La Prisionera de Roma (88 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
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El mayordomo ordenó a una esclava que trajera agua. Zenobia bebió una copa de un trago y pidió que se la llenaran de nuevo, ahora con vino especiado y endulzado con aguamiel.

—Despacio, señora, despacio.

Tras beber la segunda copa sintió dolor en sus pies; estaba descalza pero vestida con una túnica de noche.

—Me arden los pies.

—Anoche los lavamos con agua y los untamos con aceite de oliva y sésamo; luego vendrá un médico y te los curará. Los grilletes han provocado profundas rozaduras y los tienes llenos de ampollas; varias se han reventado y supuran. Creo que durante unos días no podrás caminar.

Y así fue. Casi dos semanas tardaron en curarse las heridas de sus pies.

Durante esos días siguieron los festejos que celebraban el triunfo de Aureliano ante todos sus enemigos. Hubo representaciones de comedias y tragedias en todos los teatros de Roma, bailes y música con liras, cítaras, crótalos y flautas dobles, carreras de caballos y de cuadrigas en el circo de Nerón, en el de Domiciano y en el Circo Máximo, cuya arena podía contemplarse directamente desde diversos puntos de los palacios imperiales.

En el Coliseo fueron sacrificados centenares de animales, muchos de ellos habían sido mostrados en el desfile triunfal por las calles de Roma, e incluso se celebraron los combates de barcos, a los cuales eran muy aficionados los ciudadanos, en los grandes estanques del palacio de los césares. Casi la mitad de los gladiadores que habían desfilado el día de Saturno perecieron en las luchas en el anfiteatro durante los juegos en honor de Aureliano, que distribuyó entre los soldados, la población y diversas instituciones romanas cinco millones de sestercios a modo de donativo.

En los circos y en los teatros se sirvieron cenas y comidas gratuitas para toda la población, y en el campo de Marte hubo desfiles militares y demostraciones ecuestres. Durante aquellos días las panaderías no cesaron de hornear el pan llamado
siligino
, elaborado con harina blanca de primerísima calidad, que habitualmente sólo se servía en las mesas del emperador, los senadores y los más ricos patricios romanos y que por gracia de Aureliano se puso al alcance de todos los romanos; las carnicerías sirvieron centenares de cerdos y de bueyes, cuya carne se asó en enormes espetones; y corrieron en abundancia los vinos de Campania y de la Bética.

La gente recorría las calles de Roma vitoreando una y otra vez a su emperador; en las esquinas más concurridas poetas y músicos recitaban poemas y canciones en su honor.

Por unos días la mayoría de los romanos fue feliz, y de nuevo volvieron a sentirse los dueños y señores del mundo.

CAPÍTULO L

Roma, principios de primavera de 274;

1027 de la fundación de Roma

Durante los dos meses que siguieron al triunfo de Aureliano, la única compañía de Zenobia fueron las esclavas, los eunucos, el mayordomo, que solía visitarla una vez al día, y los libros de la alacena de la biblioteca. Comprobaba el paso lento y callado de las horas en una clepsidra, un reloj inventado por ingenieros griegos que funcionaba mediante un complicado mecanismo hidráulico y que el mayordomo cuidaba con todo esmero.

Tras varias semanas sin que ocurriera absolutamente nada, aquella mañana recibió una noticia importante.

—Esta tarde te visitará el emperador —le comunicó el mayordomo.

Zenobia se vistió con una estola de seda azul, con pliegues a la moda romana, que le proporcionó el mayordomo de entre los muchos vestidos que se guardaban en el guardarropa de palacio.

No tenía joyas que ponerse, pues las que lució en el desfile ya habían sido retiradas al tesoro imperial, y no pudo conseguir ninguna pese a que le rogó al mayordomo que le proporcionara alguna para lucir más rutilante.

Aureliano apenas había cambiado con el triunfo. Su figura seguía siendo la de un soldado de anchos hombros, amplio pecho y brazos poderosos. Llevaba el pelo muy corto y las sienes estaban plateadas por las primeras canas.

—La última vez que te vi hacía mucho calor —dijo Aurelia— no al presentarse ante Zenobia.

—Fue el verano pasado, en Atenas.

—¿Te han tratado bien en este tiempo?

—Como a una real prisionera.

Zenobia evitó manifestar queja alguna por lo ocurrido el día del desfile triunfal.

—Sé que tuviste que ser tratada por el médico. Me comentaron que habías sufrido severas heridas en tus pies. Lo siento, creí que estarías más acostumbrada a caminar.

—Y lo estoy, pero nunca hasta ese día había caminado cargada de cadenas.

—Eran de oro.

—Eran cadenas.

—El pueblo de Roma quería verte así. Durante varios años fuiste nuestra más temible enemiga. Muchos romanos murieron por tu rebelión; ahora se sienten satisfechos y reconfortados.

—No era necesaria tanta humillación.

