—¡Bello, muy bello! —exclamaba el sultán que, para no perderse nada de aquella interesante pesca, se había aferrado a los flechastes del palo mayor—. ¡Y habiendo tales diversiones, mis imbéciles ministros mandaban a las viejas del harén para que contaran historias! Tenía que ser un inglés el que me sacara de aquella especie de prisión y me hiciera cambiar un poco de vida. ¡Que vengan ahora a decirme que no es un embajador! ¡Les ajustaré las cuentas!
Entre tanto, el
charcharias
no cesaba de debatirse cada vez con mayor vigor. Bien intentaba hundirse con la esperanza de romper la cadena con su propio peso, bien se lanzaba hacia la superficie, moviéndose locamente y levantando con la potente cola, olas altísimas. ¡Sus esfuerzos eran inútiles! Cada vuelta al cabestrante le acercaba al terrible momento.
—¡Quietos! —gritó de repente Yáñez—. ¡Dejemos que se asfixie!
El enorme pez había llegado, finalmente, a flotar. Su boca estaba llena de sangre burbujeante y era un horrible espectáculo. Una garra del ancla había atravesado su mandíbula interior y se veía muy bien el gancho fuera de ésta. Sus ojos azulados se habían fijado intensamente en los hombres que estaban de pie en las amuras.
Otra vuelta de cabestrante sacó más de su mitad fuera del agua. Entonces comenzó la verdadera lucha para el tigre del mar, que estaba empeñado en no morir.
Daba tales tirones a la cadena, que escoraba el yate.
Luego, agotado, se detenía un momento para recomenzar enseguida sus desesperadas contorsiones. Algunos hombres habían preparado los arpones para subirlo a cubierta. Otros habían empuñado los sables.
Durante cinco minutos, Yáñez dejó que el monstruo boquease, y luego hizo una señal a los hombres que estaban en el cabestrante, gritando al mismo tiempo.
—¡Fuera todos! ¡Poneos a salvo en los flechastes!
Con unos pocos tirones subieron al escualo hasta la altura de la cubierta y allí recibió el primer sablazo, dado poli Mati. Inmediatamente entraron en función los arpones ayudados por un garfio suspendido del extremo de la verga.
Todos tiraban rabiosamente y gritaban, mientras los demás, incluidos el sultán, los ministros y Yáñez, se ponían a salvo en los flechastes, trepando hasta las cofas para no perderse nada de la terrible caza.
Con un último tirón, el gigantesco habitante de las aguas que medía casi siete metros, fue izado a bordo y dejado caer en cubierta.
—¡Sálvese quien pueda! —gritaban los marineros, agarrándose a las jarcias y obenques.
El escualo permaneció inmóvil un momento, como si estuviese asombrado de no encontrarse ya en su natural elemento. Luego dio un salto hacia el castillo de proa donde le esperaban algunos hombres armados de carabinas.
Se levantó sobre las aletas pectorales, emitiendo un ronco murmullo, parecido a un sonido oído en lontananza, y se lanzó después, alocado, contra las amuras, intentando romperlas. Su formidable cola daba furiosos azotes, con golpes que parecían disparos de fusil.
Una descarga de carabina le acertó, deteniéndole de repente. Pero no estaba muerto todavía, porque esos monstruos poseen una vitalidad increíble. Permaneció quieto un instante, esforzándose en romper por última vez la cadena. Luego, se derrumbó sobre la toldilla.
—¡Ya es nuestro! ¡Ya es nuestro! —gritaron los marineros, corriendo con los
parangs
y las carabinas.
Por fin había sido apresado y muerto el pobre tiburón.
Lo empujaron contra una amura para que no estorbase la maniobra, y el yate reanudó su velocísimo andar hacia el septentrión, mientras el sultán miraba con viva curiosidad al monstruo, frotándose alegremente las manos y murmurando:
—Mis queridos súbditos amarillos estarán contentos de mí. He aquí un regalo verdaderamente principesco que les compensará largamente de la piedra preciosa con que me han obsequiado.
—¡Le creía más tonto! —murmuró Yáñez, que le había oído—. ¡Hay que estar precavido con la sangre malaya!
Refrescaba en alta mar, al mitigar la brisa el gran calor ecuatorial que caía sobre el yate como una lluvia de fuego.
Bajo la lona tendido sobre la toldilla de la nave, el sultán, su séquito, la bella holandesa y Yáñez estaban sentados en torno a una mesa para acabar las últimas botellas de champaña y consumir gran cantidad de cigarrillos y de nueces de
betel.
El sultán, al que había puesto de buen humor aquel vino espumoso que no había bebido nunca, bromeaba. Parecía un buen muchacho al que hubiesen sacado del colegio para enviarlo a divertirse en la playa o a bordo de cualquier barca de pesca.
Hacia el oriente, se perfilaban bastante claramente las costas de Borneo, y hacia el septentrión, una especie de forma nebulosa señalaba la isla del rajah.
—¿De verdad queréis llegaros hasta allí, milord? —preguntó el sultán—. Llegaremos demasiado tarde.
