—Lo comprendo, mi señor —repuso Strann—. Y os agradezco que seáis… tan franco conmigo. Me siento muy halagado por vuestra confianza.
Yandros sonrió.
—No es una cuestión de confianza, Strann. Si lo fuera, no te habría contado nada. Sencillamente, he leído en tu corazón y sé hacia qué bando se inclina tu lealtad.
Strann se quedó sorprendido. Nunca había pensado en ser fiel ni al Caos ni al Orden; siempre había sido, al menos conscientemente, demasiado pragmático. Yandros, sin embargo, parecía conocerlo mejor de lo que él mismo se conocía.
—Gracias, señor —repitió. Entonces, de repente, frunció el entrecejo. Yandros se dio cuenta y lo miró inquisitivamente.
—¿Hay algo que te preocupa todavía?
Era una cosa sin importancia, se dijo Strann, pero… Miró a Yandros otra vez y decidió decir lo que pensaba.
—Habéis dicho que pensáis que Aeoris enviará ayuda al Sumo Iniciado. Si es así… ¿por qué no ayudó a Jianna?
—¿A la Alta Margravina? —Una extraña expresión cruzó el rostro del señor del Caos, y sus ojos parecieron reflejar una multitud de colores apagados.
—Sí. Ella… ha muerto hoy. Se ha ahorcado.
—Lo sé.
—Desde que Ygorla asesinó a su marido, el Alto Margrave, ha rezado a Aeoris cada día. Si tan dispuesto está a responder a las plegarias del Sumo Iniciado, ¿por qué no respondió a las suyas?
Yandros exhaló un suspiro.
—No lo sé. Pero sean cuales sean sus motivos para permanecer en silencio, puedes estar seguro de que será un motivo que sirva a sus intereses. Quizá consideró que la súplica de Jianna era demasiado trivial para atenderla.
—Vos no considerasteis trivial mi súplica.
El señor del Caos se encogió de hombros.
—Parecería entonces que tú eres mucho más útil para nosotros que Jianna para Aeoris. —Después, sus ojos se oscurecieron de odio—. Pero si ella hubiera llamado al Caos, habríamos respondido. —Miró a Strann con franqueza—. Siento que no lo hiciera. Pero la elección era suya.
Strann contempló la hierba a sus pies.
—Sí. Supongo que así era.
Una mano delgada se apoyó en su hombro.
—No le des más vueltas, Strann. Ya no puedes ayudar a Jianna, y la autocompasión no te llevará a ningún lado; ya te has sumergido en ella durante bastante tiempo. Es hora de que vuelvas al palacio y comiences a trabajar. Hazlo bien… en beneficio de todos.
La mano se alzó. Strann cerró los ojos.
—Lo haré lo mejor que pueda, señor Yandros. —Abrió de nuevo los ojos y alzó la mirada—. Pero si vos…
Se quedó a media frase. Estaba solo.
S
trann no durmió aquella noche. Al regresar a palacio, descubrió con inmenso alivio que nadie había advertido su ausencia, y cuando cerró la puerta de su habitación, pensó haber ganado unas cuantas horas de tranquilidad para reflexionar sobre los acontecimientos de la noche. Sin embargo, era demasiado optimista. A los cinco minutos de su regreso, una luz violeta brilló bajo su puerta, la puerta se puso por un instante al rojo vivo y un elemental, que parecía consistir únicamente en un brazo con una boca sin labios en uno de sus extremos, se materializó flotando en la habitación.
—La mascota de la emperatriz debe comer. La mascota de la emperatriz debe conservar sus energías. —El brazo sin cuerpo terminaba en una mano deforme que llevaba una bandeja; el elemental se deslizó hacia Strann y le acercó la bandeja a la cara—. Si la mascota de la emperatriz conserva sus energías, la emperatriz estará contenta. Si no lo hace, la emperatriz se enfadará.
Strann cogió la bandeja, manteniendo la cabeza apartada.
—De acuerdo, de acuerdo, ¡lo entiendo! ¡Fuera de mi vista, obscenidad!
El brazo flotó de nuevo en dirección a la puerta y la atravesó. Sólo cuando estuvo convencido de que realmente se había marchado, Strann se atrevió a mirar de nuevo a la habitación; luego dejó la bandeja en el suelo y se desplomó en un cojín junto a ella.
Un ave entera, asada, dulces, una botella del mejor de los vinos de las bodegas de palacio. Junto a la botella, un capullo de rosa, que debía de haber sido blanco o rosa, pero que ahora, mediante hechicería, tenía un color negro resplandeciente y sin mácula. Un regalo de Ygorla; y un enfático recordatorio de la tarea que le había encargado y que, a la luz de los acontecimientos posteriores, él había olvidado por completo.
Strann comió y bebió; pero después, cuando el asco que le provocaba la balada que debía escribir y el trauma retardado de sus experiencias se mezclaron y lo golpearon de lleno, deseó por los catorce dioses haber tenido la fuerza de voluntad de no haber probado bocado. Salió tambaleándose del aseo más cercano con el estómago vacío y retorcido como una serpiente en su interior, y dio un portazo al entrar en su habitación con la pequeña esperanza de que despertaría a quienes pudieran oírlo. Volvió a derrumbarse sobre el montón de cojines y, con fría determinación, cogió su manzón y se concentró en el trabajo que debía llevar a cabo.
