La Romana (44 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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Pasaron después unos quince días, de los más felices de mi vida. Veía casi a diario a Mino y, aunque nuestras relaciones no hubieran cambiado, me conformaba con esa especie de costumbre en la que parecíamos haber hallado un punto de acuerdo. Habíamos convenido tácitamente que no me amaba, que nunca me amaría y que, en todo caso, preferiría siempre la castidad al amor. También tácitamente habíamos convenido que yo lo amaba, que lo amaría siempre a pesar de su indiferencia y que, en todo caso, prefería un amor como aquél, incompleto y en peligro continuo, a ningún amor.

No soy como Astarita, y habiéndome resignado a no ser amada seguía hallando placer en el amor. No puedo jurar que en el fondo de mi corazón no dormitara la esperanza de hacerme amar por él a fuerza de concesiones, de paciencia y de afecto. Pero él no favorecía esta aspiración y era éste el condimento un poco amargo de tantas discutidas e inciertas dulzuras.

Como quien no quiere la cosa, intentaba entrar en su vida; como no podía hacerlo por la puerta principal, me las ingeniaba para insinuarme por la puerta de servicio. A pesar de su tan cacareado, y creo que sincero, odio a los hombres, había en él al mismo tiempo, por una curiosa contradicción, un irrefrenable instinto de predicar y actuar a favor de lo que él consideraba el bien de los hombres. Casi siempre estorbado por imprevistos arrepentimientos y disgustos sarcásticos, es verdad, pero sincero. Por aquel entonces parecía apasionado por lo que, un poco irónicamente, llamaba mi educación.

Como ya he dicho, yo procuraba unirlo a mí y por eso acepté esa inclinación suya. Pero ese experimento acabó casi repentinamente, de un modo que vale la pena contarlo. Durante varias noches seguidas vino a verme y trajo unos libros. Después de haberme explicado brevemente de qué se trataba, leía ya un fragmento ya otro. Leía bien, con una gran variedad de entonaciones, según los temas, con un fervor que le encendía el rostro y daba a todos sus rasgos una admiración insólita. Pero generalmente leía cosas que yo no lograba entender, por mucho que me esforzaba, y muy pronto dejé de escucharlo, conformándome con observar, con un placer nunca saciado, la diversidad de expresiones que las lecturas suscitaban en su cara.

Realmente, durante esas lecturas se abandonaba del todo, sin más temores ni ironías, como quien se halla en su propio elemento y ya no teme mostrarse sincero. Este hecho me sorprendió porque hasta aquel momento creía que era el amor y no la lectura lo más propio para que se abriera el ser humano. Pero, por lo visto, a Mino le ocurría lo contrario, y desde luego nunca vi en su rostro tanto entusiasmo y tanto candor, ni siquiera en los pocos momentos de sincero afecto por mí, como cuando, alzando la voz en curiosos tonos cavernosos o bajándola de una manera discursiva, me recitaba sus fragmentos preferidos. Entonces desaparecía sobre todo su aire de falsedad teatral y burlesca que ni siquiera en los momentos más serios lo abandonaba del todo y producía la sensación de estar representando un papel determinado y externo.

Incluso algunas veces se le llenaron los ojos de lágrimas. Después cerraba el libro y me preguntaba bruscamente:

—¿Te ha gustado?

Habitualmente yo contestaba que me había gustado sin especificar las razones de mi gusto, cosa que no hubiera podido hacer porque, como acabo de decir, casi desde el principio dejé de intentar el entender una materia tan oscura. Pero un buen día él insistió y me preguntó:

—Pero dime por qué te ha gustado... Explícate.

—A decir verdad —repuse tras un rato de vacilación—, no puedo explicar nada porque no lo he entendido.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—No he comprendido nada, o muy poco, de todo lo que vas leyendo.

—Y me has dejado leer sin advertírmelo...

—Vi que te gustaba leer y no quería estropearte ese placer, pero no me he aburrido nunca... Es divertido observarte mientras lees.

Se puso de pie de un salto, irritado:

—¡Qué diablos! Eres una estúpida, una cretina, y yo que casi quedo sin aliento... ¡Eres una idiota!

Hizo el gesto de tirarme el libro a la cabeza, pero se contuvo a tiempo y siguió insultándome un rato. Dejé que se desahogara y después observé:

—Dices que quieres educarme, pero la primera condición para educarme sería que no tuviese que ganarme la vida del modo que sabes... Para atraer a los hombres no necesito leer versos o reflexiones sobre la moral... Si no supiera leer ni escribir, me pagarían lo mismo.

Él repuso con sarcasmo:

—Querrías una bonita casa, tener marido, hijos, vestidos y un coche, ¿eh? Pero el mal está en que tampoco las señoras Lobianco leen, por motivos diferentes de los tuyos, pero no menos justificados al parecer.

—No sé lo que querría —repliqué un poco irritada—, pero esos libros son para una gente distinta... Es como si regalaras un sombrero de mucho precio a una mendiga y quisieras que lo llevara con sus harapos de siempre.

