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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Profecía

BOOK: La Profecía
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Nacido sin Magia, Joram es uno de los Muertos. Durante varios años vive entre proscritos, subsistiendo gracias a su ingenio y a sus habilidades. Poseedor del secreto de la piedra-oscura decide regresar al reino encantado de Merilon para reclamar sus derechos al trono.

En el camino, un encuentro fortuito, o quizá no tan fortuito, le proporciona no sólo un poderoso aliado sino también la oportunidad de aprender algo sobre el manejo de las espadas.

Ahora ya está preparado para hacer frente a su destino. En Merilon le aguardan el amor en la persona de la dulce Gwendolyn y su feroz enemigo, el Patriarca Vanya, con su ejército de siniestros Dukk-tsarith.

Acompañado por el catalista Sayron, por el joven mago Mosiah y por el embustero y vividor Simkin, Joram descubrirá el terrible misterio de su origen y la existencia de una antigua profecía que pone el destino del mundo en sus manos, las mismas que forjaron la Espada de Joram.

Margaret Weis & Tracy Hickman

La Profecía

La espada de Joram II

ePUB v1.0

Volao
25.04.12

Repetición

No había habido ningún banquete aquella noche en los aposentos del Patriarca Vanya.

—Su Divinidad se encuentra indispuesto —fue el mensaje que los Ariels llevaron a aquellos que habían sido invitados.

Entre éstos se incluía el cuñado del Emperador, cuyo número de invitaciones para cenar en El Manantial aumentaba según empeoraba la salud de su hermana. Todo el mundo se había mostrado muy amable y terriblemente preocupado por el bienestar del Patriarca. El Emperador ofreció incluso su
Theldara
personal al Patriarca, ofrecimiento que fue rehusado respetuosamente.

Vanya cenó solo, y tan preocupado estaba el Patriarca que muy bien podría haber estado comiendo salchichas con sus Catalistas Campesinos en lugar de cosas tan delicadas como lengua de pavo real y cola de lagarto, que apenas si probó, no dándose cuenta siquiera de que estaban poco hechas.

Una vez que hubo terminado y hecho que le retiraran la bandeja, bebió un coñac y se sosegó para esperar hasta que la diminuta luna del reloj de cristal de su escritorio llegara a su cenit. La espera resultaba difícil, pero la mente de Vanya estaba tan ocupada que descubrió que el tiempo pasaba más rápidamente de lo que había esperado. Los regordetes dedos se arrastraban incesantemente por los brazos del sillón, tocando ahora este hilo de su tela de araña mental, ahora aquél, contemplando si necesitaba reforzarse o repararse, lanzando nuevos filamentos donde fuera necesario.

La Emperatriz: una mosca que pronto estaría muerta.

Su hermano: heredero al trono. Una especie diferente de mosca que requería una consideración especial.

El Emperador: su cordura era en el mejor de los casos precaria, la muerte de su adorada esposa podría muy bien hacer que se viniera abajo una mente ya de por sí débil.

Sharakan: los demás imperios de Thimhallan observaban aquel estado rebelde con demasiado interés. Se lo debía aplastar y dar una lección a sus habitantes. Y junto con ellos, borrar totalmente del mapa a los Hechiceros del Noveno Misterio. Aquello iba saliendo muy bien... o había ido saliendo.

Vanya se removió inquieto y echó un vistazo al reloj de cristal. La diminuta luna empezaba a despuntar ahora en el horizonte. Con un gruñido, el Patriarca se sirvió otro coñac.

El chico. Maldito chico, y maldito también ese condenado catalista. La piedra-oscura. Vanya cerró los ojos, estremeciéndose. Estaba en peligro, en peligro de muerte. Si alguien descubría alguna vez la increíble metedura de pata que había cometido...

Vanya vio aquellos ojos codiciosos que lo vigilaban, esperando su caída. Los ojos del Lord Cardinal de Merilon, quien había hecho ya —según se rumoreaba— planes para redecorar los aposentos del Patriarca en El Manantial. Los ojos de su propio Cardinal, un hombre que pensaba con lentitud, desde luego, pero que había ascendido a través de las diferentes categorías con paso lento y seguro, pisoteando todo aquello o a aquellos que se interponían en su camino. Y había otros. Vigilando, esperando, ansiosos...

