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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La reina de las espadas (18 page)

BOOK: La reina de las espadas
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—Tengo la impresión de que Xiombarg está ejerciendo fuertes presiones en este reino desde que destruí al Príncipe Gaynor. Pensé que tendría la fuerza de volver a esos seres contra mí.

—Pero no puede venir a este reino en persona —dijo Rhalina—. Nos lo dijeron. Sería ir en contra de las reglas de la Balanza y eso no lo hacen ni los Grandes Dioses.

—Quizá —dijo Córum—. Pero empiezo a sospechar que la furia de Xiombarg es tan grande que intentará penetrar en este reino.

—Ése, sin duda alguna, será nuestro fin —murmuró—. ¿Qué está haciendo Arkyn?

—Lo que buenamente puede. No puede intervenir directamente en nuestra ayuda, y sospecho que también él se está preparando para enfrentarse a Xiombarg. Ven. Lo mejor será que nos unamos a los defensores.

Bajaron dos pisos y, entonces, vieron que los guerreros se replegaban poco a poco, intentando vanamente refrenar a los bárbaros que ciegamente les empujaban hacia arriba, indiferentes a la muerte.

El capitán que hablara antes con Córum movió las manos en signo de desesperación.

—Hay más destacamentos en el palacio, pero me temo que estarán igual de agobiados que nosotros.

Córum echó un vistazo a las escaleras y vio que estaban ocupadas por los invasores. La barrera de guardias era muy pequeña y pronto se rompería.

—Debemos ir a la terraza —dijo—. Allí les contendremos un poco más. Tenemos que conservar nuestras fuerzas reunidas el mayor tiempo que podamos.

—Pero, ¿hemos sido derrotados, Príncipe Córum? ¿No es así? — preguntó el capitán, incluso tranquilamente.

—Me temo que sí, capitán.

Y oyeron un grito. No era un grito humano y, sin embargo, era un grito de rabia pura.

Rhalina se cubrió la cara con las manos.

—¿Xiombarg? —susurró—. ¿Es la voz de Xiombarg, Córum?

Córum tenía la boca seca. No pudo contestarla. Se pasó la lengua por los labios. Volvió a oírse el grito. Pero iba acompañado de otro sonido. Un zumbido que se fue agudizando hasta que les dolieron los oídos.

—¡A la terraza! —dijo Córum—. ¡Deprisa!

Llegaron jadeantes al piso superior y se cubrieron los ojos con los brazos para protegerse de la potente luz que refulgía en el cielo y que anulaba al sol.

Córum fue el primero en verla. El rostro de Xiombarg, contorsionado por una furia insensata, con el cabello castaño volando como nubes en el cielo, inmensa en el horizonte, llevaba en la mano una espada lo bastante grande como para partir el mundo en dos.

—¡Es ella! —se lamentó Rhalina—. ¡La Reina de las Espadas! ¡Ha desafiado a la Balanza y viene a destruirnos!

—¡Mirad allí! —dijo Jhary-a-Conel—. ¡Por eso está aquí! Les ha perseguido hasta nuestro reino. Han escapado. ¡Sus planes han sido contrariados y por rabia e impotencia ha osado desafiar a la Balanza!

Era la Ciudad en la Pirámide. Deambulaba por el aire, sobre la destruida ciudad de Halwyg, y su luz verdosa vacilaba como si fuese a desvanecerse, pero, en vez de ello, su esplendor parecía ir en aumento. Y de la Ciudad en la Pirámide provenía aquel zumbido que habían escuchado.

La ciudad llegó volando cerca del palacio. Córum dejó de contemplar el furioso rostro de Xiombarg y observó el Navio Celeste, que había salido de la Ciudad en la Pirámide y descendía hacia ellos. A bordo, iba el Rey sin País. Y llevaba algo entre los brazos.

La Nave Celeste se posó en el tejado y Noreg-Dan le dirigió a Córum una sonrisa.

—Un regalo —dijo—. Por la ayuda que has prestado a Gwlas-cor-Gwrys...

—Os doy las gracias —dijo Córum—, pero no es éste el momento...

—El regalo tiene poderes. Es un arma. Tomadla.

Córum la recogió. Era un cilindro con la cubierta llena de extraños dibujos y un pomo como de espada. El otro extremo estaba tapado.

—Es un arma —repitió Noreg-Dan—. Destruirá a quienes apuntéis con ella.

Córum observó la visión de Xiombarg, volvió a oírla chillar y vio cómo levantaba la espada. Apuntó hacia ella.

—No —dijo el Rey sin País—. A Xiombarg no, pues es un Gran Dios, es uno de los Señores de las Espadas.

Apuntad a vuestros enemigos mortales.

Córum llegó a las escaleras y bajó corriendo por ellas. Los bárbaros, guiados por el Rey Lyr, habían llegado ya al último piso.

—Apuntad y apretad el mango —le dijo Noreg-Dan.

