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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (38 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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Pero se limitaron a girar, brillando por el incremento de la vigilancia. Pasaron tres minutos más, según el reloj de Fiben, hasta que una triple explosión sónica anunció la llegada de una nave de combate con bruñidas flechas que parecían gavilanes al pasar velozmente sobre el ya vacío edificio de la cancillería. Los
gubru
del jardín parecían demasiado nerviosos para animarse mucho con su llegada. Saltaban y chillaban mientras las explosiones sónicas sacudían los árboles y sus plumas a la vez.

Un oficial
gubru
se movía pavoneándose por el jardín, gorjeando tranquilizadoramente para calmar a sus subordinados. Fiben no se atrevió a utilizar su monocular ya que las sondas de vigilancia estaban en un estado de alerta especial, pero esforzó la vista para distinguir mejor a aquella criatura pajaril que estaba al mando. Ciertos rasgos de aquel
gubru
eran extraños. Su blanco plumaje, por ejemplo, parecía más luminoso y brillante que el de los demás. Llevaba también una cinta de tejido negro alrededor del cuello.

Pocos minutos más tarde llegó una nave de servicio público que no se posó en el jardín hasta que las charlatanas aves se hubieron hecho a un lado, dejándole sitio para aterrizar. Del aparato salieron un par de invasores que llevaban máscaras de oxígeno llenas de adornos y penachos. Hicieron una reverencia al oficial y luego subieron las escaleras del edificio a grandes pasos y entraron en él.

Era obvio que el oficial
gubru
sabía que el tufo de los conductos de gas corroídos no suponía amenaza alguna. El ruido y la conmoción estaban haciendo más daño a los empleados y proyectistas a su mando que el mal olor. Era indudable que estaba trastornado porque se había perdido una jornada de trabajo.

Pasaron más minutos. Fiben vio que llegaba un convoy de vehículos de superficie y sus sirenas aullantes alborotaban de nuevo a los funcionarios. El oficial
gubru
batió los brazos hasta que el griterío se acalló. Luego dirigió un escueto gesto a los guerreros supersónicos que flotaban en el cielo.

La nave giró sobre su eje y se marchó tan rápidamente como había venido. Las ondas de choque hicieron traquetear las ventanas y chillar al personal de la cancillería.

—Muy excitables ¿no? —observó Fiben. Sin duda los soldados
gubru
estaban mejor preparados para ese tipo de cosas.

Fiben se puso de pie sobre la rama y miró hacia otras zonas del parque. A lo largo de la valla se congregaban muchos chimps y otros seguían llegando, procedentes de la ciudad. Guardaban una prudente distancia con los guardianes de la barrera, pero seguían acercándose, parloteando excitados entre sí.

Diseminados entre ellos se hallaban los observadores de Gailet Jones, consultando sus relojes y apuntando todas las reacciones de los alienígenas.


La primera cosa que conocerán los gubru cuando estudien las cintas de la Biblioteca sobre tu especie
—le había dicho Athaclena—
será el llamado «realejo símico». Esa tendencia que tenéis vosotros los antropoides de correr hacia el alboroto llevados por la curiosidad.
—Después había sonreído—.
Los vamos a acostumbrar a ese tipo de comportamiento hasta que encuentren normal que esos extraños pupilos de los terrestres corran siempre hacia los alborotos… sólo para mirar. Aprenderán a no teneros miedo, pero deberán… hablar como un mono a otro.

Fiben había comprendido lo que Athaclena quería decir: que los
tymbrimi
eran en ese aspecto como los humanos y los chimps. Le había infundido confianza, pero luego había fruncido repentinamente el ceño y hablado para sí misma, con rapidez y en voz baja, olvidando al parecer que él entendía el galáctico-Siete.


Monos… un mono con otro… ¡Sumbaturalli! ¿Tengo que pensar constantemente utilizando metáforas?

Fiben había quedado sorprendido. Por suerte, no tenía que comprender a Athaclena; sólo saber que ella podía pedirle cualquier cosa y él la haría sin pensarlo dos veces.

Al cabo de un rato llegaron más vehículos de superficie con empleados de mantenimiento y limpieza, entre ellos unos cuantos chimps con el uniforme de la Compañía de Gas de la ciudad. Éstos entraron en la cancillería y los burócratas
gubru
del jardín se sentaron a la sombra, gorjeando irritados por el todavía intenso mal olor.

Fiben podía comprenderlo. El viento había soplado hacia él y la nariz se le había arrugado de asco.

Bueno, eso es. Les hemos hecho perder una tarde de trabajo y quizá nosotros aprendamos algo de ello. Es hora de volver a casa y evaluar los resultados.

No esperaba con interés la reunión con Gailet Jones. Aunque era una chima bonita e inteligente, tenía la tendencia de ser demasiado oficiosa. Y era obvio que sentía cierto rencor contra él, como si él le hubiese dado un anestésico y la hubiera metido en un saco para llevársela.

