—¿Por qué te asustas tanto? —pregunté a Verecunda.
—No sé. Desde que asaltaron mi poblado y murió mi gente, siento un sobresalto constante.
Comprendí su profundo sufrimiento.
—¿Te acuerdas mucho de ellos?
—Siempre los tengo presentes, mi buen esposo Goderico, mis niños, mis padres. Mis padres y mis hijos han muerto, sé que condujeron preso a Goderico, mi buen esposo. ¡No te imaginas lo que es no tenerlos!
Callé. No supe cómo consolarla y conversamos sobre otras cosas.
Ascendimos la ladera del acantilado por el estrecho sendero en la peña. De vez en cuando resbalábamos en las rocas y reíamos. Nos vigilaba Ulge, que se apoyaba en Romila para su ascenso. En un alto del camino paramos, atardecía y el sol se acercaba al mar, después descendió dejando sólo una fina línea roja sobre el océano. Yo no podía retirar la vista de aquel horizonte inmenso, enrojecido por los últimos rayos de un sol de invierno. Entonces, entré en trance y perdí el sentido, vi las montañas derrumbarse y a Aster y a sus hombres a caballo, huyendo de la ruina de los montes.
Me condujeron inconsciente a la casa de Romila. Permanecí desvanecida largo tiempo, durante el cual hablé de Arán, del herrero enfermo, de Enol. Romila me escuchaba, y al despertar me interrogó. En el gran almacén se disponían varios lechos para los enfermos y allí la sanadora guardaba toda clase de plantas y raíces en sacos y en cajones grandes de madera. El lugar olía como la casa de Enol, y todo me resultaba familiar.
—Te he escuchado en tu trance. ¿Conoces el arte de curar?
—Sé algunas cosas. Viví con un hombre muy sabio que se llamaba Enol, conozco el nombre de las plantas y sus propiedades.
Con la ayuda de la curandera me recuperé y seguí con mis tareas en el castro; pero unos días más tarde, quizás a petición de la propia sanadora, Ulge dispuso que yo colaborase con Romila en la curación de las heridas y enfermedades de la casa de las mujeres; pronto le ayudé también en la atención de los hombres y las mujeres de Albión. Este cometido me daba una cierta libertad y con la excusa de coger algas y plantas medicinales podíamos alejarnos de la prisión. Acompañaba a la curandera, que apoyaba su cuerpo cansado en mis hombros.
Por las noches, regresaba a la morada que seguía compartiendo con Lera, Urna y Verecunda. A veces Romila y yo nos demorábamos en la ciudad y las puertas de la casa de las mujeres, como en Arán, se cerraban. El atardecer casi siempre nos sorprendía fuera. Un día las puertas estaban cerradas y los guardias fuera, pero Romila no se inmutó. Dio la vuelta a la gran cerca de piedra y tras un recodo, oculto por una gran enredadera, pude ver un pequeño portillo.
Penetramos sin problemas en la casa de las mujeres. Llegué muy tarde al lugar donde dormía. La estancia estaba a oscuras pero por la ventana la luz de la luna proporcionaba una cierta claridad. Vi a Lera. Estaba de rodillas a un lado, su hermoso rostro, reclinado ligeramente hacia delante, mostraba una expresión de paz.
Al verme levantó la cabeza.
—¿Qué haces?
—Rezo a mi Dios.
—¿Quién es tu dios?
—Murió en una cruz.
—¡Ah! Eres cristiana.
—Sí. En Ongar muchos lo éramos.
—¿Vienes de Ongar? ¿Conoces a Aster?
—No, él llegó a Ongar después de que yo fuera hecha cautiva.
—Cuéntame de tu dios.
—Es un dios bueno y providente que nos cuida.
Yo me reí de ella y le dije:
—No será tan poderoso cuando tú estás cautiva.
Ella intentó explicarme.
—Su poder es distinto, no se impone, y él sufrió por nosotros, comparte nuestros dolores.