—Sí lo era. Y te aseguro que te he protegido de los deseos de mis generales. Todos hubieran preferido verte muerta, devorada en la arena del anfiteatro por un par de hambrientos leones o ensartada por las astas de un fiero toro de Hispania. Me debes la vida, no lo olvides, señora.

—Mi vida ya no es valiosa como lo fuera en otro tiempo; si te debo la vida te debo muy poco.

—Tú has sido mi mejor trofeo y Palmira mi conquista más rentable. ¿Sabes que con el tesoro que conseguimos en tu ciudad hemos pagado todas las fiestas celebradas con motivo de mi triunfo? Cuando partí hacia Oriente prometí a los romanos que si regresaba triunfante les regalaría una corona de dos libras a cada uno.

—¿Y lo has cumplido?

—Por supuesto. En Roma se elabora una pieza de pan que se llama corona porque tiene forma de rosca, de modo que regalé una a cada romano. Y he dispuesto que cada familia reciba una corona cada día durante todo el tiempo que dure mi reinado, y que se añada a ese pan unas libras de carne de cerdo en las festividades más señaladas.

—Si gastas a ese ritmo pronto agotarás la fortuna de Palmira.

—Los palmirenos erais muy ricos; ese tesoro todavía dará mucho de sí. Incluso he reservado una parte para una obra que te complacerá: voy a construir un templo dedicado al dios Sol, al que sé que es la única deidad que tú y yo adoramos y en la única en la que creemos. He previsto levantarlo en la colina del Quirinal, en una zona ocupada ahora por unas casas en mal estado que amenazan ruina. He ordenado que desalojen a los residentes y que los instalen en un barrio al otro lado del Tiber. Quiero que comiencen los trabajos del nuevo templo enseguida.

»Hace un par de semanas llegaron al puerto de Ostia varias estatuas del santuario de Bel; vendrán bien para decorar el nuevo templo al Sol Invicto, a quien dedicaré mi triunfo. También depositaré allí el tesoro de Palmira, todas esas túnicas recamadas de piedras preciosas, las telas púrpuras y las sedas que se mostraron durante el desfile triunfal.

—¿Y qué piensas hacer ahora conmigo? Ya me has mostrado como trofeo ante tu pueblo y has conseguido aplacar la ira de los romanos; ¿qué destino me has reservado? —preguntó Zenobia.

—He comentado tu situación con mi esposa Severa y con algunos de mis consejeros más cercanos, y todos coinciden en que todavía constituyes un problema, y que lo seguirás siendo salvo que medien dos alternativas.

—¿Dos?

—No puedo enviarte al exilio porque alimentaría tu leyenda y podrías reorganizar la lucha contra Roma, de modo que la primera propuesta es que mueras y que tu cadáver lo vean todos los romanos para que no haya duda de que no has escapado. Alguno me ha propuesto que seas ejecutada en el Coliseo a la vista de todo el pueblo.

—Comprenderás que esa solución no me atraiga en absoluto. ¿Cuál es la segunda?

—Que te conviertas en una dama romana y te comportes el resto de tu vida como tal.

—¡Vaya! ¿Y cómo se consigue eso?

—De una única manera: casándote con un destacado ciudadano de Roma, con un senador.

Zenobia no se sorprendió ante la asombrosa propuesta de Aureliano, aunque no la esperaba.

—Ya estuve casada con uno. Te recuerdo que mi esposo Odenato fue proclamado senador, augusto de Oriente y defensor de la frontera. De modo que, visto de esta forma, ahora soy la viuda de un senador romano.

—Piénsalo bien. Sólo tienes esas dos alternativas: o te casas con un senador o…

—O me ejecutarás. Y si decido casarme para salvar mi vida, ¿quién sería mi esposo? Imagino que ya habrás decidido quién es el candidato idóneo para ocupar mi cama.

—Sí; he hablado con él y está de acuerdo. Se trata de un prestigioso senador. Es viudo, tiene cuarenta años y posee una de las mayores fortunas de Roma. Su linaje no es de los más nobles; su abuelo era un comerciante hispano que se hizo rico vendiendo salazones en los mercados y su padre alcanzó la magistratura senatorial merced a su dinero. Ha realizado su
cursus honorum
ocupando todas las magistraturas; ha sido cuestor, edil, curul y pretor. Sólo le falta ser cónsul, aunque eso imagino que ya vendrá, pues tiene condiciones y apoyos para ello. Una boda con la que fue reina de Palmira elevaría su rango nobiliario de caballero a patricio. Además, sé que es un hombre honrado y un ejemplo como
pater familias
. —Así denominaban los romanos al varón cabeza de un linaje, verdadero dueño y señor absoluto del hogar—. Si te casas con él, te aseguro que te tratará bien y que serás dichosa a su lado. Y creo que él estará encantado de llevar a su cama a una mujer tan hermosa como tú. ¿Qué hombre no lo estaría por hacerle el amor a la mujer más bella del mundo?