Oh, bueno. Aquella noche se marcharía, regresaría a las montañas con Tyco, llevando un informe a la general. Fiben era un chico de ciudad pero había llegado a preferir los pájaros del campo a los que infestaban últimamente Puerto Helenia.

Se volvió, se agarró al tronco con ambos brazos y empezó a bajar. Fue entonces cuando, de repente, algo que parecía una gran mano plana le golpeó con fuerza en la espalda dejándolo sin aliento.

Fiben clavó las uñas en el tronco. La cabeza le giraba y sus ojos se llenaron de lágrimas. Se las apañó como pudo para mantenerse agarrado a la áspera corteza mientras las ramas se agitaban y las hojas salían volando en una repentina oleada de sonido casi palpable. Se sujetó con fuerza al tiempo que todo el árbol vibraba como si intentase tirarlo abajo.

Cuando pasó la terrible oleada de presión, sus oídos se destaparon con un ruido sordo. La corriente de aire acelerado disminuyó y se convirtió en un mero estruendo. Finalmente, aún agarrado a la corteza, acumuló el valor suficiente para volverse y mirar.

Una alta columna de humo ocupaba el centro del jardín de la embajada, donde antes había estado la cancillería. Las llamas lamían las destrozadas paredes y unos regueros de hollín mostraban los puntos en los que el gas sobrecalentado había explotado en todas direcciones.

Fiben se quedó asombrado.

—Pollo caliente con bizcocho —murmuró sin avergonzarse en absoluto del primer pensamiento que le pasó por la cabeza. Allí había suficiente pollo frito como para alimentar a medio Puerto Helenia. Era una carne un poco rara, por supuesto. Había algunos trozos que aún se movían.

Aunque tenía la boca completamente seca, chasqueó los labios alegremente.

—¡Salsa de barbacoa! —suspiró—. Todo esto, y que no haya a la vista un camión cargado de salsa de barbacoa.

Volvió a trepar hasta la rama cubierta ahora de hojas desgarradas y consultó su reloj. Pasó casi un minuto antes de que las sirenas empezasen a aullar de nuevo. Y otro más para que el vehículo flotador despegase, tambaleándose como si luchara con la bullente convección del aire sobrecalentado a causa del fuego.

Quiso saber qué habían hecho los chimps que estaban junto a la valla y miró hacia allí. A través de la nube de humo que avanzaba, Fiben vio que la multitud no había huido. En todo caso, había aumentado. De los edificios cercanos salían chimps para contemplar lo que ocurría. Gritaban y ululaban, con los ojos brillantes de excitación.

Gruñó de alegría. Todo iba bien. Nadie había hecho ningún movimiento amenazante.

Entonces advirtió algo más. Con un estremecimiento eléctrico descubrió que los discos de vigilancia habían caído. A lo largo de la valla, las boyas giratorias se habían desplomado.

—¡Vaya tipos! —murmuró—. Esos bobalicones pretendían ahorrar dinero en rebotica inteligente. Los mecanismos de defensa funcionaban todos por control remoto.

Cuando la cancillería explotó, sea cual fuere el nefasto motivo que la llevó a hacerlo, debió de explotar con ella el control central. Si alguien tuviese la serenidad de coger algunas de esas boyas…

Vio a Max, a unos cien metros a su izquierda, que se movía a hurtadillas hacia uno de los discos caídos y lo levantaba con un bastón.

Buen chico
, pensó Fiben, pero en seguida se olvidó de ello. Se puso de pie, apoyado contra el tronco del árbol, y se quitó las sandalias. Flexionó las piernas comprobando el aguante de la rama.
Aquí no pasa nada
, suspiró.

Se puso en marcha a toda velocidad, corriendo por la delgada rama. En el último momento tomó impulso en el extremo oscilante, como si fuera un trampolín, y saltó por los aires.

La valla estaba situada a un paso del arroyo. Fiben rozó con uno de sus pies los alambres de ésta y aterrizó con una difícil voltereta en el jardín.

—Uf —se quejó. Por fortuna no se había golpeado el tobillo aún resentido. Pero le dolían las costillas mientras avanzaba jadeando, envuelto por una nube de humo procedente del fuego que se extendía. Tosiendo, se sacó un pañuelo del bolsillo de su traje de faena, se lo puso sobre la nariz y corrió hacia las ruinas.

Los invasores muertos yacían diseminados sobre lo que había sido un prístino césped. Tropezó con el cadáver cuadrúpedo y cubierto de hollín de un
kwackoo
y se zambulló en una espesa nube de humo. Apenas pudo evitar el encontronazo con un
gubru
que seguía vivo. La criatura huyó dando chillidos.

Los burócratas invasores estaban totalmente desorganizados, aleteando y corriendo de un lado a otro en completo caos. El ruido que hacían era abrumador.

