La Regenta (91 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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«Sí, sí, él también era hombre, podía ser rival, ¿por qué no?». No se conocía; se paseaba por el gabinete como una fiera en la jaula; comprendía que en aquel momento diría todo lo que le sugiriese la pasión exaltada, el amor propio herido.... Después le pesaría de haber hablado... pero no importaba, ahora quería desahogar. «¡Ay! no era el Fermín de antaño».

Ana se levantó, esperó a que el Magistral llegase en sus paseos al extremo del gabinete y dijo:

—No me ha comprendido usted.... Yo soy la que está sola... usted es el ingrato.... Su madre le querrá más que yo... pero no le debe tanto como yo.... Yo he jurado a Dios morir por usted si hacía falta.... El mundo entero le calumnia, le persigue... y yo aborrezco al mundo entero y me arrojo a los pies de usted a contarle mis secretos más hondos.... No sabía qué sacrificio podría hacer por usted.... Ahora ya lo sé... Usted me lo ha descubierto.... Hablan de mi honra... ¡miserables! yo no sospechaba que se pudiera hablar de eso... pero bueno, que hablen... yo no quiero separarme del mártir que persiguen con calumnias como a pedradas.... Quiero que las piedras que le hieran a usted me hieran a mí... yo he de estar a sus pies hasta la muerte.... ¡Ya sé para qué sirvo yo! ¡Ya sé para qué nací yo! Para esto.... Para estar a los pies del mártir que matan a calumnias....

—¡Silencio! Silencio, Anita... que vuelve esa señora....

El Magistral, que ahora estaba rojo, y tenía los pómulos como brasas, se acercó a la Regenta, le oprimió las manos y dijo ronco, estrangulado por la pasión:

—¡Ana, Ana!... Sin falta esta tarde.... Y ahora a la catedral... junto al altar de la Concepción... en frente del púlpito....

—Hasta la tarde; pero vaya usted tranquilo... casi todo lo que tenía que decir... está dicho....

—¡Pero ese hombre!...—De ese hombre... nada. La voz de doña Petronila se había oído cuando el Magistral avisó que llegaba. Hablaba desde lejos la señora de Rianzares, que decía:

—Allá va, allá va el señor Magistral, está en mi gabinete solo, repasando su sermón sin duda....

Y entró cuando Ana se volvía un poco para ocultar a su amigo la confusión que él hubiera leído en el rostro de ella, a no haber tenido que atender a doña Petronila que gritaba:

—Vamos, listo, listo... que le esperan... que creo que ha empezado la misa....

El Magistral desapareció por la puerta de la alcoba, por donde había entrado el ama de la casa.

Miró el gran Constantino a la Regenta y tomándole la cabeza con ambas manos la besó con estrépito en la frente; y después dijo:

—¡Pero qué hermosísima está hoy esta rosa de Jericó!

—¡A la catedral, a la catedral!—gritaron los del salón.

Y llegaron Ana y el obispo-madre al trascoro al mismo tiempo que De Pas subía con majestuoso paso al púlpito, donde Ripamilán cantara al comenzar el día el Evangelio de San Lucas.

Buscaron sitio al pie del altar de la Concepción.

—Desde aquí se ve perfectamente—dijo doña Petronila.

E inclinándose hacia Ana, añadió en voz baja y melosa:

—¡Mírele usted, está hoy lo que se llama hermosísimo ese apóstol de los gentiles! ¡Qué roquete! Parece de espuma.... En el nombre del Padre..., del Hijo... y del Espíritu.... Santo...

—XXIV—

—Pero, ¿y si él se empeña en que vaya?

—Es muy débil... si insistimos, cederá.

—¿Y si no cede, si se obstina?

—Pero, ¿por qué?—Porque... es así. No sé quién se lo ha metido por la cabeza, dice que le pongo en ridículo si no voy.... Y nos alude... habla del que tiene la culpa de esto... dice que él no es amo de su casa, que se la gobiernan desde fuera.... Y después, que la Marquesa está ya algo fría con nosotros por causa de tantos desaires... ¡qué sé yo!

—Bien, pues si todavía se obstina... entonces... tendremos que ir a ese baile dichoso. No hay que enfadarle. Al fin es quien es. Y el otro ¿anda con él? ¿Tan amigotes siempre?

—Ya se sabe que a casa no le lleva....

—¿Y es de etiqueta el baile?—Creo... que sí...—¿Hay que ir escotada?—Ps... no. Aquí la etiqueta es para los hombres. Ellas van como quieren; algunas completamente
subidas
.

—Nosotros iremos...
subidos
¿eh?