—Será así —dijo—, pero es la última vez que te leo una línea.

Cuento esta pelea porque me parece característica de su modo de pensar y de obrar. Pero dudo de que, aunque no le hubiese confesado mi ignorancia, hubiera proseguido en su esfuerzo educador. Y esto no sólo por inconstancia, sino incluso por una singular incapacidad, que yo llamaría física, de persistir en cualquier esfuerzo que reclamara un continuo y sincero entusiasmo. No volvió a hablarme de ello en forma explícita, pero comprendí que muchas veces aquel aire de comedia que emanaba de sus palabras respondía a una efectiva condición de su ánimo. A veces se inflamaba por cualquier objetivo y mientras duraba el fuego de su entusiasmo veía aquel objetivo como una cosa concreta y posible. Después, el fuego se apagaba de pronto, y Giacomo ya no sentía más que aburrimiento, disgusto y, sobre todo, una completa sensación de absurdidad. Entonces se dejaba llevar a una especie de mortecina e inerte indiferencia o actuaba de una manera exterior y convencional, como si el fuego no se hubiera apagado nunca, en una palabra, fingía.

Me resulta difícil explicar qué le sucedía en tales casos: probablemente era un brusco frenazo de vitalidad, como si de pronto el calor mismo de la sangre se retirara de su mente no dejándole más que vacío y aridez. Era una interrupción repentina, imprevisible, total, comparable a la de una corriente eléctrica que de pronto cesa dejando en la oscuridad una casa que un minuto antes estaba ostentosamente iluminada o a la de un motor que, faltándole de pronto la energía, se detiene rueda por rueda y queda inmóvil. Estas intermitencias de su vitalidad más profunda se me descubrieron primero con la frecuente alternancia en él de estados de entusiasmo y ardor con otros de apatía y de inercia, pero al final tuve una plena revelación de todo eso con un incidente curioso al que, de momento, no di mucha importancia y que más tarde, en cambio, se me presentó lleno de significación. Un día, de una manera inesperada, me preguntó:

—¿Te gustaría hacer algo por nosotros?

—¿Quiénes, nosotros?

—Por nuestro grupo... Por ejemplo, ¿nos ayudarías en la difusión de volantes?

Yo estaba siempre al acecho de todo aquello que pudiera acercarme a él y consolidar nuestras relaciones. Contesté con sinceridad:

—Naturalmente... dime qué debo hacer y lo haré.

—¿Y no tienes miedo?

—¿Por qué iba a tener miedo? Si lo haces tú...

—Sí, pero antes es necesario que te explique de qué se trata... Antes tienes que conocer las ideas por las cuales corres estos riesgos.

—Explícamelas.

—Pero no te interesan.

—¿Por qué? Ante todo, me interesarán, ciertamente... Además, todo lo que tú haces me interesa, si no por otra cosa porque lo haces tú.

Él me miraba y de pronto, de una manera inesperada, sus ojos centellearon y su cara se inflamó.

—Está bien —dijo apresuradamente—. Hoy es demasiado tarde, pero mañana te lo explicaré todo, de viva voz, puesto que los libros te aburren... Pero ten en cuenta que va a ser una cosa larga, y tú tendrás que escucharme y seguirme, aunque a veces te parecerá que no entiendes.

—Intentaré entender —dije.

—Tendrás que entender —repuso como hablando consigo mismo.

Y me dejó.

El día siguiente lo esperé y no vino. Apareció dos días después y, una vez en mi cuarto, se sentó sin decir palabra en la butaca a los pies de la cama.

—Bien —dije alegre—. Estoy dispuesta. Te escucho.

Había notado su semblante decaído, sus ojos opacos y todo su aspecto marchito y apagado, pero no había querido tenerlo en cuenta. Por fin, él repuso:

—Es inútil que escuches porque no oirás nada.

—¿Por qué?

—Pues porque sí.

—Di la verdad —protesté—. Crees que soy demasiado estúpida o demasiado ignorante para comprender ciertas cosas... Gracias.

—No, te equivocas —respondió seriamente.

—Entonces, ¿por qué?

De esta manera avanzamos un poco, yo insistiendo por saber y él defendiéndose. Por último, dijo:

—¿Quieres saber por qué? Porque yo mismo no sabría exponerte hoy esas ideas.

—¡Cómo, si estás pensando continuamente en ellas!

—Es verdad que pienso continuamente, pero desde ayer, y quién sabe por cuánto tiempo, esas ideas no me resultan muy claras y en realidad no comprendo nada.

—No bromees.

—Intenta comprenderme —dijo—. Hace dos días, cuando te propuse trabajar para nosotros, si te hubiera expuesto mis ideas, estoy seguro de que no sólo lo habría hecho con vigor, claridad y persuasión, sino que tú las habrías entendido perfectamente. En cambio, hoy movería los labios y la lengua para pronunciar ciertas palabras, pero sería algo mecánico, un acto en el que no participaría de ningún modo... Hoy no entiendo nada —concluyó martilleando las sílabas.

—¿No entiendes nada?

