematadas con garras de león el palmireno y de águila el griego, y, por fin, un destacamento de soldados y una carreta con presentes para el santuario.
—Sé bienvenida a la morada de Bel, mi reina. —Elabel se inclinó ante Zenobia, que subió los peldaños de la escalinata del pórtico de dos en dos.
El resto de los sacerdotes se tumbó en el suelo y Elabel, contra su deseo, se vio obligado a hacer lo mismo. Al sumo sacerdote no le gustaba que la soberana de Palmira fuera venerada como lo hacían los persas con sus reyes, y que ante su presencia todos los hombres tuvieran que tumbarse en espera de que se les concediera permiso para incorporarse. Elabel creía que una adoración semejante debería quedar reservada para honrar a los dioses inmortales.
—Te traigo algunos regalos. —Zenobia alcanzó con extraordinaria agilidad el último de los escalones; tras ella iban los dos generales.
Unos esclavos portaban cajas cargadas de piezas de seda, copas de plata y candelabros y pebeteros de bronce que entregaron a los sacerdotes, a los que Zenobia había autorizado a ponerse en pie.
La comitiva entró en el recinto, atravesó el patio y se dirigió al sancta sanctórum.
—Hemos colocado los ídolos de los dioses Arsu y Azizu en un lugar preferente del santuario, ahí mismo. —Elabel señaló a la izquierda del templo donde había dos nuevos pedestales con las estatuas de esos dos dioses montados respectivamente sobre un camello y un caballo—. Te pedimos autorización para erigir a nuestra costa dos esculturas semejantes, una sobre la puerta de Dura Europos y otra en la de Damasco.
—Muy listo ese Elabel. Arsu y Azizu son dos de los dioses preferidos por la mayoría de los palmirenos, porque son las deidades protectoras del comercio. Arsu, el que monta el camello, defiende a los comerciantes de las caravanas que proceden o parten hacia el este, a Persia, India y China, y Azizu lo hace con los que van hacia el oeste, hacia Siria y Egipto. Con ese gesto, ese gordito pelón quiere ganarse el afecto de los mercaderes y dejar claro que sus fortunas las salvaguardan los dioses que se veneran en este santuario, a los que tendrán que agasajar con generosos donativos si quieren seguir contando con su protección —bisbisó Zabdas al oído de Giorgios.
—Donativos que es el propio Elabel quien controla —añadió el ateniense.
—Puedes hacerlo, pero debes contar para ello con la autorización de los magistrados de Tadmor; es su competencia —le respondió Zenobia a Elabel.
—Ya lo he hecho, señora, y lo han aprobado; sólo falta tu permiso. Este templo ha sido visitado por emperadores y reyes. El divino Adriano paseó bajo estos pórticos hace siglo y medio y el augusto Odenato le otorgó notables privilegios y dádivas, pero nunca vieron sus paredes mayor majestad que la de la reina Zenobia, soberana de Palmira y de Oriente. Que nuestros dioses te sean propicios, ¡oh señora!, para que sigas conduciendo a Tadmor a la mayor de las grandezas que jamás pudo soñar.
Los sacerdotes aclamaron a Zenobia, y unas doncellas aparecieron portando unas canastillas con pétalos de las primeras flores de la temporada, que arrojaron a sus pies dibujando tina senda de colores hasta la misma entrada del sancta sanctorum.
Los relieves esculpidos en los enormes frisos mostraban a los dioses de Palmira rodeados de camellos, caballos, palmeras, parras repletas de racimos de uvas y granados cuajados de sus frutas. En un friso había un relieve en el que tres mujeres participaban en una especie de procesión en la que un camello transportaba un betilo sagrado; sus rostros estaban cubiertos con velos. Aquella escena esculpida en piedra le recordó a Giorgios su estancia en la ciudad de La Meca. En otros se veían escenas con los dioses de Grecia y de la profunda Arabia; allí estaban claramente identificados Eros, Afrodita o Cupido, y animales de los relatos heroicos como el caballo alado
Pegaso
, tallados por las manos de los escultores griegos contratados durante decenios para embellecer el santuario.
—Aquí tienen cabida todos los dioses, mi señora. Nuestras creencias permiten la convivencia de todos ellos en armonía, ima armonía que nadie debería alterar. Sacrificaremos una novilla y dos corderos para que las cosas sigan siendo así para siempre. —El sumo sacerdote acabó su discurso cantando un himno a Bel, al que se unieron enseguida las voces de sus colegas.
En el lugar preparado para los sacrificios, un altar al aire libre, un experto matarife degolló a la novilla y a los dos corderos, cuyas patas estaban sujetas con cordeles; la sangre de los animales brotó roja y espesa sobre una enorme losa de mármol. El matarife abrió las tripas de los tres animales y un sacerdote examinó las entrañas, desparramadas sobre el mármol. Tras comprobar el aspecto de los intestinos, el corazón y el hígado, concluyó que eran propicios para ofrecerlos a los dioses. Entonces, todos los sacerdotes presentes cantaron himnos de alabanza a Bel y a los demás dioses de Palmira, ofreciéndoles aquellos animales de cuya carne darían buena cuenta más adelante.
Tras presenciar el sangriento ritual, Zenobia le pidió a Elabel que la acompañara a un lugar discreto bajo los enormes pórticos, donde nadie pudiera escucharlos.
—He hablado con algunos cristianos de Palmira.
—En ese caso habrás comprobado su maldad…
—Esos cristianos no constituyen ningún peligro. Creen en un solo dios, aunque dicen que está formado por tres personas diferentes, algo tan extraño que ni siquiera sus sacerdotes son capaces de explicar con precisión, y celebran un culto muy sencillo en el que creen estar comiendo la carne de su dios, que no es otra cosa que pan de trigo, y bebiendo su sangre, que identifican con un poco de vino tinto rebajado con agua.
—Ahora son pocos, pero crecen deprisa, y si algún día logran ser mayoría acabarán con todos los que no crean en su hombre-dios. Su religión es excluyente: no admite otros cultos, no admite otros dioses, no admite otras creencias. Son una amenaza, señora, una terrible amenaza para nuestras tradiciones, para nuestro modo de vida, para todo cuanto significa Tadmor.
—Descuida, Elabel, esta ciudad sabrá sobrevivir a esos cristianos.
—Sería mejor si no existieran.
—Su fe es tan profunda que para ello deberíamos exterminarlos, y no conseguiríamos sino que se reprodujeran más deprisa todavía. Algunos emperadores romanos los han perseguido y lo único que han logrado es que con la sangre de sus mártires, como llaman a los que mueren en defensa de su fe, su número aumente más y más. No, la represión de los cristianos no mejoraría las cosas.
Elabel torció el labio y calló; desde luego, si por él hubiera sido, haría tiempo que los cristianos habrían desaparecido de Palmira.
Palmira, último día de primavera de 270;
1023 de la fundación de Roma
Unos mercaderes persas de paso por Palmira habían pedido permiso a Zenobia para realizar un sacrificio a Ahura Mazda, el dios solar más venerado en el Imperio de los sasánidas.