—Sí, es claro.... ¿Cuándo toca la catedral? ¿pasado? pues pasado iré a la capilla con el vestido que he de llevar al baile.

—¿Cómo puede ser eso?...

—Siendo... son cosas de mujer, señor curioso. El cuerpo se separa de la falda... y como pienso ir obscura... puedo llevar el cuerpo a confesar... y veremos el cuello al levantar la mantilla. Y quedaremos satisfechos.

—Así lo espero. Don Fermín quedó satisfecho del vestido, aunque no de que
fuéramos
al baile. El vestido, según pudo entrever acercando los ojos a la celosía del confesonario, era bastante subido, no dejaba ver más que un ángulo del pecho en que apenas cabía la cruz de brillantes, que Ana llevó también a la Iglesia para que se viera cómo hacía el conjunto.

Y la Regenta fue al baile del Casino, porque como ella esperaba, don Víctor se empeñó «en que se fuera, y se fue».

Aquel acto de energía, verdaderamente extraordinario, le hacía pensar al ex-regente, mientras subían la escalera del caserón negruzco del Casino, que él, don Víctor, hubiera sido un regular dictador. «Le faltaba un teatro, pero no carácter. Que lo dijera su mujer, que mal de su grado subía colgada de su brazo, hermosísima, casi contenta, pese a todos los confesores del mundo. Ya no estábamos en el Paraguay: ¡A él jesuitas!».

Era lunes de Carnaval. El día anterior, el domingo se había discutido con mucho calor en el Casino si la sociedad abriría o no abriría sus salones aquel año. Era costumbre inveterada que aquel
círculo aristocrático
(como le llamaba el
Alerta
, a cuyos redactores no se convidaba nunca, porque se empeñaban en asistir de
jaquet
) diese baile, pero jamás de trajes, el lunes de Carnaval.

—¿Por qué no ha de ser este año como los demás?—preguntaba Ronzal, que acababa de hacerse un frac en Madrid.

—Porque este año el Carnaval está muy desanimado por culpa de los Misioneros, por eso—respondía Foja, a quien había metido en la Junta directiva don Álvaro.

—La verdad es—dijo el presidente, Mesía—que nos exponemos a un desaire. La mayor parte de las señoritas
comm'il faut
están entregadas en cuerpo y alma a los jesuitas, creo que muchas traen cilicios debajo de la camisa.

—¡Qué horror!—exclamó don Víctor, que estaba presente, aunque no era de la Junta. (Pero por no separarse de Mesía.)

—Sí, señor, cilicios—corroboró Foja—. Amigo, el Magistral no puede tanto. No ha conseguido que sus hijas de confesión usen cilicios y otras invenciones diabólicas.

—Porque tampoco se lo ha propuesto—contestó Ronzal.

Don Álvaro observó que Quintanar se ponía colorado. Le había sabido mal la alusión de Foja. «Sí, aludía a su mujer al hablar del Magistral; con él iba la pulla».

—Lo cierto es—continuó el ex-alcalde—que nos exponemos a un desaire, como dice muy bien el presidente. La flor y nata de la
conservaduría
, que son las que animan esto, no vendrá; las conozco bien: ahora se divierten en jugar a las santas. Ahora son místicas... zurriagazo y tente tieso, ¡ja, ja, ja!

—A mí se me ocurre una cosa—dijo Mesía—. Exploremos el terreno. Hagamos que los socios que tienen relaciones con las familias distinguidas se enteren de si las niñas vienen o no. Si ellas asisten, las demás, las de reata, vendrán de fijo,
malgré
todos los jesuitas y padres descalzos del mundo.

—¡Magnífico! ¡Magnífico!

—Pues nada, a trabajar, a trabajar. Cada cual ofreció traer a quien pudiera.

Don Víctor, a quien otra pulla de Foja había picado mucho, no pudo menos de decir:

—Yo, señores... respondo de traer a mi mujer. Esa no baila pero hace bulto.

—¡Oh, gran adquisición!—dijo un socio—; si doña Ana viene, será un gran ejemplo, porque ella, hace tanto tiempo retirada... ¡oh! será un gran ejemplo.

—Efectivamente. Que se corra que viene la Regenta y se llenará esto con lo mejorcito.

—Señor Quintanar—dijo el ex-alcalde—se le declara a usted benemérito del Casino... si consigue traer a su señora la Regenta.

—Pues sí señor ¡que vendrá!... En mi casa, señor Foja, una ligera insinuación mía es un decreto sancionado....

Y don Víctor se fue a casa maldiciendo de la hora en que se le había ocurrido asistir a la Junta.

«¿Por qué habría ofrecido él lo que no había de cumplir?».