—No, no entiendo nada; ideas, conceptos, hechos, recuerdos, convicciones, todo se me ha convertido en una especie de mezcolanza que me llena la cabeza.

Se golpeó la frente con los dedos y añadió:

—Toda la cabeza... Y me da asco como si fueran excrementos. Yo lo miraba en suspenso, sin comprender. Pareció presa de un estremecimiento de exasperación.

—Intenta comprenderme —repitió—. No sólo las ideas, sino cualquier cosa escrita, o dicha o pensada, me resulta hoy incomprensible, absurda... Por ejemplo, ¿sabes el Padrenuestro?

—Sí.

—Pues bien, recítalo.

—Padre nuestro —comencé— que estás en los cielos...

—Así basta —me interrumpió—. Ahora piensa un momento de cuántas maneras ha sido recitada esta oración desde hace siglos, con cuánta variedad de sentimientos... Pues bien, yo no la entiendo de ninguna manera... Podrías decirla al revés, y para mí sería lo mismo.

Calló un instante y después prosiguió:

—Pero no sólo las palabras me hacen ese efecto, sino también las cosas, las personas... Tú estás a mi lado, sentada en el brazo de esta butaca, y crees seguramente que te veo... Pues no te veo, porque no te entiendo... Puedo tocarte y sigo sin entenderte... más aún, te toco...

Y diciendo esto, como presa de una especie de frenesí, me tiró de la bata, descubriéndome el pecho.

—Toco tu seno, siento su forma, su tibieza, su contorno, y veo el color, el relieve, pero no comprendo qué es... Me digo: «He aquí un objeto redondo, cálido, blando, blanco, hinchado, con un pequeño pezón redondo y oscuro en medio, que sirve para dar leche y que si se acaricia, da placer...» pero no comprendo nada... Me digo que es hermoso, que debería inspirarme deseo, pero sigo sin comprenderlo... ¿Entiendes ahora?

Hablaba con furia y me dio tal pellizco en el pecho que no pude reprimir un grito de dolor. Me dejó en seguida y observó al cabo de un rato, con aire reflexivo:

—Probablemente es esta clase de incomprensión lo que engendra la crueldad en tantas personas que intentan encontrar el contacto con la realidad a través del dolor ajeno.

Siguió un instante de silencio. Después, dije:

—Si esto es verdad, ¿cómo te arreglas cuando tienes que hacer ciertas cosas?

—¿Por ejemplo?

—No sé... Me dices que distribuyes folletos y que tú mismo los escribes... Si no crees, ¿cómo lo haces para escribirlos y distribuirlos?

Él prorrumpió en una gran carcajada:

—Hago como si creyera.

—Pero eso es imposible.

—¿Por qué imposible? Casi todos hacen lo mismo; aparte de comer, beber, dormir y hacer el amor, casi todos hacen las cosas como si creyeran en ellas. ¿Aún no lo habías notado?

Reía nerviosamente y yo contesté:

—Yo, no.

—Tú no —dijo de forma casi ofensiva—. Precisamente porque tú te limitas a comer, beber, dormir y hacer el amor siempre que te viene en gana, cosas todas para las que, al parecer, no se necesita fingir... Es mucho, pero al mismo tiempo es poco...

Me dio un golpe muy fuerte en el muslo y después, según su costumbre, me cogió entre sus brazos y estrechándome y sacudiéndome, repitió:

—¿Es que no sabes que éste es el mundo del «como si...»? ¿No sabes que desde el rey al mendigo, todos en este mundo se portan como si...? Es el mundo del como si, del como si, del como si...

Le dejé desahogarse porque sabía que en aquellos momentos era mejor no ofenderse ni protestar, sino esperar a que se hubiera desahogado... Pero al fin dije con firmeza:

—Te quiero, eso es lo único que sé y me basta.

Y él, tranquilizándose de pronto, contestó simplemente:

—Tienes razón.

Y la velada acabó como de costumbre, sin que volviéramos a hablar de política ni de su incapacidad de pensar.

Cuando me quedé sola, después de muchas reflexiones, pensé que bien podía ocurrir que las cosas fueran como él decía, pero que era infinitamente más probable que no quisiera hablarme de política porque pensaba que no lo habría entendido y, tal vez, porque temiera que podría comprometerlo con alguna indiscreción. No es que yo creyera que estaba mintiendo, pero sabía por experiencia que a todo el mundo puede ocurrirle que un día le parece que la tierra entera cae en pedazos, o que, como él decía, ya no se entiende nada, ni siquiera el Padrenuestro.

También a mí, cuando no me encontraba bien o por cualquier motivo estaba de mal humor, me sucedía que experimentaba poco más o menos las mismas sensaciones de aburrimiento, de disgusto y de incomprensión. Evidentemente, en su negativa de dejarme participar en su vida secreta, debía de haber algún otro motivo: desconfianza, como he dicho, en mi inteligencia o en mi discreción. He comprendido después, ya demasiado tarde, que estaba en un error y que para él, fuera por inexperiencia, fuera por debilidad de carácter, aquellos estados morbosos asumían una especial importancia.

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