La puerta de las siete cerraduras (15 page)

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
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CAPÍTULO XIX

El chofer de la cara redonda estaba en el portal, fumando un cigarrillo.

—¿Dónde está
mistress
Cody? —preguntó bruscamente el doctor, molesto por la actitud insolente del chofer.

—Arriba.

—Ve a decirle que la necesito.

—Vaya usted si quiere —replicó el chofer, sin molestarse siquiera en mirarle.

Cody se puso rojo. Indudablemente, no era éste el primer encuentro entre los dos hombres. Cody se contuvo y dijo: —¿Quieres ir a comprarme unos sellos de Correo que necesito?

—Iré más tarde. ¿Dónde está la muchacha?

—¿La muchacha? ¿Qué muchacha? —preguntó Cody, fingiéndose sorprendido.

—La que estuvo aquí tomando el té. No me diga usted que se ha ido, porque hace un momento la he oído hablar con usted en el hall.

—Está descansando. La joven no está muy bien. Ya le he dado el tratamiento que necesitaba.

—¡Cállese! Usted no es médico. Usted es doctor en Leyes, y Dios sabe cómo las interpreta usted. ¿Cuándo se ira ella a su casa? Ya tengo el coche preparado.

—No podrá irse esta noche, Tom. Hemos convenido en que se quedará aquí.

—No; ella no sabe nada de eso —replicó Tom, irritado—. Cuando salió me preguntó si no había otro camino para volver, pues necesitaba ir a ver a un amigo.

Tom mentía. Por segunda vez,
mister
Cody había sido engañado en menos de media hora.

—Te digo que la joven no se encuentra bien —dijo el doctor—. Y no perdamos el tiempo. Tu sitio está en la cocina. Ya me tienes muy harto, Cawler. No pienses que porque me he casado con tu tía eres alguien. Si lo piensas, vas a tener una decepción. He aguantado demasiado tus insolencias. Cuando quieras te puedes marchar.

—Ya sé que puedo. ¿Y por qué? Porque nadie puede sujetarme si me quiero ir. Pero en este momento no quiero. Tengo aquí un buen empleo y no me da la gana perderlo. No sé cuáles son los sucios negocios que hacen ustedes...

—¡Calla, granuja!... ¿Te atreverás a acusar a tu tía de...?

—Yo tengo un gran respeto para mi tía. Debo muchos favores a mi tía. Mi sangre de ladrón viene por parte de su familia, y estoy seguro de que todos los planes que usted hace para sacar dinero están hechos en colaboración con ella. ¡Sí, mi tía ha sido buena conmigo! ¿No ha oído usted nunca hablar de Jinny, mí hermano gemelo? Hace poco he soñado con él. Le he visto tan bien como si le tuviera delante de mis ojos. Yo sólo tenía siete años cuando él desapareció.

—¿Cuándo... murió? —dijo Cody con insospechada ternura.

—Sí. Acostumbrábamos sentarnos debajo de un árbol, en Selford (yo me he criado en Selford), y cantar: «El pobre Jinny es un llorón...» ¡Siete años!

Levantó los ojos de pronto. Brillaban con un fuego extraño. Cody se estremeció bajo aquella mirada.

—¡Buena y amable tía! Yo le he visto ir agotando la vida de aquel niño, hasta que él no pudo resistir más. Tiene suerte en ser mujer. Si fuese un hombre, ya hace tiempo que lo hubiese pagado. Dígaselo usted... Bueno, voy a preparar el «auto». Cuando yo vuelva, que esté esa joven esperándome, ¿sabe usted?

Sus palabras y el tono en que fueron dichas encerraban una indudable amenaza. Salió de la casa con las manos en los bolsillos y el cigarrillo en los labios, medio cayéndose.