Si llegaban a oler siquiera su fracaso, se lanzarían sobre él como grifos, desgarrándole la carne con sus espolones.

¡Pero no! Vanya cerró con fuerza una mano rechoncha, luego se forzó a sí mismo a calmarse. Todo iba bien. Había planeado cada contingencia, incluso las más improbables.

Con aquel pensamiento en la mente y dándose cuenta de que la luna estaba ya finalmente acercándose a la parte superior del reloj, el Patriarca alzó su mole del sillón y se dirigió, a pasos lentos y calculados, a la Cámara de la Discreción.

La oscuridad era vacía y silenciosa. No había ninguna señal de trastorno mental. Quizá fuera una buena señal, se dijo Vanya mientras se sentaba en el centro de la redonda habitación. No obstante, un estremecimiento de temor recorrió la telaraña cuando envió su llamada a su valido.

Esperó, sus dedos crispándose como las patas de una araña.

La oscuridad seguía siendo inmóvil, fría, silenciosa.

Vanya lanzó de nuevo su llamada, los dedos cerrándose sobre sí mismos.

«Puede que conteste o puede que no», le había dicho la voz. Sí, eso sería muy propio de él, ese arrogante...

Vanya lanzó un juramento, sus manos sujetándose con fuerza a la silla, bajándole el sudor por la frente. ¡
Tenía
que saberlo! ¡Era demasiado importante! Tendría...

Sí...

Vanya aflojó las manos. Empezó a pensar, dándole vueltas en la cabeza a aquella idea. Había previsto todas las contingencias, incluso las improbables. Y aquélla la había previsto incluso sin saberlo. Así piensan los genios.

Recostándose en la silla, la mente del Patriarca Vanya tocó otro hilo de la telaraña, enviando una urgente llamada a alguien que, lo sabía, no esperaría en absoluto recibirla.

LIBRO I
1. La llamada

—Saryon...

El catalista flotaba entre la inconsciencia y la pesadilla que era su vida consciente.

—¡Divinidad, perdonadme! —murmuró febrilmente—. ¡Llevadme de vuelta a nuestro santuario! Liberadme de esta terrible carga. ¡No puedo soportarlo! —Agitándose en su tosca cama, Saryon puso las manos sobre sus cerrados ojos como si quisiera borrar de ellos las espantosas visiones que el sueño sólo servía para intensificar y hacer aún más aterradoras—. ¡Asesinato! —gritó—. ¡He asesinado! ¡No una vez sólo! ¡Oh, no, Divinidad! Dos veces. ¡Dos hombres han muerto por mi culpa!

—¡Saryon!

La voz volvió a repetir el nombre del catalista, y esta vez sonó con un ligero tono de irritación.

El catalista se encogió, hundiéndose las palmas de las manos en los ojos.

—¡Dejad que me confiese a vos, Divinidad! —sollozó—. Castigadme como queráis. ¡Lo merezco, lo deseo! ¡Entonces me veré libre por fin de sus rostros, de sus ojos..., que no dejan de atormentarme!

Saryon se sentó en la cama, soñoliento. No había dormido durante días; el agotamiento y la excitación habían conseguido vencer a su mente temporalmente. No tenía la menor idea de dónde estaba ni por qué aquella voz —que él sabía que se encontraba a cientos de kilómetros de distancia— podía hablarle con tanta claridad.

—El primero fue un joven de nuestra Orden —continuó el catalista con voz entrecortada—. El Señor de la Guerra utilizó mis poderes para otorgar Vida con el fin de asesinarlo. Aquel desgraciado catalista no tuvo la menor posibilidad, ¡y ahora también el Señor de la Guerra está muerto! ¡Yacía ante mí indefenso, toda su fuerza desaparecida por
mi culpa
! Joram... —El catalista bajó la voz hasta convertirla en un apagado murmullo—. Joram...

