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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (21 page)

BOOK: La prueba
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Y eran, por lo que parecía, unas fieras.

Se arrellanó como pudo en su silla plegable de lona y refunfuñó un poco por la cutrez de su jefe. Había que joderse, vale que había tenido que alquilarle a toda prisa un mal llamado loft semivacío, pero lo mínimo hubiera sido ocuparse en los cuatro días que ya llevaba allí instalado de que alguien, uno de los chicos más jóvenes de la organización a los que irónicamente llamaban becarios, se hubiera encargado de acondicionarlo mínimamente. Así, cuando él llegara, agotado tras la vigilancia frente al despacho, podría disfrutar con detalles de esos que te alegran un poco la dura tarea, como enchufar la nevera y meter un pack de seis cervezas en ella o procurarle un asiento digno, ya que iba a pasar sus buenas horas en él; algo más cómodo que esa desvencijada silla de playa, de las de tela a rayas plastificada en la que, podía predecirlo con total nitidez, al igual que en las noches anteriores, iba a dejarse la espalda.

Bueno, se consoló, al menos la cosa parecía que iba a animarse, después de un día aburrido perdido en vigilar a los tres abogados, que trabajaban como condenados y no habían salido del bufete más que para comer y, luego, regresar al hogar. Había fantaseado con que la abogada chiquita, con tanta menudencia y fragilidad, tendría que esconder una bomba dentro. Solo así podría comprender el interés del jefe en ella, aunque seguía sin entender para qué quería la vigilancia si no tenía ninguna opción, si no había nada que hacer mientras el abogado grandote, que tampoco lo hacía nada mal, estuviera cerca.

«Aunque claro —sonrió—, a veces pareces tonto», se dijo, para eso está la pistola. Y mecánicamente comprobó que seguía en su sitio, en la parte baja de su espalda, bien sujeta por el cinturón de su pantalón, perfectamente limpia, engrasada y dispuesta, y se ilusionó con la posibilidad de tener que usarla.

Ese, a fin de cuentas, sí era su trabajo; un trabajo serio y de responsabilidad y no la tontería de vigilar a los chicos mientras se acostaban, que también tenía sus alicientes, pero ni entrañaba riesgos ni peligros ni a él, personalmente, le haría medrar en lo laboral.

«Pero bueno, no le des más vueltas —se recomendó a sí mismo— y disfruta lo que puedas». La noche parecía tranquila y sus vigilados no daban la sensación de ir a salir de casa, por lo que barajó la posibilidad de ir a una sex shop a ver una película porno. Se entretuvo en admirar la fuerza contenida de aquel abogado que por las noches dormía, y alguna cosa más, con su compañera de despacho; era enorme, y poderoso, y también potente. Parecía un tipo tranquilo, pero no quería ni pensar cómo podría ponerse en caso de estar cabreado. Tomó mentalmente nota de esta ocurrencia pensando que, si después iba a ser su trabajo enseñarle la pistola y para qué la usaba, debía ser precavido y no darle ninguna opción a defenderse, porque no parecía de los que desaprovechaban las oportunidades. Estaba seguro de que, si quería, con esas manazas, podría destrozarle.

Le llamaba la atención aquel hombre, se reconoció. Resultaba interesante observarlo. Durante el día trabajaba codo a codo con Jimena, la abogada, y no parecía que fueran más que buenos amigos de tan respetuoso como era con ella, aunque él, el vigilante, estaba seguro de que todos en el despacho estaban perfectamente al tanto de lo suyo y ellos, la pareja, al menos ahora, ya no se molestaban en ocultarlo. Volvió a contemplarlo, era un placer poder admirar a un tiarrón como aquel en acción, con ese cuerpazo que parecía lento sólo porque él no quería espabilarse, que daba sensación de paz y tranquilidad cuando, en realidad, no era más que fuerza y potencia contenida, una auténtica máquina de matar o amar maravillosa en su ejecución y su potencia cuando, como ahora, se desataba.

El vigilante movió la cabeza, pesaroso y admirativo a la vez, pues su mente se dispuso a montarse una película de dos, no, de tres realidades distintas:

Una: que la esencia de la pasión de aquella pareja residía en su doble relación de amigos y compañeros que fingían ignorarse, no desearse durante el día, a saber por qué motivo. Quizá porque en su momento, el tercero en discordia, el príncipe rubio que parecía recién salido de una saga nórdica, albergó ilusiones hacia ella y ahora no querían lastimarlo.

Dos: que se querían de verdad.

Y tres: que si el puto amo de todo quería conseguir, por los motivos que fuera, a la chica, Roberto no lo permitiría. Y entonces él iba a tener que cargárselo.

Y entonces, el sonido de un teléfono lo sobresaltó, justo cuando empezaba a invadirle ese pesar extraño que a veces le asaltaba en los momentos más inesperados y que le hacía sentirse débil y cobarde y le llevaba a replantearse qué estaba haciendo con su vida, si valía realmente la pena ese trabajo. Odiaba el hecho de que, de vez en cuando, tuviera que ocuparse de gente que parecía buena y ajena a su mundo de mierda, personas que se veían honestas y por las que, como esos dos chicos, Jimena y Roberto, comenzaba a sentirse fascinado.