Mister
Cody subió la escalera y entró en la habitación donde estaba su cara mitad. Cerró la puerta, y durante diez minutos sólo se oyeron voces destempladas y violentas. Después,
mistress
Cody salió sola; subió a la biblioteca, y abriendo la puerta, que estaba cerrada con llave, penetró en ella.

Sybil Lansdown permanecía sentada en el sofá. con la cabeza apoyada en las manos. Sin pronunciar palabra,
mistress
Cody la cogió de un brazo y la llevó, ayudándola a subir la escalera, al piso de encima. En el rellano había unos escalones que daban acceso a unos cuartos que en un tiempo debieron de ser usados por la servidumbre y a una especie de desván destinado a guardar baúles y trastos sin aplicación. Aquí fue encerrada Sybil, que aún estaba casi inconsciente, sin darse cuenta de haber subido la escalera.

Cuando volvió a la realidad, con un fuerte dolor de cabeza, se encontró tendida en una pequeña cama de hierro colocada en medio de la habitación. Se había extinguido la luz del día. Una vela de cera ardía colocada en un vaso de cristal.

Se incorporó y trató de coordinar sus pensamientos.

Cerca de la cama había una pequeña mesa con un vaso de agua y dos tabletas. Al lado de éstas había un tubo de aspirina abierto. El intenso dolor de cabeza la atormentaba cruelmente. Sin pensar en el peligro, y comprendiendo que las píldoras podrían contrarrestar el efecto de la droga que le habían hecho beber, las deshizo en agua y se bebió de un sorbo el contenido del vaso. Volvió a echarse en la cama, tapándose los ojos con las manos. Esperó a que su desconcertado espíritu recobrase su estado normal y a que la medicina produjese su efecto. Media hora más tarde se encontraba repuesta. Se incorporó de nuevo, y al levantar la cabeza sintió un vértigo. Le parecía que la habitación daba vueltas. Pué calmándose poco a poco y empezó a pensar ordenadamente.

En la habitación sólo había una pequeña ventana, un tragaluz que daba al tejado en declive. Estaba cerrado con llave y cubierto de una espesa reja.

Sybil trató de abrir la puerta, sin esperanza de lograr su intento. Se sentó en el borde de la cama y examinó su situación, sobreponiéndose a las circunstancias y tratando de que el terror no se apoderase de nuevo de ella. Se necesitaba estar loca —pensaba— para haberse ido sola con aquella mujer. Todas cuantas excusas se daba a sí misma carecían de la menor consistencia. Ni siquiera un chiquillo se hubiese dejado convencer por la promesa de unas revelaciones familiares. En cuanto a su madre, no se atrevía a pensar en ella.

Nuevamente trató de abrir la puerta. Sin duda estaba fuertemente cerrada y con los cerrojos echados, pues resistía sin el menor movimiento los esfuerzos de Sybil. Era una puerta vieja, mal construida y encajada, faltándole cerca de pulgada y media para llegar al suelo.

Volvió a sentarse y a tratar de ordenar sus ideas, i La llave! ¿Acaso estaba relacionado este trozo de acero con su secuestro? En medio de su asombro procuraba no desorientarse completamente. Tenía el presentimiento—pensando con la relativa frialdad que le permitían las circunstancias—de que la llave tenía algo que ver con su trágica situación.

Colocó una silla encima de la cama y se subió en ella, llegando con la mano al tragaluz. Pero éste resistía todos sus esfuerzos, y aun suponiendo que pudiese forzar la ventana, todavía quedaban los tres barrotes de hierro.

De pronto oyó unos pasos que se aproximaban, firmes y pesados. Descendió de la silla y de la cama y se quedó mirando a la puerta. Se oyó el ruido de una llave y aquélla se abrió, dejando paso a Cody. Sybil observó que la puerta estaba festoneada de cerrojos.

—Mi querida joven —dijo Cody, sonriendo amablemente—, me temo que haya pasado usted un mal rato. ¿Le dan a usted esos ataques con frecuencia?

