Como Karuth había supuesto, se produjo una agitación ante aquella declaración. Uno de los consejeros, olvidando que la Matriarca estaba presente, blasfemó asombrado; otro susurró por lo bajo y Karuth llegó a oír sus palabras: «¡Esto es una locura!». Lo comprendía, porque sabía que si se les hubiera permitido discutir el asunto, el Consejo no habría aprobado el plan de Tirand, sino que lo habría vetado porque implicaba un riesgo demasiado grande. No sabían cuál era la naturaleza del embajador, qué poderes podría tener, ni siquiera si era humano. Y creían —no podían hacer otra cosa, pues nadie les había dicho lo contrario— que sólo dispondrían de las capacidades mágicas, pero siempre limitadas, del Círculo para combatir cualquier amenaza que supusiera el enviado.
Los murmullos aumentaban y, a pesar de la prohibición de Tirand, varios consejeros se levantaron para indicar la urgente necesidad de tomar la palabra. Karuth aprovechó la ocasión para abandonar su asiento y, sin que nadie lo advirtiera, excepto los que se hallaban más cerca, salió de la sala. No parecía tener sentido permanecer allí sólo para escuchar discusiones cuyo resultado era ya conocido. Sabía cómo Tirand se opondría a las protestas, y sabía que se impondría de manera inevitable. Aunque la vasta mayoría lo ignoraba, la voluntad de su Sumo Iniciado estaba ahora reforzada por un poder que el Consejo sencillamente no podía vencer ni discutir. Nada tenía que ver con el triunvirato; aquello no era más que una cortina de humo, un espejismo para desviar la atención de la verdad que se ocultaba a todos, menos a los escogidos de confianza. Tras aquella nueva fachada, la realidad era el ser que se había presentado de forma tan inesperada e impresionante ante ellos: Ailind, señor del reino del Orden.
Cerró la puerta con cuidado y se desvió del pasillo principal por uno secundario que llevaba a las cocinas. No tenía hambre, pero sabía que debía comer para mantenerse sana, y así, no queriendo verse acompañada en el comedor, decidió recoger unos cuantos bocados en una bandeja y llevarlos a sus habitaciones. Sanquar estaba de guardia en la enfermería; no la echarían de menos. Y desde luego no quería que la encontraran en ningún lugar público cuando terminara la reunión y los adeptos salieran de la sala del Consejo con demasiadas preguntas acuciantes sin responder.
Delante, el pasillo cruzaba un corredor más ancho y cuando Karuth llegó a la intersección, sus pasos se hicieron más lentos y vacilantes. A su derecha quedaba el ala este del Castillo y los apartamentos principales para los huéspedes, y era fácil imaginar que incluso a aquella distancia sentía la nueva presencia allí, la sentía como un dolor febril en los huesos. Eran imaginaciones, naturalmente; se habían tomado precauciones para que ninguna corriente psíquica soterrada saliera de los confines de aquella zona. Pero aun así…
Algo se movió a la altura de sus ojos, y Karuth dio un respingo asustada. Entonces, en la penumbra adonde no llegaba la iluminación de las antorchas de la pared para disolver las sombras, los vio. Cuatro…, no, cinco de los gatos de la colonia del Castillo. Uno —el que la había asustado, estaba en el alféizar de una ventana estrecha y sin luz, otro en un nicho, tres sentados o agazapados en el suelo de piedra. Parecían centinelas o vigilantes en un rito fúnebre. Cuando Karuth los miró, uno de ellos le devolvió la mirada y ella reconoció al animal delgado y gris que la había visitado en su habitación la noche en que el Círculo había renunciado a su lealtad al Caos.
El animal bufó suavemente. El sonido no era una agresión, sino más bien una advertencia, un aviso para que fuera tan silenciosa y discreta como los gatos. Karuth se puso en cuclillas y extendió una mano. El gato olisqueó brevemente sus dedos, y le hizo cosquillas con sus bigotes; luego desvió la mirada y adoptó de nuevo su postura vigilante.