—No, todavía estaremos a tiempo para demostrarles a aquellos piratas los colores de vuestra bandera, que ya he mandado izar en el palo mayor —respondió Yáñez.
—Preferiría dejar para otro día esta demostración naval.
—¿Ahora que Balabar está a la vista?
—Temo que os mezcléis en una fea aventura, milord, aunque yo confío plenamente en vuestras cualidades guerreras y marineras.
—Antes de medianoche estaremos en Varauni, ante vuestro palacio.
El yate apresuraba su marcha, saltando sobre las aguas como un cachalote. La hélice y los pistones funcionaban rabiosamente, haciendo gemir los maderos y las cuadernas bajo sus golpes apresurados.
Yáñez había cogido un anteojo y miraba atentamente hacia la isla de triste fama, que parecía correr al encuentro de la veloz nave mostrando sus profundas bahías y sus imponentes escollos. En aquellas aguas tranquilas se veían numerosos
praos
y
giongs,
con las velas semidesplegadas, dispuestos a hacerse a la mar.
—¡Todos los hombres a sus puestos de combate! —gritó Yáñez—. Y tú, Mati, dispara un cañonazo. Tengo curiosidad por saber lo que sucederá. Mostremos a esos canallas que se ha agotado la paciencia del sultán de Borneo y que ha llegado la hora del castigo.
Después, volviéndose hacia la bella holandesa, le dijo:
—Retiraos, señora: dentro de poco, por aquí pasará la muerte.
El valiente sultán, al oír aquellas palabras, había hecho una fea mueca y mirado a sus dos ministros y al secretario sin que éstos le infundieran ánimos. Mati había subido al castillo de proa y se colocó detrás del cañón.
Una fragorosa detonación resonó en las profundas radas de Balabar siniestramente.
—¿Veis, alteza, si se despiertan esos canallas? —dijo Yáñez al sultán, que parecía más muerto que vivo.
—Volvamos atrás, milord.
—Esperad que vean bien cómo vuestra bandera ondea en este buque. El sol aún está alto y podrán ver la media luna de plata sobre fondo verde.
—Bastará con eso, milord.
—¡Oh, esperad! No se puede hacer ver que el sultán, después de haberse aventurado hasta aquí para desafiarles, se bata en retirada ante ellos.
—¿Y si se lanzan al abordaje?
—¡Por Júpiter! Nos defenderemos, alteza.
Doce o quince
praos
, así como algún
giong,
se habían reunido en la salida de una bahía, izando sus velas.
Desplegados en dos hileras, se dirigieron audazmente hacia el yate, saludándole con disparos de espingarda y de
miriam.
Pero dos cañonazos de Mati y de Yáñez tornaron más prudentes a aquellos terribles combatientes. En lugar de lanzarse inmediatamente al ataque, arriaron, con gran asombro del sultán, sus rojas banderas en señal de saludo, y se refugiaron nuevamente en la bahía.
—¡Cómo! —exclamó el sultán—. ¿Así que tienen miedo de mi bandera?
—Ya os había dicho, alteza, que sería suficiente hacerla ondear ante sus ojos.
—Sois un hombre absolutamente extraordinario. A vos deberé la salvación y la tranquilidad de mi Estado. ¿Qué podré hacer por vos?
—Nada más que estar reconocido a Inglaterra —respondió el portugués—. Yo he sido enviado aquí para desembarazaros de todos los enemigos que acechan vuestro trono. ¿Queréis que regresemos?
—¡Sí, sí! —exclamó el sultán, espantado aún por el ruido de las espingardas y de las gruesas piezas del yate.
Mientras la flotilla pirata se retiraba precipitadamente a la bahía, disparando algún que otro tiro, el yate hizo una virada y se dirigió velozmente hacia el sur, casi rozando las costas de Borneo.
Mati se había aproximado a Yáñez.
—Ni remotamente ha sospechado que esos
praos
eran los nuestros —dijo a Yáñez.
—Ese bobo no es un brujo y, además, sus ministros le han vuelto idiota.
Mati sacudió la cabeza.
—Perdonad, señor Yáñez, pero no llego a comprender el objeto de este rapidísimo crucero.
—Lo comprenderás mejor otro día; es decir, cuando el sultán, creyéndose completamente seguro ya en sus aguas, desaparezca bajo nuestros ojos.
—¿Os atreveréis a tanto?
—El Tigre de Malasia se habría atrevido a mucho más. Ahora me conviene actuar con mucha prudencia, después del hundimiento de la cañonera y del vapor. Un día u otro vendrá a reclamar mi cabeza algún oficial holandés o de Su Majestad Británica. Pero, para entonces, ya espero ser dueño de Varauni. Me basta con tener bajo mi mando a los chinos. Ahora debemos trabajarles.
—Sería preciso tener amigos.
—He pensado en todo: esta noche iremos al encuentro de un viejo tabernero chino que tiempo atrás hizo mucho por Mompracem, manteniéndonos informados de los movimientos de los buques ingleses a riesgo de ser ahorcado.