—No sé a qué ataques se refiere usted,
mister
Cody— contestó ella tranquilamente.

—Es muy triste, muy triste... Yo me alarmé bastante y temí por su vida. ¿Ha habido casos de locura en su familia de usted?

La audacia de la pregunta dejó a Sybil sin respiración.

—No, no quiero que se trate de eso —continuó él—; pero su estado de usted era muy extraño. ¿Recuerda usted cómo sufrió el acceso? ¿No? Claro, no podría usted recordarlo. Fue algo lamentable.


Mister
Cody —dijo ella, dominándose con un gran esfuerzo—, quiero volverme a casa, con mi madre.

—Lo supongo... Pero no tenga usted ningún temor. ¡Su ¡madre ya ha sido avisada y está en camino hacia aquí.

Había una pequeña mesa en una esquina de la habitación. Cody la colocó en el centro y puso sobre ella un pequeño
portfolio
negro que llevaba debajo del brazo; sacó de él una hoja de papel doblada, desdobló y alisó suavemente, y preparó su pluma estilográfica.

—La situación —empezó diciendo Cody en su característico tono oratorio— es bastante irregular. No estoy acostumbrado a recibir muchachas que sufren ataques histéricos, y confieso que me alarmé extraordinariamente. Mi querida esposa está llena de ansiedad. «La situación —me ha dicho— es muy grave para ti, Bertram. Supongamos que esa joven declara que la has administrado alguna droga nociva y que la has retenido aquí contra su voluntad, aunque a ti y a mí nos consta que su indisposición ha sido originada por causas naturales, y nadie creería nuestras explicaciones.» Sybil escuchaba, pensando que si
mistress
Cody había dicho algo, no sería ciertamente en los términos en que hablaba el doctor.

—Por eso se me ha ocurrido —continuó éste— que, si así es su libre voluntad, por supuesto, podría usted firmar una declaración diciendo que yo, Bertram Cody, doctor en Literatura y Leyes, me he conducido con usted con toda clase de amabilidades y atenciones, y que si la he encerrado en esta habitación ha sido con el exclusivo objeto de evitar que atentase usted contra su propia vida.

—Yo no puedo declarar que estoy loca —dijo Sybil sonriéndose y mirando al papel que habla sobre la mesa.

—No trato de eso. Su condición mental de usted no aparece en este documento. Es simplemente un certificado de mi probidad, que me interesa mucho. Un simple capricho mío. Yo soy una persona muy caprichosa.

Con una amable sonrisa ofreció la pluma a la muchacha.

—¿Puedo leer el documento? —preguntó ella.

—¿Es necesario? —respondió Cody en tono de reproche—. Si usted lo firma, procuraré que la lleven con su madre.

—Pero usted me dijo que mi madre venia hacia aquí.

—Mi idea era encontrarnos en la mitad del camino. Le he telefoneado diciéndole que nos espere en Mitre Inn Dorking.

Puso la pluma en la mano de Sybil. Pero ésta aún vaciló. El documento estaba escrito a máquina, en renglones muy apretados, y ocupaba una cuarta parte de la hoja. La ancha mano de Cody cubría casi todo el papel, dejando sólo al descubierto el espacio para firmar. Con la esperanza de verse pronto en libertad, Sybil cogió la pluma y se dispuso a firmar. Ya estaba el punto de la pluma sobre el papel cuando, a través de los extendidos dedos del doctor, pudo leer una línea, que la contuvo:

«En caso de fallecer la mencionada Sybil Ellen Lansdown, el dicho Bertram Cody...»

—¿Qué clase de documento es éste? —preguntó ella.

—¡Firme usted! —ordenó Cody, cambiando bruscamente de tono, como el cielo tropical.

—No firmaré ningún documento que no haya leído antes —replicó Sybil, dejando la pluma sobre la mesa.

—Firmará usted, o por Dios que...