Quizás Yandros le hubiera otorgado algún sutil poder aquella noche, porque la balada surgió con facilidad: una pieza cínica y brillante que conseguía alabar a Ygorla ante las cuatro esquinas del mundo, mientras que se burlaba del fin de Jianna Hanmen Alacar, con un transparente remedo de pena. Strann rara vez escribía sus composiciones, prefería tocarlas una y otra vez hasta dejarlas grabadas en su memoria. Pero por una vez hizo una excepción. No quería escuchar la pieza terminada más que una vez; una vez, de hecho, sería más que suficiente.
Ygorla se mostrará encantada
—pensó con amargura—.
Mañana seré, con seguridad, un favorito a sus pies
.
Un favorito… Strann pulsó con suavidad las cuerdas de su manzón, una forma de disculparse con el instrumento por haberlo puesto a hacer algo tan vergonzoso. Emitió una disonancia que él sin pensarlo moduló hasta convertirla en algo más agradable. Un fragmento de melodía entró en su cabeza, y la tocó; parecía llevar de forma natural a otra progresión de acordes…
Un favorito. A los favoritos se les concedían favores. Yandros (ahora estaba demasiado cansado para sentir más que un ligero escalofrío ante la idea de que, tan sólo unas horas antes, había estado frente a frente con el más importante de los dioses del Caos) había hecho un comentario acerca de su habilidad diplomática y le había dicho que la utilizara para conseguir la aprobación de Ygorla a su plan. ¿Qué mejor manera de conseguirlo que escribir una nueva balada, una balada calculada para elevar su monstruoso ego a tales alturas que caería de lleno en su trampa? Los discursos elegantes podrían no bastar para convencerla; pero una canción épica era un poderoso cebo.
Aquellos acordes, pensó, tocados despacio y con algo más de énfasis, podrían constituir la majestuosa obertura de una historia capaz de rivalizar con la epopeya
Equilibrio
. Resultaba irónico utilizar una composición acerca de los dioses del Caos como base para aquello, pero sospechaba que Yandros sabría apreciar la ironía.
Comenzaba a sentirse mejor. Tenía hambre otra vez, pero eso estaba bien: el hambre haría que su concentración fuera más intensa. Strann se puso en una postura más cómoda, se inclinó sobre su manzón y comenzó a trabajar.
Fue descubierto poco después de mediodía por un mayordomo —un hombrecillo despreciable atraído por el doble estímulo del terror de Ygorla y la envidia del puesto de Strann como mascota— que acudió por propia voluntad para descubrir por qué la rata no había hecho todavía su aparición diaria en la sala de la corte y con la esperanza de descubrir alguna traición nimia. Encontró a Strann dormido y roncando ligeramente, con el mástil del manzón todavía entre los dedos y el manuscrito de su nueva balada esparcido en el suelo ante él. El mayordomo se acercó con cautela y se inclinó para mirar el pergamino. Luego alargó los dedos con cuidado para recoger una de las páginas.
El suave ronquido cesó. Cogido
in fraganti
, el ma yordomo se puso colorado al ver que los ojos de color avellana de Strann lo miraban con frialdad.
Se enderezó apresuradamente, mientras se sacudía la túnica bordada y miraba hacia otro lado.
—¿Sabes qué hora es? —preguntó con un tono de voz demasiado agudo para transmitir autoridad—. Casi es mediodía. Su majestad está impacientándose.
Strann se tapó un bostezo con la mano.
—Puede que a su majestad le divierta saber que sólo he dormido una hora —respondió con acritud.
El mayordomo de larga nariz lo miró.
—Si la canción que encargó no está lista…
—Seré yo quien sufra las consecuencias y no tú.
Strann se puso en pie con un movimiento ajustado, al tiempo que contenía un gesto de dolor cuando uno de los músculos de su espalda protestó.
—Si la emperatriz se encuentra en la sala de audiencias, puedes decirle que me presentaré ante ella en diez minutos. Eso si tienes el valor de dirigirle la palabra.
El mayordomo abrió la boca para responder, pero al ver la mirada de Strann lo pensó mejor. Nunca antes había visto aquel brillo en la mirada de la rata. Había algo nuevo y cortante, como si alguien más, alguien extraño hubiera entrado en la mente de Strann y ahora mirase hacia fuera con frialdad, tras la máscara de los iris de color avellana.
Se dio la vuelta.
—Será mejor que no pierdas el tiempo —dijo con aspereza.
Strann vio la puerta cerrarse y maldijo la falta de cerradura o cualquier otro medio para asegurarse la intimidad al menos en sus propios aposentos. Luego relajó los hombros, se llevó las palmas de las manos a los ojos y apretó en un esfuerzo por combatir el cansancio. No había querido dormirse, pero su cuerpo acabó rebelándose contra su cerebro y venció. Ahora se sentía peor que si hubiera permanecido despierto, como el despojo de un naufragio arrojado a una playa de las Grandes Llanuras Orientales. Debía reanimarse, arreglarse para presentarse ante Ygorla, o desharía el potencial bien de su balada aun antes de que la escuchara.