«Sin embargo, la palabra era palabra».

Tiempo hacía que Quintanar no leía a Kempis, ni pensaba ya en el infierno con horror. De su piedad pasajera sólo le quedaba la convicción de que son necesarias las buenas obras además de la fe para salvarse, y la costumbre de persignarse al levantarse, al salir de casa, al dormir, etc., etc. Había vuelto a Calderón y Lope con más entusiasmo que nunca. Se encerraba en su despacho o en su alcoba y recitaba grandes
relaciones
como él decía, de las más famosas comedias, casi siempre con la espada en la mano. Así le había sorprendido su mujer, sin que él lo supiera nunca, la noche de Noche buena. Verdad es que había cenado fuerte el buen señor y se le había ocurrido celebrar a su modo el Nacimiento de Jesús.

Pero si la propia religiosidad había volado, o se había escondido en pliegues recónditos del alma, donde él no la encontraba, don Víctor respetaba la piedad ajena.

«No obstante, se decía a sí mismo, animándose al ataque, mi mujer ya no va para santa; respeto como antes su piedad, pero ya no me da miedo; ya es una devota como otras muchas, va y viene, y no se detiene; la novena, la misa, la cofradía, la visita al Santísimo... pero ya no tenemos aquellas encerronas con que a mí me asustaba, como si tuviéramos un para-rayos en casa. Ea, pues, me atrevo, se lo digo...».

Y se lo dijo. Se lo dijo cuando acababan de comer. Con gran sorpresa del enérgico marido «que no quería que su casa fuese un nuevo Paraguay» (alusión que no entendió Ana), la esposa no resistió tanto como él esperaba; se rindió pronto. Pero él lo achacó a la propia energía. «Comprende que yo no he de ceder y no se obstina».

Cuando Ana consultó con el Magistral en casa de doña Petronila, ya tenía dado su consentimiento. Pero pensaba retirarlo si el canónigo decía
non possumus
.

Todo se arregló, menos la conciencia de Ana que siguió intranquila. «¿Por qué había dicho que sí después de una débil resistencia? ¿A qué iba ella al baile? Por obedecer a su marido, es claro; pero ¿por qué estaba segura de que meses antes no le hubiera obedecido y ahora sí?».

No lo sabía; no quería saberlo. No quería atormentarse más.

«El baile y ella ¿qué tenían que ver? ¿qué le importaba a ella, a la
hermana
de don Fermín el santo, el mártir, que bailasen o no las muchachas insulsas de Vetusta en el salón estrecho y largo del Casino? Nada, nada».

Así pensaba mientras se dejaba peinar por su doncella y con las propias manos sujetaba la cruz de diamantes sobre el fondo blanco de aquel ángulo de carne que el cuerpo subido del vestido obscuro dejaba ver.

Ronzal, de la comisión que recibía a las señoras, se apresuró, en cuanto asomaron los de Quintanar en el vestíbulo, a ofrecer a la Regenta su brazo. ¿Cuál? «el derecho, sin duda el derecho pensó». Grande fue su pena al notar que Paco Vegallana ofrecía a Olvido Páez que entraba al mismo tiempo, no el brazo derecho, sino el izquierdo. De todos modos entró en el salón triunfante con su pareja... de un minuto. Tuvo tiempo suficiente, sin embargo, para participar del triunfo de Ana. Las conversaciones se suspendieron, las miradas se clavaron en la hija de la italiana. Hubo un rumor de asombro:

—¡La Regenta!—¡La Regenta!—¡Quién lo diría!

—¡Pobre Magistral!—¡Y qué hermosa!—¡Pero qué sencilla!...

Esta exclamación fue de Obdulia.

—¡Qué sencilla, pero qué hermosa!...

—La virgen de la Silla...—La Venus del Nilo, como dice Trabuco.

Esto lo dijo Joaquín Orgaz. El círculo de la nobleza se abrió para acoger en su seno a la
Hija pródiga de la Sociedad
, como acertó a decir el barón de la Barcaza, que
in illo tempore
había estado muy enamorado de Anita, a pesar de la señora baronesa e hijas.

La marquesa de Vegallana, todavía de azul eléctrico, se levantó de su silla de raso carmesí con respaldo de nogal, y abrazó sin que pareciera mal, a su querida Anita.

—Hija, gracias a Dios, creía que era el desaire ciento uno.

La Marquesa también había puesto empeño en que Ana asistiera al baile y a la cena, «que tendría la
élite
en
petit comité
». Todos estos galicismos los había importado Mesía.

