La Romana (15 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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—Ya ves como te lo ha dado.

Y sin esperar más explicaciones, me fui de la cocina.

Durante la cena, por una alusión comprendí que ella hubiera deseado volver a hablar de Astarita y del dinero, pero cambié de tema y mi madre no insistió.

Al otro día, Gisella vino sin Ricardo al bar donde nos citábamos habitualmente. Cuando se sentó, sin preámbulos me dijo:

—Hoy tengo que hablarte de una cosa muy importante.

Una especie de presentimiento hizo que la sangre abandonara mi rostro y dije con voz apagada:

—Si es una mala noticia, te ruego que no me la digas.

—Ni buena, ni mala —contestó con vivacidad—. Es una noticia y nada más... Ya te he dicho quién es Astarita...

—No quiero oír hablar de Astarita.

—Pero escúchame y no seas niña... Astarita, como ya te he dicho, es un hombre importante, un pez gordo, todo un personaje de la Policía política.

Me sentí un poco tranquilizada, porque después de todo, no me preocupaba de la política. Dije con un esfuerzo:

—Lo que sea Astarita, aunque sea ministro, no me importa.

—¡Uf, qué tonta eres! —bufó Gisella—. Óyeme, en vez de interrumpirme... Astarita me ha dicho que debes ir sin tardanza a verlo en el ministerio. Tiene que hablarte, pero no de amor...

Y viendo que me disponía a protestar, añadió:

—Debe hablarte de algo muy importante... y que se relaciona contigo.

—¿Conmigo?

—Sí, por tu bien... Al menos, eso me ha dicho.

¿Por qué decidí, después de tantos propósitos en contrario, aceptar esta vez la invitación de Astarita? Ni siquiera yo lo sé. Pero más muerta que viva dije:

—Está bien, iré.

Gisella se quedó un poco desconcertada por mi pasividad y por primera vez se dio cuenta de mi palidez y de mi susto.

—Pero, ¿qué tienes? —preguntó—. ¿Porque es de la Policía? No es que tenga nada contra ti. ¿De qué tienes miedo? No irás a pensar que va a arrestarte.

Me levanté, aunque me sentía vacilante.

—Está bien —repetí—. Iré. ¿Qué ministerio es?

—El ministerio del Interior. Justo frente al «Supercinema», pero escucha...

—¿A qué hora?

—Durante toda la mañana... Pero escucha...

—Hasta la vista.

Aquella noche dormí poco. No comprendía qué podía querer Astarita, aparte de satisfacer su pasión. Pero un presentimiento que parecía infalible me decía que no iba a ser nada bueno. El lugar donde me convocaba me hacía suponer que la Policía tenía algo que ver en todo aquello. Sabía por otra parte, como saben todos los pobres, que cuando la Policía se mueve nunca es para dar una alegría, y después de haber examinado detenidamente mi conducta, llegué a la conclusión de que Astarita quería hacerme otro chantaje sirviéndose de alguna información que hubiera obtenido acerca de Gino. Yo no conocía la vida de Gino y pudiera ser que se hubiera comprometido en asuntos políticos. Nunca me había preocupado de política, pero no era tan ignorante como para no saber que había muchas personas a las que no gustaba el Gobierno fascista y que hombres como Astarita eran precisamente los encargados de cazar a esos enemigos del Gobierno. Mi imaginación me pintaba con vivos colores el dilema que me plantearía Astarita: o darme nuevamente a él o dejar que Gino fuera a la cárcel. Mi angustia procedía del hecho de que no quería en modo alguno complacer a Astarita y por otra parte tampoco me gustaba que Gino acabara en una prisión. Pensando en estas cosas, ya no sentía compasión alguna por Astarita, sino solamente odio. Me parecía un hombre vil y bajo, indigno de vivir, al que convendría castigar despiadadamente. Y en realidad, entre otras soluciones, aquella noche me pasó por la mente la de matarlo.

Pero más que una solución era una fantasía enfermiza causada por el insomnio, y como una fantasía que no se traduce en una firme decisión, me acompañó hasta el amanecer. Me veía meter en el bolso el cuchillo afilado y agudo, de largo mango, que utilizaba mi madre para pelar las patatas, ir a ver a Astarita, oírle hacerme la proposición temida y después, con toda la fuerza de mi robusto brazo, descargarle un golpe en el cuello, entre la oreja y la camisa almidonada. Me veía salir de su despacho fingiendo la mayor tranquilidad, y después, correr para refugiarme en casa de Gisella o de cualquier otra amiga. Pero aun mezclando estas imaginaciones sanguinarias, sabía que nunca hubiera podido hacer semejante cosa. Me horroriza la sangre y me espanta hacer daño a los demás; mi carácter me inclina más a padecer la violencia ajena que a imponer la mía.