—¡Saryon!

La voz sonó severa, con un tono de apremio y dominio que, finalmente, sacó al catalista de su confuso estupor.

—¿Qué? —Saryon miró a su alrededor, tiritando en sus húmedas ropas. No se encontraba en el santuario de El Manantial; estaba en la helada celda de una prisión. La Muerte lo rodeaba por doquier. Las paredes eran de ladrillo, piedra creada por la mano del hombre y no mediante la magia; en el techo de vigas de madera que había sobre su cabeza se apreciaban los golpes de las herramientas; la frías barras de metal, forjadas utilizando las Artes Arcanas, parecían por sí solas formar una barrera que cerraba el paso a la Vida—. ¿Joram? —llamó Saryon en voz baja con los dientes apretados a causa del frío.

Pero una mirada a su alrededor le bastó para comprobar que el muchacho no estaba en la celda, que ni siquiera había dormido en su cama.

—Claro que no —se dijo Saryon estremeciéndose.

Joram estaba en el bosque, deshaciéndose del cadáver... Pero entonces, ¿de quién era la voz que había oído con tanta claridad? El catalista hundió la cabeza entre las temblorosas manos.

—¡Os ruego que toméis mi vida, Almin! —suplicó con fervor—. Si realmente existís, tomad mi vida y poned fin a este tormento, a este sufrimiento. Porque me estoy volviendo loco...

—¡Saryon! ¡No puedes evitarme, si es que ése es tu propósito! ¡Me escucharás! ¡No tienes elección!

El catalista alzó la cabeza mirando a todas partes con ojos desorbitados, mientras un escalofrío más helado que el más frío soplo de viento invernal le recorría el cuerpo.

—¿Divinidad? —preguntó con labios temblorosos. Poniéndose en pie con dificultad, el catalista paseó la mirada por la pequeña celda—. ¿Divinidad? ¿Dónde estáis? No puedo veros y, sin embargo, os oigo..., no comprendo...

—Estoy en tu mente, Saryon —respondió la voz—. Te hablo desde El Manantial. Cómo lo consigo es algo que no te concierne, Padre. Soy muy poderoso. ¿Estás solo?

—S... sí, Divinidad, por el momento. Pero yo...

—¡Pon orden en tus pensamientos, Saryon! —La voz volvió a sonar impaciente—. ¡Están tan revueltos que no puedo leerlos! No es necesario que hables.
Piensa
las palabras que vayas a pronunciar y yo las oiré. Te concederé un momento para que te calmes mediante la oración; luego espero que estarás en condiciones para atenderme.

La voz calló, pero Saryon siguió notando su presencia en el interior de su cabeza, zumbando en su mente como un insecto. Intentó tranquilizarse apresuradamente, pero no mediante la oración. Aunque apenas unos momentos antes había suplicado a Almin que le ayudara a abandonar esta vida —y aunque aquel desesperado ruego había sido totalmente sincero—, Saryon sintió brotar en su interior un primitivo y vivo deseo de supervivencia. El mero hecho de que el Patriarca Vanya fuera capaz de penetrar en su mente de aquella forma le aterraba y llenaba de cólera, no obstante se daba cuenta de que no estaba bien sentir cólera. Como un humilde catalista que era, debería sentirse orgulloso de que el gran Patriarca dedicase su tiempo a investigar sus indignos pensamientos. No obstante, en lo más profundo de su ser, en aquel mismo lugar sombrío del que procedían sus pesadillas nocturnas, una vocecita se preguntaba fríamente: «¿Cuánto sabe? ¿Hay alguna manera de que me pueda ocultar de él?».

—Divinidad —dijo Saryon, indeciso, girando sobre sí mismo en el centro de la oscura habitación, mirando temeroso a su alrededor como si el Patriarca pudiera aparecer en cualquier momento surgiendo de la pared de ladrillos—, me resulta difícil calmar mis... pensamientos. Mi mente inquisitiva...

—¿La misma mente inquisitiva que te ha llevado a moverte por senderos de oscuridad? —preguntó el Patriarca con disgusto.

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