—No —dijo Karuth en voz baja—. A vosotros tampoco os gusta lo que sucede, ¿verdad, pequeños? Y no os gusta él. —Volvió a enderezarse, se alejó del corredor y de los animales inmóviles y silenciosos, y siguió andando con una fría sensación en la boca del estómago. Los gatos, pensó, eran jueces más fiables que cualquier humano, porque sus peculiares y agudos sentidos penetraban en niveles psíquicos que la mente humana no podía siquiera discernir. Sabían que había una presencia nueva y poderosa en el Castillo; sabían dónde se encontraba y cuál era su naturaleza. Sus pequeños espíritus caprichosos y su amor por la noche hacían que tuvieran una afinidad natu ral con el Caos, y la llegada de uno de los archienemigos del Caos los había alterado mucho. Karuth tenía la profunda impresión de que toda la colonia de gatos del Castillo había aborrecido de manera instantánea y enfática a Ailind del Orden. Y por mucho que lo intentara, no podía dejar de estar de acuerdo con ellos.
Había luchado para no dejar que sus pensamientos siguieran ese camino, pero era imposible no hacer caso de sus impulsos profundos. Tirand habría dicho que era una blasfemia, y tendría razón sin duda; pero por mucho que se la condenara o se intentaran esgrimir sencillos argumentos lógicos, Karuth no podía cambiar de opinión. Había algo en Ailind, un aire de superioridad arrogante que bordeaba casi con la presunción, que le ponía los pelos de punta. «¿Es que ya no te arrodillas ante tus dioses, Karuth Piadar?»: aquello ardía en sus recuerdos con la misma ferocidad con que prendía una astilla seca. Nada de «He venido a ayudaros», nada de «Vuestras plegarias han sido escuchadas»; sólo una reprimenda por su falta de reverencia. El problema era que Karuth no sentía reverencia alguna. Quizás era una estúpida y una hipócrita; al fin y al cabo, ¿no era una arrogancia superlativa el que ella se sintiera enfadada y despreciada por aquella primera y breve confrontación? Ailind era un señor del Orden, hermano del propio Aeoris. Su estatua se encontraba con las de sus iguales en el Salón de Mármol, honrada y adorada; no era un ser elemental, sino uno de los catorce dioses. Un dios, se recordó Karuth. Un dios.
Pero había algo más. Su mente retrocedió a la reunión que había tenido lugar en el ala este, dos horas después del rescate en el mar. Siete personas estaban presentes: Ailind, el triunvirato de Tirand, Calvi y Shaill y tres adeptos superiores —ella, Sen Briaray Olvit y un anciano filósofo que era uno de los consejeros de mayor confianza del Sumo Iniciado—. Karuth había tenido la impresión de que se le permitía participar únicamente porque las circunstancias obligaban a Ailind; había estado presente cuando él reveló su identidad, por lo que no había más remedio que incluirla. Pero aparte de aquel reducido núcleo, el dios había declarado con énfasis que nadie más debía conocer su presencia en el mundo de los mortales, para lo cual había alterado su apariencia: el aura desapareció y los ojos ya no eran las esferas doradas sin pupilas que tanto habían impresionado a Karuth. Ahora parecía totalmente humano, aunque con un extraño tono ámbar marrón en la piel y un algo de sobrenatural. No quería ceremonias ni pompas; ocuparía uno de los cuartos corrientes de huéspedes y no se le harían preparativos especiales. Para todos los que no estaban presentes en aquella habitación seguiría siendo sencillamente un marinero rescatado de un naufragio, que disfrutaba de la hospitalidad del Castillo hasta que se hubiera recuperado plenamente de su terrible prueba.
Sen, con un tono de voz de asombrado respeto que a Karuth le pareció incongruente con su forma de ser, le había preguntado si podría decirles la razón de aquella decisión. Mantener semejante secreto, señaló, no sería fácil, y además quedaba la cuestión de mantener la moral del Círculo. ¿No sería mejor si los otros adeptos se enteraban de que sus plegarias habían sido escuchadas? Karuth recordó las palabras exactas de la respuesta de Ailind, y el tono en que las había dicho, como si hubieran quedado grabadas en su mente: «Entiendo tu punto de vista, Sen, pero mi orden sigue vigente. Cuantos menos conozcan mi presencia aquí, mejor serán servidos nuestros fines. No veo razón para que la moral de tus compañeros adeptos vacile si su fe en los dioses es tan genuina como ellos mismos dicen que es».