Al amanecer me dormí un poco. Después, lució el día, me levanté y fui a la habitual cita con Gino. Cuando nos encontramos en el paseo suburbano, después de las primeras palabras de siempre le pregunté, tratando de dar a mi voz una entonación casual:

—Dime, ¿te has metido alguna vez en política?

—¿En política? ¿Qué quieres decir?

—Pues eso, así como hacer algo contra el Gobierno.

Me miró con un gesto astuto y después me preguntó:

—Oye, ¿es que te parezco tonto?

—No, pero...

—Ante todo, contéstame a esto. ¿Te parezco tonto?

—No —respondí—. No lo pareces, pero...

—Entonces —acabó—, ¿por qué diablos quieres que me haya ocupado de política?

—Bien, no sé... A veces...

—Nada... pero a quien te haya hecho esa insinuación, dile que Gino Molinari no es un estúpido.

Hacia las once, después de haber vagado más de una hora alrededor del ministerio sin decidirme a entrar, me presenté al portero y pregunté por Astarita. Subí primero por una gran escalera de mármol; después, por otra más pequeña, aunque igualmente ancha y pasé finalmente por unos corredores hasta una antesala a la que daban tres puertas. Estaba acostumbrada a asociar la palabra «Policía» con sitios sucios y estrechos como los de los comisariados de barrio y me quedé asombrada al ver el lujo de las oficinas en las que trabajaba Astarita. La antesala era un verdadero salón con el suelo de mosaico y unos cuadros antiguos como los que se ven en las iglesias, unos sillones de cuero aparecían dispuestos ante las paredes y una maciza mesa ocupaba el centro. No pude por menos de pensar, intimidada por aquel lujo, que Gisella tenía razón: Astarita debía de ser realmente un personaje importante. Y la importancia de Astarita me la confirmó, de pronto, un hecho inesperado. Acababa de sentarme cuando de una de aquellas puertas salió una señora muy alta y muy bella, aunque ya no muy joven, elegantemente vestida de negro, con un velo en la cara; Astarita la seguía inmediatamente después. Me puse de pie, creyendo que era mi turno. Pero Astarita, haciéndome desde lejos una señal con la mano, como advirtiéndome que me había visto pero que aún no era mi hora, siguió hablando con la dama, ya en el umbral. Después de haberla acompañado hasta el centro de la sala y de haberse despedido de ella con una inclinación y besándole la mano, hizo una seña a otra persona que también estaba sentada en la antesala, un viejo con gafas y una barbita blanca, vestido de negro, que parecía un profesor. A la seña de Astarita, se levantó inmediatamente, servil y alborotado, y se precipitó hacia él. Los dos desaparecieron en la estancia de al lado y yo volví a quedarme sola.

Lo que más me había sorprendido en esta aparición de Astarita era la diferencia de sus modales con respecto al que yo había conocido en la excursión a Viterbo. Entonces lo había visto preocupado, convulso, mudo, trastornado. Ahora me parecía un hombre muy dueño de sí mismo, desenvuelto y acompasado a la vez, lleno de no sé qué sentido de superioridad, al mismo tiempo autoritaria y discreta. También su voz había cambiado. Durante la excursión me había hablado con tono bajo, cálido, ahogado, pero su voz, mientras hablaba con la señora del velo, tenía un timbre claro, frío, mesurado y tranquilo. Iba vestido, como de costumbre, de gris oscuro, con el cuello de la camisa blanco y alto que daba a su cabeza algo de hierático, pero ahora, el traje y el cuello, que en la excursión yo había observado sin atribuirles un significado especial, me parecían totalmente a tono con el lugar, los muebles severos y macizos, la amplitud de la sala, el silencio y el orden que reinaban en ella, ni más ni menos que si se hubiera tratado de un uniforme. Gisella tenía razón. Aquel hombre debía de ser un personaje importante, y sólo el amor podía explicar sus maneras torpes y su constante sentimiento de inferioridad en sus relaciones conmigo.

Estas observaciones me distrajeron un poco de mi primera turbación de manera que, cuando al cabo de unos minutos se abrió nuevamente la puerta y salió el viejo, me sentía bastante dueña de mí misma. Pero esta vez Astarita no apareció para llamarme desde el umbral. En cambio, sonó un timbre, entró un ujier en el despacho de Astarita, cerró la puerta, volvió a aparecer, se acercó a mí y, preguntándome en voz baja mi nombre, me dijo que podía pasar. Me levanté y sin prisa fui hacia la puerta.