Observé el convencimiento con el que Lera decía estas palabras, su expresión me gustó pero me encontraba cansada y callé pensando en lo que me querría decir con aquello. Pronto me invadió el sueño.
Por la mañana me acerqué a la casa de Romila. Me encargó lavar las ropas que usábamos como vendas, para ello acudí al impluvio, un lugar donde se recogía el agua de las lluvias procedente de los tejados pero en el que también había un manantial. El impluvio estaba bajo techado y allí lavábamos todas las cautivas pero también muchas pescadoras y campesinas así como las sirvientas de casas nobles de la ciudad. Aquél era el centro de rumores y de críticas y allí nos llegaban las noticias del exterior.
—Le ha llegado mucho oro a mi señor.
La que hablaba era una sirvienta del metalúrgico de Albión. El herrero de la fortaleza sobre el mar no era como el de Arán, el padre de Lesso hacía únicamente herraduras y reparaba armas e instrumentos de labranza. En cambio, el orfebre de Albión se dedicaba al arte del talle y labraba en oro toda clase de objetos preciosos, era una personalidad influyente. Había llegado desde el sur conducido por Lubbo, a quien le gustaban aquellos objetos.
—El gran Lubbo, príncipe de Albión, quiere que mi amo labre una corona toda de oro macizo, y un altar para el templo de Lug.
—Eso es mucho oro —dijeron las lavanderas.
—Claro que lo es.
—¿De dónde proviene tanto oro? —pregunté.
—De Montefurado. Lubbo ha puesto en funcionamiento las antiguas minas de los romanos. En las Médulas, en Montefurado, la montaña es destruida por la mano de los hombres y consigue oro que llega a Albión en gran cantidad. Con ese oro mantiene su poder, con él paga a los mercenarios. Los suevos no le ayudarían si no llenase sus bolsillos de oro. Al principio le apoyaron porque traicionó a Nicer. Pero después debió pagarles un tributo. Lo hizo con ese oro de las Médulas que ha extraído a golpe de esclavos.
Frente a mí, Vereca golpeaba la ropa sobre la piedra que servía de lavadero. Noté algo extraño en ella, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Qué le ocurre?
—Su esposo Goderico es un esclavo en las minas de oro, ella sufre por él porque muchos no sobreviven allí.
La sierva del metalúrgico continuaba hablando de la corona que su amo iba a labrar para Lubbo, mientras estrujaba la ropa, unas telas oscuras que, al contacto con el agua, destilaban un tinte rojizo.
—Lubbo es sabio, conoce los misterios de la naturaleza.
Aquí habló Urna, enfadada.
—No es lo mismo ser sabio que conocer los misterios de la naturaleza. Lubbo no es sabio, es cruel y avariento, ama el oro y disfruta con el dolor ajeno. Tu amo es igual…
—Un momento…
—No, no puedes negarlo. Tu amo sólo quiere atesorar riquezas, es un judío que Lubbo trajo del sur.
La criada del judío comenzó a protestar, y comenzó una pelea entre las mujeres. Se echaban unas a otras la ropa sucia y mojada. Las miré con curiosidad; educada entre hombres,
las peleas de mujeres me parecían ridículas. Así que me levanté
, me puse a un lado, recogí lo que había lavado y me dirigí a la casa de Romila.
Encontré a Romila acostada.
—Niña…
—Sí, dime qué quieres, Romila.
—Toma aquellas hierbas oscuras y cuécelas, después dame la poción.
—¿Estás enferma?
—No sé, estoy triste.
—¿Qué te ocurre?
—Han llegado malas nuevas a Albión. Sé que habrá nuevos sacrificios, y ya no puedo soportarlo. Los rebeldes han vencido en varios lugares. Lubbo ofrecerá un sacrificio a su dios sanguinario.
—¿Quién morirá? ¿Yo?
—No. Tú estás protegida porque Lubbo quiere conocer tu secreto.