Un cuenco y un aguamanil reposaban en una mesilla en un rincón de la habitación, con un espejo encima de ellos. El agua del aguamanil era de ayer y estaba fría, pero no importaba: serviría. A Ygorla le divertía permitir que conservara su navaja —o bien suponía que no la usaría para cortar sus propias venas o el gaznate de otra persona, o bien esas cosas le daban lo mismo—, y Strann se puso ante el espejo y comenzó a hacer espuma en un plato junto a la jofaina, con el jabón oleoso y demasiado perfumado. Se puso la espuma en la cara, y de repente se detuvo cuando, en un instante de desconcierto, le pareció mirar a los ojos de un extraño reflejado en la pulida superficie del espejo. Luego la ilusión se desvaneció y sacudió la cabeza. No era nada —no podía ser— que tuviera que ver con la noche anterior. No quería pensar en la noche pasada; de hecho estaba decidido a no pensar en ello en absoluto por miedo a que si lo hacía, perdería del todo su cordura.
Mantén la calma, acepta los hechos necesarios, y actúa de acuerdo con el plan que ha sido trazado. Eso es lo único importante. Lo demás es mejor dejarlo estar
.
Volvió a contemplar su reflejo, sin darse cuenta de que sus ojos parecían tener un tono helado antinatural, y comenzó a afeitarse.
Tras la esbelta figura de Ygorla, los colores del gran respaldo curvo del trono cambiaron desde el rojizo al verde y oro, hasta adquirir un tono de agradable y brillante azul. Con languidez, Ygorla estiró un pie calzado con zapatilla; después se llevó una mano al pecho y se sacó un broche que llevaba en su corpiño. Esbozó una dulce y arrebatadora sonrisa, y arrojó el broche a Strann, quien tuvo la prestancia de cogerlo al vuelo.
—Majestad —dijo Strann—, vos me honráis en demasía.
La sonrisa de Ygorla se convirtió en morritos, como si le estuviera lanzando un beso.
—Rata mía, sería grosera si no demostrara cuándo estoy satisfecha. No es más que una pequeña recompensa por tus habilidades —sus ojos se posaron con malicia en el pequeño grupo de cortesanos con tiesa expresión situados a un lado del trono— y por tu lealtad. De verdad, estoy emocionada.
Strann soltó un largo pero silencioso suspiro de alivio. Había caminado sobre el filo de una navaja durante la última media hora, desde que había llegado a la sala para encontrar a la reina —la emperatriz, se corrigió con rapidez y precaución— aburrida e impaciente y, por tanto, buscando la más mínima oportunidad de mostrarse malévola. Él interpretó el papel de penitente indigno; aguantando cinco minutos de sarcasmo mordaz y amenazas apenas veladas, consiguió transformar su representación con unos cuantos chistes autodespreciativos de bufón, que por fin lograron arrancar de Ygorla una sonrisita helada pero todavía peligrosa, y por último la engatusó para que escuchara la canción que había encargado para conmemorar el fallecimiento de Jianna. Entonces, para disgusto de sus compañeros de esclavitud, la cantó poniendo todo su saber en la interpretación, e Ygorla se mostró satisfecha, muy satisfecha. El broche que con tanto descuido le había arrojado tenía un diamante del tamaño de la uña de su pulgar; sólo con esa piedra podría haber comprado la taberna de Koord en Shu-Nhadek. Y lo que era más importante, indicaba que quizá no habría mejor momento para poner su plan en marcha.
Se puso en pie, se acercó al trono y haciendo una profunda reverencia ante ella, se atrevió a cogerle la mano.
—Señora —dijo en una voz modulada de manera tan íntima que sólo ella pudo escucharlo—, os ruego perdonéis mi atrevimiento, pero… si mi humilde ofrenda os ha agradado, entonces me atrevo a esperar que todavía os guste más otra balada nueva.
—¿Otra? —Ygorla lo miró con fijeza a través de sus largas pestañas.
—Sí, majestad. Todavía no está acabada, pero soy lo bastante atrevido para creer que conseguirá complaceros en cierta medida. Sin embargo… —sus ojos indicaron expresivamente a los demás presentes en la sala—, me pregunto si, con vuestra venia, pudiera quedar reservada sólo para vuestros oídos.
Los ojos de Ygorla brillaron interesados.
—¿Por qué, rata? Si es una composición tan excelente, quiero que toda mi corte la escuche.
Strann volvió a hacer una reverencia.
—Majestad, sois demasiado amable conmigo. Pero yo…, bueno, había esperado con ansia que pudierais hacerme el honor de guiarme en mi obra. Como he dicho, la pieza todavía está inacabada; y si al menos pudiera saber cómo deseáis que sea narrada la historia, entonces se convertiría de una composición musical respetable en una verdadera epopeya.