Entonces, aquella declaración había irritado a Karuth y volvió a irritarla ahora. Comprendía y aceptaba la necesidad de asegurarse de que ningún atisbo de la identidad de Ailind llegara a oídos del enviado de la usurpadora cuando llegara, pero el aguijón que encerraban las últimas palabras del dios la había dejado parada, porque implicaban que aquello también era una prueba deliberada de la fidelidad del Círculo. Los señores del Orden esperaban que todos los del Castillo, a excepción de aquel pequeño grupo, mantuvieran una confianza incuestionable en ellos, pero sin el alivio de saber que sus plegarias habían sido escuchadas. Aquello le pareció a Karuth frío, calculador y… sí, usaría de nuevo la palabra, arrogante. ¿De verdad sentían los dioses tal desprecio por sus adoradores?, se preguntó con amargura. ¿Era realmente más importante poner a prueba la lealtad de los adeptos que unirse a ellos para defender al mundo contra la amenaza que suponía Ygorla? No podía ser, no podía ser que Aeoris y sus hermanos fueran tan mezquinos.
Advirtió de pronto que se acercaba a su destino y, con un esfuerzo, sustituyó sus sombrías especulaciones por asuntos más mundanos. Delante de ella, el pasillo terminaba en una corta escalera; Karuth bajó por ella y entró en la cocina. Como siempre, la gran cámara abovedada estaba caliente, húmeda, llena de humo y vapor y con una febril actividad. Buscó a uno de los cocineros, ordenó que le prepararan una bandeja y esperó mientras lo hacían, intentando no llamar la atención de nadie. Sus modales debían de haber indicado su estado de ánimo, porque vio con alivio que nadie se le acercaba, y unos minutos después salió de la cocina con la bandeja repleta y cubierta en las manos.
Para su tranquilidad, llegó a sus habitaciones sin cruzarse con ningún otro adepto. Cerró la puerta y echó el cerrojo; luego comenzó a encender velas antes de acercarse a la ventana. La tormenta se había alejado antes, aquella misma noche, llevándose la lluvia y el granizo, y ahora la noche era fría y nubosa, pero tranquila. Karuth echó las cortinas, volvió a donde había dejado la bandeja y apartó el mantelillo que la cubría. Había una apetitosa selección de los mejores manjares del cocinero; con aire desganado, casi ausente, cogió una pata de ave asada, dio un mordisco y volvió a dejarla. No tenía hambre, no podía ni ver la comida, por muy buena que fuera. Había una botella de vino en la mesilla de noche; llenó una copa y la vació de un trago, la llenó otra vez y, dirigiéndose con ella hacia la chimenea, se sentó en un sillón a contemplar las llamas.
Karuth se dio cuenta de que se sentía desesperadamente sola. No, más que eso; se sentía aislada, no por voluntad propia, sino por circunstancias que escapaban a su control. En los primeros días intranquilos tras su primera pelea con Tirand, su posición en el Círculo había pendido de un hilo. Recientemente, aquel equilibrio había vuelto a alterarse un poco en su favor a medida que el tiempo suavizaba las peores heridas y que la ruptura mostraba los primeros síntomas de arreglo; pero en las escasas horas desde la llegada de Ailind, todo había cambiado. De pronto volvía a ser la disidente, la oveja descarriada del rebaño, la única cuyos puntos de vista no concordaban con los de la mayoría; y de repente eso adquiría una importancia que antes no había tenido.
Ya había experimentado el desprecio que Ailind sentía hacia ella. Éste había dejado bien claro que sabía lo que le dictaba su corazón, del mismo modo que dejó bien claro que no toleraría ningún intento de desobediencia por su parte. Y Tirand… Karuth había visto en su mirada lo que sentía: duda y desaprobación mezcladas con miedo, tanto por ella como por él mismo, y debajo de todo un hosco resentimiento que, sin la temperancia de los lazos de toda una vida y del parentesco, podría haber rozado el odio. Lo mismo podía decir de los otros; en la reunión, sus compañeros adeptos no le habían dirigido directamente la palabra ni una sola vez, y había advertido que, en varias ocasiones, la Matriarca la contemplaba de reojo con una mezcla de compasión y vergüenza a partes iguales. Incluso Calvi, a quien tenía por uno de sus mejores amigos, había permanecido sentado, evitando su mirada deliberadamente, con los hombros encogidos en gesto culpable mientras miraba hacia otro lado.