Se calló y realizando un esfuerzo, cambió su tono de amenaza por el de una aparente amabilidad.

—Mi querida joven —dijo—, ¿por qué tortura usted su bella cabecita pensando en lo que pueda decir un documento legal? Le juro a usted que se trata de una disculpa de mi conducta acerca de...

—¡No lo firmaré!

—No quiere usted, ¿verdad?

Cody volvió a doblar el papel y a guardárselo en el bolsillo. Sybil, viendo que Cody avanzaba hacia ella, retrocedió y trató de abrir la puerta. Pero el doctor la cogió por la cintura y la empujó hacia adentro.

—Se quedará aquí, mi querida joven, hasta que cambie usted de opinión. Esperará usted sin tener el menor alimento. Y sin dormir. Le he dado a usted una oportunidad de salvar su vida, y usted, pobre loca, no ha querido aprovecharla. Ahora tendrá usted que quedarse aquí hasta que recobre la razón.

Salió del cuarto violentamente, cerrando tras sí la puerta. Sybil oyó, temblando, el ruido que hicieron los cerrojos.

Durante algún tiempo la muchacha se quedó paralizada, sin fuerzas para intentar nuevamente la fuga. Poco a poco fue recuperando la serenidad, el dominio de si misma. Pero sus nervios temblaban de tal modo, que cuando subió otra vez a la silla para probar el tragaluz estuvo a punto de perder el equilibrio. Convencida de que este medio de fuga era imposible, empezó a prepararse a la defensa para evitar que alguien pudiese entrar en la habitación. Intentó colocar la cama contra la puerta, pero sus fuerzas no alcanzaban a arrastrar la pesada cama de roble. Sólo había en la habitación un raquítico lavabo, el cual colocó junto a la puerta, debajo de la manivela, a modo de calza o soporte.

Se sentó a esperar. Pasaron varias horas. No se oía el menor ruido en la casa. Por fin, vencida por el cansancio, y a pesar de todos sus esfuerzos para permanecer despierta, se quedó dormida.

Cuando despertó, su corazón latía violentamente. Se sentó de improviso en la cama. Había oído un ruido extraño en el pasillo. Un ruido confuso, como de alguien que anduviese a hurtadillas. ¿Qué sería? Escuchó atentamente. Durante algún tiempo nada volvió a romper el profundo silencio. Después, desde algún sitio de más abajo, llegó un ruido sordo, como producido por la calda de un cuerpo pesado. Sybil escuchaba con las manos sobre el corazón, temblorosa y horrorizada.

Se oyó un chillido de terror, como el de un animal maltratado. Después, otro más profundo, gutural, horrible...

Sybil se aproximó a la puerta y escuchó, con los nervios en tensión. Se oía un sollozo débil, hondo, apagado. Transcurrieron diez .minutos en silencio un cuarto de hora... Luego volvió a oír las pisadas de unos pies desnudos sobre un piso blando, suave Ella había visto el pasillo cuando el doctor Cody abrió la puerta por primera vez. Estaba cubierto con linóleo. Los pasos se aproximaban cada vez más, hasta que cesaron. Alguien hacia girar la manivela de la puerta y descorría los cerrojos. El terror se apoderó de la muchacha. No se atrevía a separarse de la puerta, esperando ver una espantosa aparición.

Continuaba girando la manivela, pero la puerta no se movía. La persona que trataba de abrirla carecía, por lo visto, de llave. Hubo un breve silencio. Después continuaron los esfuerzos para romper la puerta. Por el espacio que quedaba entre ésta y el suelo apareció un dedo deforme de un pie, y más tarde tres dedos de una mano, mojados en sangre, que se esforzaban en levantar la puerta. Al ver aquella horrible mano, Sybil no pudo contener un grito y, presa de insuperable pánico, se subió en la silla que había colocado debajo del tragaluz. Al mirar hacia arriba, vio una cara que la miraba a través de los cristales.

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