Las sombras de la noche caían sobre el mar como una bandada de cuervos. Habían desaparecido las últimas luces, pero ya se divisaban otras, no menos bellas, que titilaban entre las olas.
Noctilucas, medusas anchas como paraguas y pelargonios, que se abrían como flores del mismo nombre, subían a flote en gran cantidad, dejándose hender por el agudo espolón del yate.
Éste seguía su rápida marcha, siguiendo las sinuosidades de la costa, carente, por una verdadera casualidad, de los miles y miles de pequeños escollos que hacen dificilísimos los atraques en la gran isla de Borneo, incluso con mar tranquila.
A las diez de la noche, y plenamente satisfechos de su paseo, los excursionistas entraban sin novedad en la bahía de Varauni, señalada por dos pequeños faroles de aceite colocados en modestas torrecillas.
Apenas el yate disparó una salva, la habitual barca roja de amuras doradas se dirigió velozmente al encuentro del sultán y de su séquito.
—Milord —dijo el soberano, mientras algunos marineros echaban el tiburón en la chalupa, acordaos de que mi palacio está abierto para vos a todas horas.
—Nos volveremos a ver muy pronto, alteza. Soy un apasionado cazador y querría hacer una gira hasta las montañas de Cristal, que según se dice, son muy ricas en fieras.
—¿Y me llevaríais también a mí?
—Si es posible…
—Veremos —respondió el sultán evasivamente.
Tendió la diestra el embajador y bajó a su barca.
La bella holandesa se había quedado a bordo. Yáñez siguió con la mirada la chalupa que se alejaba. Luego se volvió hacia Lucy van Harter, que parecía estar esperándole.
—Señora —le dijo—, mi buque está a vuestra disposición.
—¿Queréis que me quede aquí?
—¡No os conviene bajar a tierra después de las amenazas del capitán del vapor!
—¿Y vos?
—Yo tengo que arreglar unos asuntos en Varauni —respondió Yáñez.
—¡Sois un hombre misterioso!
—¿Por qué, señora?
—No sois embajador y he oído cómo vuestro
chitmudgar
os llamaba alteza. ¡Decidme, quién sois!
—No puedo traicionar, señora, los secretos del Tigre de Malasia.
—¿Habéis dicho el Tigre de Malasia? —exclamó la bella holandesa con cierta emoción.
—¿Habéis conocido a ese hombre terrible?
Lucy van Harter permaneció silencioso un instante; luego dijo:
—Sí, he conocido al héroe de Malasia.
—¿Cuándo? —preguntó Yáñez.
—Hace unos dos años, en las costas de la bahía de Poitou.
—Sandokán ya no es el mismo que antes —dijo Yáñez—. Su furia se ha calmado y ahora sólo lucha contra aquellos que le atacan. Señora, os dejo porque tengo una cita en tierra. Acordaos que, en mi ausencia, sois la dueña absoluta de este yate.
—Gracias, milord. ¿Cuándo nos volveremos a ver?
—Mañana señora.
Yáñez estrechó la bella mano que le tendía la dama holandesa, subió la escala de la toldilla y encendió un cigarrillo; luego gritó:
—¡Mati!
El patrón del yate acudió prontamente a la voz del comandante.
—Echa una chalupa al agua —dijo Yáñez.
—¿Vamos a tierra?
—Tengo que ver de nuevo a ese viejo chino.
En ese momento, entre los haces de luz proyectados por dos fanales colgados de los flechastes de babor y estribor, apareció una sombra, que se acercó rápidamente al portugués.
—¡Kammamuri! —había exclamado Yáñez.
—Os he alcanzado con el
prao
de Padar. ¿Qué queríais que hiciera en la bahía de Gaya? Lejos de vos o de Tremal-Naik, soy hombre muerto.
—Has hecho muy bien, porque me vas a ser necesario.
—¿Hay que trabajar?
—Y mucho.
—No pido otra cosa.
—Ve a coger una carabina y sígueme con dos malayos de Padar. ¡Mati! ¡Al agua la chalupa!
—¡Mati! ¡Al agua la chalupa!
Las pocas luces de aceite que iluminaban los muelles estaban a punto de apagarse cuando tocó tierra la chalupa de Yáñez, con Kammamuri y los dos malayos de escolta. Mati, que había acompañado a su amo, recorrió rápidamente la orilla y regresó a la chalupa, diciendo:
—Nada, señor Yáñez.
—¿Ningún hombre al acecho? —No.
—¡Desembarquemos!
—¿Qué teméis? —preguntó Kammamuri, irguiendo su poderoso torso y sus musculosos brazos, mientras hacía tintinear con un enérgico movimiento los grandes pendientes que le colgaban de las orejas.
—Al capitán del vapor. Padar ya te habrá contado todo lo sucedido.
—Sí, señor Yáñez. En la India, cuando fastidia un hombre, se le da el pasaporte para el otro mundo.
—Es lo que procuraremos hacer nosotros si nos topamos con él —respondió el portugués—. Estoy seguro de que ese hombre está siempre al acecho en Varauni, para jugarme una mala pasada.