Córum apuntó al Rey Lyr-a-Brode, que subía atropelladamente, con la barba revoloteando a sus espaldas, el porte triunfante, seguido por sus altísimos guardas.

Vio a Córum y se echó a reír.

—¿Quieres rendirte, último Vadhagh?

Y fue Córum quién se rió.

—Como bien puedes ver, Rey Lyr-a-Brode, no soy el último de los Vadhagh—. Apretó el mango y el Rey se agarró el pecho, sofocado, y cayó hacia atrás en brazos del Torvo Guardián, con la lengua colgando.

—¡Está muerto! —gritó el jefe de los guardias—. ¡Nuestro Rey ha muerto! ¡Venganza!

Blandió la espada y echó a correr hacia Córum. Pero Córum volvió a apretar el mango y también el Torvo Guardián se derrumbó, tan muerto como su Rey. Córum apuntó el arma varias veces. Cada vez caía un guarda, hasta que no quedó ni uno vivo.

Se volvió hacia el Rey sin País.

Noreg-Dan sonreía.

—Las utilizamos contra las huestes del Caos. Tardarán mucho tiempo en volver a crear mortales que hagan su trabajo.

—¡Ya ha desafiado una vez a la Balanza —dijo Córum—. ¡Puede volver a hacerlo!

El monstruoso, hermoso, furioso rostro de la Reina de las Espadas, se alzó sobre el horizonte descubriendo sus hombros, pecho y cintura.

-¡ARIOCH! ¡CÓRUM! ¡MALDITO ASESINO DE LOS QUE AMO!

La voz tenía tal fuerza que vibraron los oídos de dolor. Córum se echó para atrás, apoyándose en las almenas, observando como en trance la inmensa espada de Xiombarg que llenaba el cielo, con dos ojos que parecían dos astros solares. Sumergiendo al mundo con su presencia.

La espada de la Reina empezó a caer y Córum se preparó para morir. Rhalina se arrojó en sus brazos y se abrazaron.

De pronto, se oyó una voz:

—¡TE HAS BURLADO DE LAS REGLAS DE LA BALANZA CÓSMICA, HERMANA XIOMBARG!

Sobre el lejano horizonte se recortaba Arkyn, Señor de la Ley, con toda la elegancia propia de un dios. Blandía una espada tan grande como la de Xiombarg. La ciudad y sus habitantes parecían insignificantes, como un hormiguero y sus moradores.

—¡TE HAS BURLADO DE LA BALANZA, REINA DE LAS ESPADAS!

-NO SOY LA PRIMER EN HACERLO.

—¡DE LOS QUE LO HAN HECHO, SOLO UNO HA SOBREVIVIDO, Y ES ESA FUERZA INNOMBRABLE! ¡HAS PERDIDO EL DERECHO A GOBERNAR TU REINO!

—¡NO! ¡LA BALANZA NO TIENE PODER SOBRE Mí! ¡NINGUNO!

—SI LO TIENE.

Y la Balanza Cósmica, la misma que Córum viera en una fugaz imagen tras desterrar a Arioch del Caos, apareció en el cielo, entre Arkyn y Xiombarg, tan grande que los dioses parecían enanos a su lado.

LO TIENE

dijo una voz que no era ni la de Arkyn ni la de Xiombarg. Y la Balanza empezó a inclinarse del lado de Arkyn.

LO TIENE

Y la Reina Xiombarg chilló de miedo y sacudió el mundo entero.

LO TIENE

Y la espada que era el símbolo de su poder le fue arrebatada sin esfuerzo y apareció por un momento en la escudilla de la Balanza que se inclinaba hacia Arkyn.

—¡NO! —rogó la Reina Xiombarg—. FUE UN TRUCO. ARKYN LO PLANEÓ TODO. ME INDUJO A VENIR. EL SABÍA...

Su voz se fue desvaneciendo.

—El sabía... el sabía...

Y la sustancia de la Reina Xiombarg empezó a dispersarse. Y se esfumó como una nube.

Por un momento, la Balanza Cósmica quedó encuadrada en el cielo pero, luego, también ella desapareció.

Sólo quedaba Arkyn, vestido de un blanco resplandeciente, con una blanca espada en la mano.

—¡ESTÁ HECHO! —dijo su voz, y pareció que el mundo se envolvía con su calor.

-¡ESTÁ HECHO!

Córum habló.

—¿Arkyn? ¿Sabías que la cólera de Xiombarg iba a ser tan grande que la haría penetrar en este Reino enfrentándose a la ira de la Balanza?

-LO ESPERABA. SÓLO LO ESPERABA.

—Entonces, mucho de lo que me pediste que hiciera, ¿fue porque tuviste en cuenta esta esperanza?

-Sí.

Córum pensó en todas las amarguras que había vivido y en toda su lucha. Pensó en las mil caras de Gaynor...