—¡Pero qué divina, Ana, pero qué divina!—le decía a la Regenta cara a cara, y con voz gangosa, la hija mayor del Barón, Rudesinda, que según don Saturnino Bermúdez, era una
belleza ojival
. En efecto, parecía una torrecilla gótica, aunque, por ciertas curvas del busto, sobre todo del cuello, a la Marquesa se le antojaba «un caballo de ajedrez».

Por lo demás, a ella y a sus dos hermanas, las llamaban los plebeyos «Las tres desgracias», y a su señor padre, barón de la Barcaza, el barón de la
Deuda flotante
, aludiendo al título y a los muchos acreedores del magnate.

Solía esta familia, digna de mejores rentas, pasar gran parte del año en Madrid, y las
niñas
(de veintiséis años la menor) cuando estaban en público ante los vetustenses fingían disimular su desprecio de todo lo que les rodeaba. Refugiábanse en el círculo aristocrático, donde también entraban, por especial privilegio, Visitación y Obdulia, pariente de nobles. Las señoritas de la clase media (y cuenta que en Vetusta el gobernador civil y familia entraban en la aristocracia) se vengaban de aquel desdén mal disimulado contándoles los huesos de la pechuga a las del barón y a otras jóvenes aristócratas. Daba la casualidad de que casi todas las niñas nobles de Vetusta eran flacas.

Ana se sentó al lado de la marquesa de Vegallana, única persona que le era simpática entre todas las del corro. Entonces anunciaba la orquesta un rigodón.

Y no fue vana su amenaza; a los dos minutos aquellos violines y violas, clarinetes y flautas, a quienes acompañaba en su laboriosa gestación armónica un plano de Erard, comenzaron a llenar el aire con sus acordes, como se prometía decir en
El Lábaro
del día siguiente Trifón Cármenes, el cual había osado preguntar a la hija segunda del barón «si le favorecía». Mal gesto puso Fabiolita, que así se llamaba, pero una seña de su padre la obligó
a favorecer
a Trifón, aunque se propuso no contestarle, si él se atrevía a hablar, más que con monosílabos. El barón de la Deuda Flotante creía en el poder de la prensa periódica, pero su hija no. Enfrente de esta pareja se colocó resplandeciente Ronzal, el gallardo Trabuco, diputado de la comisión y miembro de la Junta directiva del Casino. La pechera que lucía Ronzal no podía ser más brillante. Estaba él orgulloso de aquella pechera, de aquel frac madrileño, de aquellas botas sin tacones que eran la última moda, lo más
chic
, como ya empezaba a decirse en Vetusta. Pero no estaba tan satisfecho de sus conocimientos y habilidad en el
arte de Terpsícore
(otra frase que Trifón se proponía emplear.) Tenía a su lado Trabuco, como pareja a Olvido Páez, que no le miraba siquiera. Pero él no pensaba en esto, pensaba en que, según veía, tarde ya, le tocaba romper la marcha; su
bis a bis
era Trifón, y Trifón había empezado a ponerse en movimiento. Trabuco sudaba antes de haber motivo para ello. A cada momento se metía los dedos de la mano derecha entre el cuello de la camisa y lo que él llamaba
mi pescuezo
cuando «apostaba la cabeza» por cualquier cosa. Aquel movimiento le parecía muy elegante y sobre todo era muy socorrido. Mientras la de Páez daba a entender con su aire melancólico y aburrido que su reino no era de este mundo, y que Ronzal había hecho demasiado atreviéndose a invitarla a bailar, el diputado ponía los cinco sentidos en no equivocarse, en no pisar el vestido ni los pies a ninguna señorita y en imitar servilmente las idas y venidas y las genuflexiones de Trifón. Mal poeta era Cármenes, pero el rigodón lo conocía muy a fondo. Bien se lo envidiaba Ronzal. La de Páez y la del barón al pasar cerca una de otra se sonreían discretamente, como diciendo:—¡Vaya todo por Dios! o bien ¡qué par de cursis nos han tocado en suerte! Pero Ronzal, como si cantaran; pensaba en la pechera, en el cuello de la camisa, y en las colas de los vestidos. A su derecha tenía Trabuco a Joaquín Orgaz que hablaba sin cesar con su pareja, una americana muy rica y muy perezosa. Como el salón era estrecho y las costumbres vetustenses un poco descuidadas, las parejas, mientras no les tocaba moverse, se sentaban en la silla que tenían detrás de sí muy cerca. Ronzal, que no podía sentarse, porque no tenía dónde, pensaba que aquello era una corruptela, y era verdad. La de Páez y la del barón apenas se tenían en pie; se dejaban caer sobre su silla respectiva, como si cada figura del rigodón fuera un viaje alrededor del mundo.

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