—¡Mierda! —exclamó para sus adentros, y con total rapidez buscó en la estancia enorme y diáfana el lugar donde estaba repiqueteando el aparato.

Cuando lo localizó se quedó ante él a la expectativa, pues aquel no era un teléfono como Dios manda, un modelo como el que la gente normal tiene en sus casas, sino un sistema de escucha conectado al teléfono fijo del ático que estaba vigilando. No suponía ningún problema para él, sabía manejar a la perfección esos trastos, pero no dejó de mostrarse intrigado una vez más ante el celo que el amo había exigido en la vigilancia de esos matados que nada tenían ni de mafiosos ni de peligrosos, que ni siquiera daban la sensación de ocultar trapos sucios con los que luego poder extorsionarlos.

Tranquilo ya de nuevo, pues sabía que esa llamada no era para él y que no tenía que descolgar el auricular, sino esperar a que lo hicieran ellos, los tortolitos pinchados, regresó a la incómoda silla y empuñó de nuevo los prismáticos, que bien ceñidos a su correa pendían ahora de su cuello. Enfocó con cuidado y apuntó con ellos al ático de Jimena y Roberto, tan sorprendidos y alterados como lo había estado él hace un rato. Incorporados y alerta, semidesnudos y aún entrelazados sobre el sofá del salón mirándose y preguntándose extrañados quién podría ser a esas horas, quién estaría llamando.

Finalmente, fue Roberto quien se levantó, brindándole una vez más al vigilante la oportunidad de admirar su corpachón ancho, que no gordo, potente pero no excesivamente musculoso, ahora sudoroso y todo ello mientras se dirigía a la mesita auxiliar donde reposaba su aparato.

—¿Sí?. ¿Diga? —preguntó nada más descolgar, y el vigilante comprobó que su voz, profunda y bien modulada, acompañaba a la perfección a su físico.

—Roberto, soy Jorge.

«El príncipe nórdico», se dijo para sus adentros el vigilante, que solía poner motes a sus objetivos no porque no supiera sus nombres, sino, más que nada, para matar de algún modo el tiempo.

—Acaba de llamarme Lola, está muy alterada, se ha perdido todo rastro de Aitor, no ha llamado a los niños, como acostumbra a hacer, y tampoco responde ni al teléfono ni a la radio del barco.

—¿Qué?. No puede ser… Tiene que haberle ocurrido algo, él no dejaría que su madre se preocupara tanto, es demasiado responsable… ¿Qué vamos a hacer?.

—Lola dice que vayamos todos a su casa, Nacho ya está en camino. Al parecer ha avisado a las autoridades e insiste en desplazarse con ellos al lugar donde previsiblemente le buscarán. Nosotros tenemos que organizamos para quedarnos con los niños y estar pendientes de cómo se vayan desarrollando los acontecimientos y si…

—No sigas, ya te entiendo —cortó Roberto. El vigilante dedujo que previsiblemente pensaba en un accidente fatal de ese tal Aitor y no quería ni contemplar esa posibilidad—. Ahora mismo vamos para allá. En un cuarto de hora nos vemos.

Atento al desarrollo del drama, el vigilante se aferró a sus prismáticos y siguió el deambular de Roberto, los hombros hundidos, el pecho agitado, la cabeza gacha, hasta el sofá donde ella aguardaba. Ya no había sonido, desde esa buhardilla desvencijada, de pie junto a una silla de playa sucia y oxidada, no podía oírlos, pero no le hizo falta: el grito sordo de Jimena abrazada de pronto a su desnudez, rechazando el consuelo de Roberto, llorando desolada, cruzó la calle y reptó por las paredes de ladrillo de su edificio, entró por su ventana y asoló todo a su paso. Incluso él, un hombre curtido que había matado a muchos de sus congéneres con sus propias manos, que había visto morir a su madre, que se jactaba de no tener sentimientos ni necesitarlos, sintió cómo el desgarro desesperado de Jimena le atenazaba la garganta.

SEGUNDA PARTE
V
EINTICINCO

El océano se extendía hasta el infinito, más allá del horizonte. Era una masa de agua uniforme azul, pausada, que acunaba en su seno una cáscara de nuez. El vaivén de las olas, rítmico, algo agitado, hacía bailar la chalupa de madera al ritmo de la más bella samba brasileña, tal vez de esa que su mejor amigo solía escuchar con demasiada frecuencia y demasiado alto para sus compañeros de despacho: «tristeza nao tem fim, felizidade sim…»,, susurraba el viento acompasado al respirar del inmenso Atlántico que, calmo, arrastraba lánguidamente su bote hacia ninguna parte.

La enormidad del mar condenaba el bote a la nada y, al mismo tiempo, lo elevaba, por su carácter de excepcional, de punto en el infinito, al centro de la existencia. Aunque por zonas comenzaba a parecer deteriorado, se mantenía misteriosamente a flote, desorientado e inconsciente, como toda materia inanimada, a la carga de historia y de futuro que sobrevivía en su interior.