»¿Sabes?, el día del desfile yo era el protagonista absoluto, pero la verdad es que los hombres de Roma sólo tenían ojos para ti. Algunos dijeron que eras la mujer más bella que jamás habían visto; entre ellos estaba el senador que si aceptas mi propuesta se convertirá en tu esposo.

—¿De cuánto tiempo dispongo para decidirlo?

—El Senado comienza a sentirse molesto por tu situación; hay quien no ve bien que permanezcas en este palacio y no creo que tarden mucho en proponer que se te traslade a una verdadera prisión.

—Antes de decidir me gustaría conocerlo.

—De acuerdo. Le diré que venga a verte esta misma semana, y que lo haga con toda discreción.

Hacía dos años de la última vez que se había acostado con un hombre. Lo recordaba bien; fue en verano, unos pocos días antes de que comenzara el asedio a Palmira por las legiones de Aureliano.

Hacía calor, estaba sola y tenía miedo. Y entonces llegó Giorgios, su amante, e hicieron el amor en el palacio; mientras duró aquel encuentro se sintió segura en los brazos del ateniense.

El senador había anunciado que la visitaría a la hora nona, antes de la cena. Zenobia no estaba nerviosa, pero sentía cierta curiosidad por conocer al hombre que Aureliano le había elegido.

Nunca le habían atraído los hombres. Cuando se casó con Odenato ni siquiera pensó en ello; se limitó a cumplir, como era lo habitual entre los árabes, el acuerdo entre él y su madre y acatar su papel de esposa. En las ocasiones en que Odenato la tomaba, ella se dejaba hacer intentando agradar a su marido, pero nunca sintió placer en ninguno de aquellos encuentros amorosos.

Sólo con Giorgios se había estremecido y había gemido de placer. Pero tras su muerte no había vuelto a sentir la necesidad de tener un hombre a su lado que le hiciera el amor. Desde luego, si al fin se casaba con el senador, tendría que acceder a sus deseos sexuales, y eso no le agradaba demasiado.

Había sido reina de Palmira y de Egipto y augusta de Oriente, y a sus treinta años mantenía su legendaria hermosura, de modo que decidió mostrarse ante el senador en todo su esplendor.

Sus dos esclavas la vistieron con el vestido rojo de seda que había traído desde Palmira y que tuvieron que apañar con maestría pues algunas zonas se habían deteriorado durante el desfile del triunfo de Aureliano.

Carecía de joyas, pero en esta ocasión el mayordomo de palacio accedió a prestarle un par de brazaletes de plata y un broche de bronce con varias perlas, muy pequeñas, que pertenecían a su esposa.

Se cepilló el pelo negro y brillante y lo recogió en un alto moño, al estilo de la moda que imperaba entre las damas de la aristocracia romana, se perfiló los ojos con
kohl
, se empolvó las mejillas con colorete, se pintó los labios con un carmín rojo carmesí y se perfumó con aroma de jazmín y lavanda.

Al acabar de arreglarse se miró en un espejo de plata bruñida y comprobó que su belleza no se había ajado. Tal vez se atisbaban las huellas de lo que pronto serían unas pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos, pero su aspecto y su figura todavía eran capaces de seducir a cualquier hombre.

El mayordomo le anunció que el Senador había llegado y que la aguardaba en la sala de la biblioteca. Zenobia ya estaba lista, pero le hizo esperar un rato.

El Senador era un hombre maduro. Aureliano le había dicho que tenía cuarenta años, pero aparentaba alguno más. Era de la misma estatura que Zenobia, de fuerte complexión, anchos hombros y brazos poderosos. Tenía el pelo negro, aunque poblado de canas, y lo llevaba muy corto, con unas entradas no demasiado profundas. Sus ojos grandes, verdosos y brillantes denotaban a un hombre sereno y tranquilo. Lucía una barba recortada y muy cuidada, sin una sola cana, por lo que Zenobia dedujo que, a diferencia del cabello, se la teñía. Los labios eran finos pero sensuales, y cuando los abría dejaban entrever unos dientes pequeños pero bien alineados y limpios.

Aristóteles escribió que el rostro de los humanos denota su carácter. Si fuese así, el del Senador era desde luego un hombre sereno, recatado y seguro de sí.

Zenobia apareció en la biblioteca radiante y hermosa. Su vestido estaba algo ajado y sus joyas no se correspondían a la belleza ni al pasado de aquella mujer, pero a él le pareció la más rutilante de la Tierra.

—Señora, permíteme que me presente —balbució mientras decía su nombre y su condición.

—El emperador me ha comentado que deseas casarte conmigo. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—La que desees, señora.

—¿Te lo ha ordenado él? Te rogaría que me dijeses la verdad pues es probable que vayamos a ser esposos. Si quiero seguir viva no dispongo de otra alternativa que aceptarte.

El senador dudó pero, tras unos instantes, se sinceró.

—Sí. El emperador me pidió que te tomara como esposa. Hace dos años enviudé y…

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