—Odio a todos los dioses —dijo.

—TIENES DERECHO A HACERLO. DEBEMOS UTILIZAR A LOS MORTALES PARA FINES QUE NOSOTROS MISMOS NO PODEMOS EJECUTAR.

Y también Arkyn desapareció, y en el cielo sólo quedaron los Navios Celestes de Gwlas-cor-Gwrys, que enviaban una muerte invisible a los aterrorizados bárbaros que corrían por las avenidas y jardines de Halwyg-nan-Vake.

Más allá de los muros, escapaban unos cuantos, pero los Navíos Celestes les dieron alcance. A todos ellos.

Córum vio que los ejércitos del Perro y del Oso habían huido, así como las criaturas del Caos que convocara para ayudarles. O bien el Perro y el Oso Cornudo habían enviado a por ellos, o bien ocupaban las cavernas del Limbo. Levantó la mano hacia el ojo pero la volvió a bajar. No podría soportar la visión de aquel mundo.

El Rey sin País se adelantó hasta él.

—¿Veis lo útil que fue nuestro regalo, Córum?

—Sí.

—Y ahora que Xiombarg ha sido expulsada de su Reino, sólo queda un Señor de las Espadas. Mabelode nos debe temer en estos momentos.

—Seguro que sí —dijo Córum sin alegría.

—Y yo ya no soy un Rey sin País. Cuando vuelva a mi Plano, podré reconstruir mi Reino.

—Eso es bueno —dijo Córum átonamente.

Fue hasta las almenas y miró la ciudad salpicada de cadáveres. Algunos de sus habitantes empezaban a salir de las casas. El poder de los bárbaros Mabdén había terminado. Para siempre. La paz había vuelto al Reino de Arkyn, y al Reino de Xiombarg, que ahora gobernaría algún otro Señor de la Ley.

—¿Volvemos al Castillo Moidel? —le preguntó Rhalina suavemente, acariciando su consumida cara.

Córum se estremeció.

—¿Existirá todavía? ¡Glandyth debe haberlo arrasado!

—¿Y el Conde Glandyth? —Jhary acariciaba la barbilla al gato alado que le ronroneaba en el hombro—. ¿Dónde está? ¿Qué ha sido de él?

—No creo que haya muerto —dijo Córum—. Creo que volveré a encontrarlo. He servido a la Ley y he cumplido todas las órdenes que me dio Arkyn. Pero todavía no se ha cumplido mi venganza.

Un Navio Celeste se acercaba hacia ellos. En la proa iba el anciano y elegante Príncipe Yurette. Cuando la nave aterrizó en el tejado, el Príncipe sonreía.

—Córum, ¿queréis ser nuestro huésped en Gwlas-cor-Gwrys? Quisiera hablar con vos sobre las cosas que conciernen a la restauración de las tierras y castillos Vad-hagh, para que esta tierra pueda volver a llamarse Bro-an-Vadhagh. Devolveremos a los Mabdén que queden a Bro-an-Mabdén y los campos florecerán nuevamente.

Y, al fin, la desvaída faz de Córum se iluminó y sonrió.

—Gracias, Príncipe Yurette. Nos sentiremos muy honrados siendo vuestros huéspedes.

—Ahora que hemos vuelto a nuestro reino original, dejaremos de viajar durante un tiempo —dijo el Príncipe Yurette.

—También yo —dijo Córum de todo corazón— espero dejar las aventuras. Veré con agrado algo de tranquilidad.

En la lejanía del valle empezaba a descender la Ciudad en la Pirámide.

Epílogo

Glandyth-a-Krae, al igual que sus hombres, los carreteros que le seguían, estaba cansado.

Desde lo alto de una colina había presenciado la confrontación entre la Reina Xiombarg y Arkyn, y había visto a los suyos destruidos por los Vadhagh Shefanhow, con su hechizada Nave Celeste.

Durante muchos meses había buscado a Córum Jhaelen Irsei y a la renegada Margravina. Por fin, tras abandonar su búsqueda para unirse al ataque principal contra Halwyg-nan-Vake, sólo pudo presenciar la derrota de la horda Mabdén y sus aliados.

El conde Glandyth miró hacia atrás. Era él el bandido, el que tenía que esconderse, el que tenía que hacer planes, el que había de pasar miedo, pues los Vadhagh habían vuelto y la Ley lo gobernaba todo.

Y al fin, cuando caía la noche y el mundo se iluminaba con la extraña luz verdosa de la monstruosa ciudad hechizada, Glandyth ordenó a sus hombres que retrocedieran por el mismo camino que había tomado para llegar hasta allí, hacia los bosques del noreste.

Esperaba encontrar un aliado lo bastante fuerte como para poder destruir tanto a Córum como a todo lo que Córum amaba. Y creía saber a quien convocar. Pensaba saberlo.

Aguí acaba el Segundo Libro de Córum

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