En la base del bote, sin más ni menos mérito que el otorgado por el destino, el azar o algún Dios omnipresente, reposaba un cubo con escasos víveres; un recipiente sucio de plástico que protegía el más preciado de los bienes: agua dulce y, algo más allá, un montón informe y desvencijado que dejaba entrever las formas de un traje de neopreno. Su dueño, probablemente, era el hombre inconsciente que yacía al descubierto sin percatarse de que el fuerte sol, más que tostar, estaba quemando su piel y al que quizá el graznido de algún ave marina, el empellón de alguna ola, los rugidos del viento o la casualidad impulsaron a abrir los ojos.

Era mediodía, el sol resplandecía soberano e impenitente en lo alto y Aitor se sintió por un momento deslumbrado por su claridad. Quiso sonreír al contemplar la belleza del agua azul, de la mañana clara, pero entonces recordó su situación de náufrago solitario, de hombre perdido al que ni siquiera acompañaba, según pudo comprobar, su propia sombra, escondida y cobarde como todas.

Verificó con urgencia, casi con desesperación, que los víveres seguían en su lugar; a pesar de que no formarían parte de los manjares más codiciados en una buena mesa, le parecían ahora un lujo desmerecido. Desalentado, se preguntó cuánto tiempo más duraría esa situación. En el suelo del bote no había nada más, ni resto de remos, ni cuerdas, ni radio… Nada, absolutamente nada del equipamiento de seguridad que con tanto esmero él había preparado para una circunstancia como aquella. Lo único que vio, además de los víveres y su traje de neopreno amontonado a sus pies de cualquier manera, fue una toalla húmeda que no sabía cómo había llegado allí y que usaba para cubrir su cabeza y un salvavidas que, a diferencia del bote, no pertenecía a su embarcación y no le servía absolutamente para nada en medio de ese desastroso despropósito.

Pero no tenía sentido darle más vueltas a la realidad, y por eso, porque nada sucedía, porque el tiempo pasaba y todo seguía igual, se tumbó, exhausto, y quizá porque su cerebro estuviera desprovisto de la cantidad adecuada de oxígeno, dejó que su mente, amparada en la semiinconsciencia, comenzara alocada a divagar en una vorágine de delirios y recuerdos mezclados con sueños.

De pronto se incorporó sobresaltado. ¿Qué hacía allí?. ¿Dónde estaba?. El desconcierto lo invadió durante unos instantes que se convirtieron en una eternidad hasta que las primeras imágenes acudieron a su mente para sustituir el temor de lo desconocido por la angustia de lo incomprensible. ¿Dónde quedó su equipo de buceo?. ¿Y su pequeña embarcación?. Cerró los ojos y alcanzó a rememorar sus últimos momentos de felicidad y paz, sumergido, respirando el oxígeno de la pequeña bombona que le asistía y rodeado por la magia del mundo marino. Se dejó llevar por esa sensación de calma, sabiendo que era un espejismo, pero decidido a escapar como fuera del desánimo de su actual estado. Y así se mantuvo durante un buen rato hasta que sintió que el calor le impedía respirar.

Con sus dos manos unidas simulando un pequeño cuenco, se inclinó sobre la borda para recoger agua del mar fresca, tan salada, tan fría, tan viva, y la vertió sobre su cabello con el ánimo de hacer así huir el calor insoportable. Las primeras gotas saladas que resbalaron por sus mejillas hasta alcanzar sus labios lo trasladaron en el tiempo, a cenas felices, a besos y abrazos recibidos hace poco, tal vez un par de semanas atrás, pero que ahora le parecían tan lejanos, tan perdidos, que casi le hacían llorar. Miró otra vez a su alrededor, agua por todas partes, sol abrasador, olas y silencio. Y soledad.

Se preguntó cómo habría llegado hasta allí, y en ese estado, y se obligó, a pesar de las nieblas que empapaban su pensamiento, a centrarse y recordar. A argumentar con lógica y, con grandísimo esfuerzo, claridad.

Así se mantuvo un buen rato, con la frente sostenida por sus manos, hasta llegar a determinar con absoluta certeza que no era lógico pensar que su estado actual fuera consecuencia de un naufragio. «No —se dijo—, no puede ser». Si hubiera ocurrido algún accidente tendrían que poder vislumbrarse restos de su embarcación desordenados, esparcidos por la enorme masa azul. Además, aunque no acertaba a calcular cuánto tiempo había permanecido inconsciente y cuántas veces había logrado despertarse, aunque fuera a medias, de sus ensoñaciones delirantes, en caso de haber sufrido una tormenta probablemente el mar debería estar agitado, bravo. «No tan impasible como ahora ante mí y mi desgracia —reflexionó—, no tan malditamente contemplativo. No tan pasivo ni yo, por tanto, tan desesperado».

Otro día más perdido a la deriva, o al menos eso creía, pensó Aitor al despertar, aunque podía ser también que se tratara todavía de la misma jornada. El sol, el ojo del cielo, comenzaba a esconderse por el oeste y el horizonte se teñía lentamente de otoño y su propia melancolía, o fueron tal vez sus sentidos, agotados, los que le hicieron apreciar reflejos ocres en el agua del mar antes azul.

BOOK: La prueba
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