En el cielo, las explosiones sónicas anunciaban el regreso de los soldados. Fiben reprimió un ataque de tos y bendijo el humo. Desde lo alto, nadie podría localizarlo y los
gubru
del suelo no estaban en condiciones de darse cuenta de muchas cosas. Saltó sobre las aves chamuscadas. El hedor de la carne quemada mantenía a raya incluso sus apetitos más atávicos.

De hecho, temía estar enfermo.

Fue una cuestión de suerte que pudiera pasar corriendo junto a la cancillería en llamas. El edificio estaba completamente invadido por el fuego. El pelo de su brazo izquierdo se chamuscó debido al calor. Se precipitó entre un grupo de seres pajariles que se habían apiñado a la sombra de un edificio cercano. Se habían congregado con un coro de lamentos junto a un determinado cadáver, cuyo plumaje, antes brillante, estaba ahora manchado y estropeado. Al aparecer Fiben de una forma tan repentina, los
gubru
se dispersaron, piando de consternación.

¿Me habré perdido?
Había humo en todas partes. Dio una vuelta en redondo buscando una señal que le indicase la dirección correcta.

¡Allí! Fiben vislumbró un pequeño resplandor azul a través de la negra confusión. Salió disparado a toda velocidad aunque los pulmones le quemaban. Cuando se adentró en el pequeño bosque que se alzaba en lo alto del farallón, lo peor del ruido y del humo había quedado atrás.

Calculó mal la distancia y casi cayó, para llegar patinando a detenerse frente a la Reserva Diplomática
tymbrimi
. Se inclinó hacia adelante para recobrar el aliento.

En seguida se dio cuenta de que había hecho bien en detenerse. De pronto, el globo azul de la cima del hito parecía menos amigable. Brilló ante él, emitiendo rápidos destellos.

Hasta entonces Fiben había actuado impensadamente. La explosión había sido una oportunidad que no esperaba. Tenía que aprovecharla.

Muy bien, aquí estoy. Y ahora ¿qué?
El globo azul podía ser parte del equipo original de los
tymbrimi
, pero también podía haberlo puesto el invasor.

A sus espaldas, las sirenas aullaban mientras los vehículos flotadores empezaban a llegar con un continuo y oscilante gemido. El humo ondulaba ante él, sacudido por las caóticas idas y venidas de los grandes aparatos. Fiben esperaba que los observadores de Gailet, apostados en los tejados de los edificios cercanos, estuviesen tomando nota de todo aquello. Si conocía bien a sus congéneres, la mayoría de ellos debían de estar contemplándolo todo boquiabiertos o dando brincos de excitación. Con todo, podían aprender mucho de la buena suerte casual de aquella tarde.

Avanzó hacia el hito. El globo azul centelleaba ante él. Levantó el pie izquierdo.

Un haz de brillante luz golpeó la tierra en el lugar que estaba a punto de pisar.

Fiben dio un salto de casi un metro en el aire. Apenas había tocado tierra cuando el rayo volvió a caer a unos milímetros de su pie derecho. Unas ramas ardieron y el humo fue a sumarse al denso manto que se desprendía de la cancillería en llamas.

Intentó retroceder a toda prisa ¡pero el condenado globo no se lo permitía! Un relámpago azul chisporroteó en el suelo a sus espaldas y tuvo que saltar hacia un lado. Luego se encontró con que tenía que saltar hacia el otro.

¡Salto, zap! ¡Brinco, maldición, otra vez zap!

El rayo era demasiado preciso para que aquello fuese accidental. El globo no intentaba matarlo, pero al parecer tampoco estaba interesado en dejarlo marchar.

Entre relámpago y relámpago, Fiben intentaba pensar una forma para escapar de aquella trampa, de aquella infernal broma pesada…

Chasqueó los dedos mientras saltaba de otro lugar que ardía. ¡Claro!

Los
gubru
no habían entrado en la Reserva
tymbrimi
. El globo azul no actuaba como un aparato de los seres pajariles. ¡Era exactamente el tipo de cosa que
Uthacalthing
habría dejado instalado antes de marchar!

Fiben soltó una maldición cuando un rayo particularmente cercano le chamuscó un dedo del pie. ¡Malditos ETs! ¡Incluso los buenos eran mucho más de lo que cualquiera podía soportar! Apretó los dientes y se obligó a dar un solo paso adelante.

El rayo azul rebanó una piedra que había junto a su pie cortándola exactamente por la mitad. Todos los instintos de Fiben chillaban para que saltara de nuevo pero se concentró en dejar el pie en su sitio y dar otro paso con más tranquilidad.

Normalmente, uno podría pensar que un dispositivo de defensa como aquél estaba programado para poner sobre aviso a quien se aproximara a una cierta distancia y empezar a freírlo con ahínco si intentaba acercarse más.

Según esa lógica, todo lo que él estaba haciendo era completamente estúpido.

El globo azul destelló de modo amenazante y lanzó uno de sus relámpagos. El humo se levantó exactamente en el pequeño punto libre entre el pulgar de su pie izquierdo y los restantes dedos.

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