—¿Cómo sabes que tengo un secreto?
Romila me sonrió suavemente.
—Aquí piensan que hago un doble juego, que las espío para después traicionarlas a Lubbo. En parte es verdad. Sin embargo, yo… —calló un momento— me entero de cosas en la fortaleza y gracias a Ulge evitamos muchos males. Sabemos tratar a Lubbo.
Me di cuenta de que Romila me decía la verdad, su fama en la casa de las mujeres no se correspondía con su actitud con los enfermos, con sus desvelos con las mujeres. Guardé silencio un tiempo y tomé su mano con afecto. Entonces el semblante de Romila quedó en paz. Al cabo de un tiempo una idea me seguía rondando en la mente.
—¿Entonces a quién sacrificarán?
—Es posible que sacrifiquen a Lera. Es demasiado hermosa.
—A lo mejor no ocurre.
—Sé que ocurrirá —dijo amargamente Romila—, conozco a Lubbo demasiado bien.
—¿Por qué?
—Hace muchos años, antes de que Alvio y él se fueran, yo le quise, y en aquella época pienso que él me correspondía, pero amaba más el poder y se fue lejos. A la vuelta había perdido el ojo y estaba lleno de cicatrices; habían pasado muchos años y yo era una vieja. Nada era igual, pero yo le sigo conociendo como entonces, y me duele pensar en lo que pudo haber sido y no es, por eso intento suavizar el mal que él pueda hacer, para que no se le tome en cuenta y por eso espío.
Sentí conmiseración por Romila, pero aún más sentí una honda preocupación por Lera.
—¿No podría, escapar?
—¿De Albión? ¿Por dónde? ¿El acantilado? ¿El mar abierto? ¿El río guardado por los soldados de Lubbo? No. Albión es inexpugnable. Tiempo atrás había túneles que comunicaban con otras zonas del litoral, pero Lubbo los cegó todos. Albión es una ratonera de la que no se puede escapar. Sólo hay una escapatoria y es que los rumores que me han llegado no sean verdad.
—¿Qué rumores?
—Aster y sus hombres avanzan hacia los Argenetes, y los castros de las montañas que proporcionan a Lubbo los hombres para Montefurado se han rendido. Si es así, Lubbo querrá ofrecer un presente a su dios sanguinario para volverlo a su favor. Matará una doncella en el solsticio en el templo de Lug.
—Aún queda tiempo.
—Sí, queda tiempo, pero si algo no lo remedia, ocurrirá.
Romila se volvió hacia la pared, su sufrimiento era grande. Anochecía y decidí dejarla sola. Al regresar, entre las casas del gineceo todo era como siempre; observé a un niño muy pequeño jugando con un enorme perro gris. Me dio miedo que le hiciese daño. Le levanté en el aire y el niño rió.
—¡Aupita! —dijo.
De una cabaña, a un lado, salió una enorme mujer obesa, de grandes pechos que indicaban la lactancia. Tomó a su hijo en brazos, le besó y después le abofeteó, quizá por haberse escapado. Me reí.
Al llegar al lugar donde moraba, vi a Lera. La miré con compasión. Estaba sola, sentada sobre una saca con grano, seria, con las manos entrecruzadas sobre su regazo. Su hermoso rostro mostraba las huellas de haber llorado. Me senté en el saco de grano junto a ella, que pareció no reparar en mi presencia.
—¿Qué te ocurre?
—¡Oh! —se sorprendió ella al notar mi presencia—, nada.
—Estás muy seria.
Ella sonrió y sus grandes ojos grises se llenaron de luz.
—Sí. Estoy preocupada.
Se levantó haciendo un esfuerzo, apoyando sus manos contra la saca; después siguió:
—He visto a Lubbo. Cada vez que veo su extraña cara, presiento algo horrible. Veo el mal en su rostro y pienso que algún día me matará.