«Bien —pensó—, que así sea.» Se habían entregado por completo a Ailind, y no podía echarles la culpa por eso. Pero ella no disimularía, no caería en el perjurio para ganar su favor. Además, ¿de qué habría servido? Podía ocultar la verdad a otros mortales, pero no podía ocultarla ante un dios. Siempre y cuando obedeciera los dictados de Ailind y se inclinara ante su voluntad, no sufriría nada peor que los aguijonazos de su desprecio, y la verdad es que eso no le importaba.
Miró su copa, vio que casi estaba vacía y se levantó para llenarla de nuevo. Esta vez se llevó la botella hasta el sillón y la dejó junto al fuego; el vino era fuerte y ya comenzaba a sentir sus efectos, pero se sentía demasiado deprimida para que le importara si estaba ebria o no. El problema, pensó, era que no quería someterse a la voluntad de Ailind. No por un orgullo iluso, sino porque la vieja duda seguía corroyéndole las entrañas: la sensación de que el Círculo había cometido un error fundamental y terrible. No podía creer que el Caos hubiera roto su pacto. No lo creía. Deseaba —volvió a beber, vaciando la copa por tercera vez—, deseaba que el Equilibrio, el Equilibrio del catecismo de su infancia, el Equilibrio que era la base de todo el poder y ritual del Círculo, se restaurara antes de que fuera demasiado tarde.
Vertió más vino en su copa, pero esta vez con mano temblorosa, y gran parte del vino cayó sobre su falda. ¿Qué habría pensado de ella Ailind si la hubiera visto así?, se preguntó, y le entraron ganas de reír mientras bebía un buen trago. Ailind, Tirand, Calvi y Shaill, y todos sus estudiantes, y todos los adeptos de rango inferior que eran lo bastante estúpidos —o lo habían sido en el pasado— como para respetarla, ¿qué habrían pensado si la hubieran visto sentada a solas, bebiendo con resolución hasta quedar aturdida? Sin duda… dioses, parecía que tuviera la cabeza llena de plumas…, sin duda se habrían dicho unos a otros sabiamente que aquello era de esperar en alguien que se había dejado engañar por las maquinaciones del Caos. Caos, los renegados, los traidores, los…
—Ohhh… —Con un golpe seco, Karuth dejó la copa casi vacía en el suelo y se levantó. La habitación le parecía irreal, las perspectivas distorsionadas; se dirigió con paso vacilante hacia la ventana, la abrió de par en par y aspiró a grandes bocanadas el aire frío de la noche. Qué estúpida era, qué estúpida. Todo eran palabras osadas, pero ningún acto; viento y meadas, para citar la vulgaridad preferida de su viejo maestro, Carnon Imbro. Fueran cuales fuesen sus sentimientos privados, no se saltaría las normas. Una vez había tenido la oportunidad de hacerlo y la había desperdiciado, y ahora era demasiado tarde. Obedecería a su Sumo Iniciado, obedecería a Ailind, haría todo lo que se esperaba de ella o lo que se le exigiera. Al fin y al cabo, ¿quién era ella para juzgar lo que estaba bien o lo que estaba mal? Nada más que una adepto corriente, sin importancia, prescindible, y tener otro tipo de expectativas era sostener una opinión peligrosamente falsa de sí misma. Los señores del Orden habían respondido a la súplica del Círculo, y uno de ellos se encontraba aquí, en el Castillo. La ayuda que tan desesperadamente necesitaban les había llegado. ¿No era eso lo que ella, con la misma fuerza que cualquier otro adepto, había deseado? ¿Y no debería sentirse agradecida porque ahora contaban con un poderoso aliado en la guerra contra Ygorla? Los dioses habían enviado a uno de los suyos al mundo de los mortales para destruir a la hechicera, y Karuth debería alegrarse, en lugar de estar sentada de mal humor, borracha y hecha una quejica porque no eran los dioses que ella habría invocado.