—Yo también veo cosas —dije intentando consolarla—, no siempre se cumplen, a veces son cosas del pasado que ya han ocurrido, otras nunca sucederán. Las visiones no son fáciles de interpretar.
—No, no es eso —siguió Lera—, yo nunca tengo presentimientos, ni tengo visiones como tú. Es una sensación real que no sé cómo combatir.
—¿Qué harás? ¿Huir?
—No. Confiaré en mi Dios, sabiendo que todo lo que me espera es para mi bien, y le pediré a Ulge que me excuse del trabajo en la fortaleza de Lubbo. Así, él no me mirará con ese único ojo horrible.
La miré sorprendida de aquella extraña fe, después tomé su mano y la apreté con afecto. Nos quedamos un tiempo así, hasta que llegaron Vereca y Urna. Urna, como siempre, reía.
Vereca habló contenta:
—Han llegado rumores de que los castros del sur de Vindión se han sometido a Aster y de que el hijo de Nicer se dirige a Montefurado.
Pensando en el peligro que Lera corría caí en un sueño profundo. Durante aquel sueño vi a Aster y a sus hombres luchando en unos montes extraños y rojizos. Oí un ruido grande que me hizo despertar, el ruido de una montaña que se hundía, pero después se hicieron presentes los montes rotos, quebrados. Verdes colinas horadadas durante siglos por la mano de un duende, que dejaba cicatrices anaranjadas en sus laderas. Al frente, los montes nevados de la cordillera de Vindión, de los que descienden suavemente pendientes verdinegras y bosques espesos. En la hondonada, entre las montañas heridas, los castaños extendían sus ramas teñidas por el color amarillo y ocre del otoño; los árboles jaspeados en tonos dorados armonizan con el color anaranjado de los picachos del yacimiento.
Entonces en la visión vislumbré unos hombres que avanzaban, poco a poco se fueron haciendo más claros, Aster cabalgaba al frente, habían salido de Ongar días atrás. Era un pequeño ejército de hombres decididos con un plan prefijado. Desde lo alto de las montañas, en Orellán, Aster divisó las minas largo tiempo muertas y ahora revitalizadas por la ambición y el afán de poder de Lubbo y paró la marcha de sus hombres.
Detrás de Aster avanzaban los montañeses equipados con hoces y espadas, armas de hierro y bronce. Sólo unos cuantos montaban a caballo. Entre ellos caminaban los hombres de Arán: Lesso, Fusco y Tassio. Lesso miró al frente, y la visión de las antiguas minas le produjo un estremecimiento.
—¿Qué es eso? Nunca he visto nada así. ¿Cómo lo han hecho? —le preguntó a Tassio.
—Hace varios siglos, los romanos, en lo alto de las montañas embalsaron agua con la ayuda de los astures y galaicos y labraron túneles en la roca, después lanzaban el agua a través de ellos haciendo estallar la montaña. Cuando se fueron los romanos, se abandonaron las minas y lo que ves estaba muerto, pero a Lubbo le come el ansia de poder y de oro. Ha comenzado a trabajarlas con esclavos cautivos. ¿Ves aquel castro? No es tal, es una prisión vigilada por soldados suevos. De nuevo Lubbo ha comenzado a romper los montes, este lugar es la base de su poder.
Tassio prosiguió hablando, toda la partida de guerreros estaba quieta contemplando las minas, muchos de ellos no conocían el lugar, y se asombraban de que, cientos de años atrás, los hombres de otras épocas hubiesen sojuzgado la montaña, extrayendo de su fondo el oro y los metales preciosos. Los de Aster, sin embargo, conocían bien que aquel sitio, en medio de su sobrecogedora belleza, era un lugar de desolación.
—Muchos han muerto ahí. Por largos espacios cavan túneles en los montes a la luz de los candiles y ellos mismos son la medida de las vigilias pues en muchos meses no ven la luz del día. A veces las galerías se hunden de repente y sepultan a los cautivos. Es menos temerario buscar perlas en las profundidades del mar.