El despacho de Astarita se hallaba en una sala un poco más pequeña que la antesala. Esta otra habitación estaba casi vacía. No había más que un tresillo de cuero en un rincón y, enfrente, una gran mesa en la que trabajaba Astarita. Por dos ventanas, a través de unas cortinas blancas, entraba en la habitación un día frío, sin sol, silencioso y triste, que me hizo pensar en la voz de Astarita mientras hablaba a la señora del velo. Había una grande y blanda alfombra en el pavimento y dos o tres cuadros en las paredes. Recuerdo uno que representaba una extensión de prados verdes limitados en el horizonte por una cadena de montañas rocosas.

Como ya he dicho, Astarita estaba sentado tras su gran mesa de trabajo y cuando entré ni siquiera levantó los ojos de unos papeles que estaba leyendo o fingía leer. Digo «fingía» porque en seguida tuve el convencimiento de que todo era una comedia con el fin de intimidarme y sugerirme el sentimiento de su autoridad y de su importancia. De hecho, cuando me acerqué a la mesa, pude ver que la hoja en la que tenía fijos los ojos con tanta atención no contenía más que tres o cuatro líneas y debajo un garabato de firma. Además, la mano con la que sujetaba la frente y que apretaba entre dos dedos un cigarrillo encendido, revelaba su turbación, temblando visiblemente. Con el temblor, había caído un poco de ceniza sobre el papel que estudiaba con tanta y tan artificiosa atención.

Puse las manos en el borde de la mesa y dije:

—Aquí estoy.

Como a una señal, al oír estas palabras dejó de leer, se levantó apresuradamente y se acercó a saludarme, cogiéndome las manos. Pero todo ello en un silencio que contrastaba bastante con la actitud autoritaria y desenvuelta que procuraba mantener. En realidad, como comprendí en seguida, mi voz había bastado para hacerle olvidar el papel que se había propuesto representar, y la habitual turbación le invadió de nuevo, irresistiblemente. Me besó las manos, primero una y después la otra, me miró, casi poniendo los ojos en blanco, melancólicos y anhelantes; fue a hablar, pero los labios le temblaron y estuvo callado un rato.

—Has venido —dijo por fin, con la voz que ya conocía, baja y ahogada.

Ahora, quizá por contraste con su actitud, me sentía del todo tranquila.

—Sí, he venido —dije—. Verdaderamente no hubiera debido venir. ¿Qué tiene que decirme?

—Ven, siéntate aquí —murmuró.

No había dejado mi mano y la estrechaba con fuerza y, sujetándome todavía, me llevó al diván. Me senté, pero él, de pronto, se arrodilló ante mí, rodeándome las piernas con sus brazos y apretando su frente entre mis rodillas. Todo ello en silencio, mientras le temblaba todo el cuerpo. Apretaba la frente con tal fuerza que me hacía daño y tras una larga inmovilidad levantó la cabeza calva como queriendo acomodar su cara en mi regazo. Entonces hice un gesto como para levantarme diciendo:

—Tenía usted que decirme algo importante... Dígalo, o me voy.

Al oír estas palabras se levantó, como a duras penas, se sentó a mi lado, me cogió una mano y dijo:

—Nada... Quería volver a verte.

Hice acción de levantarme y él, reteniéndome, dijo:

—Sí... Y quería decirte que tenemos que ponernos de acuerdo.

—¿De qué modo?

—Te amo —dijo hablando muy de prisa—. Te amo mucho. Ven a vivir conmigo, a mi casa... Serás la dueña, como si fueras mi mujer... Te compraré vestidos, joyas, todo lo que quieras.

Parecía fuera de sí. Las palabras le salían confusamente por entre los labios, que seguían inmóviles y como torcidos.

—¿Y es para esto para lo que me ha hecho venir aquí? —pregunté con frialdad.

—¿No quieres?

—Ni siquiera hablar de ello.

Cosa extraña. No dijo nada después de mi respuesta. Pero levantó una mano y casi fascinándome con la fijeza de su mirada me la pasó por la cara como si quisiera reconocer su perfil. Sus dedos eran ligeros y yo los sentía estremecidos por un temblor, mientras las yemas daban la vuelta a mi rostro desde las sienes a la mejilla, de la mejilla al mentón y desde el mentón a la mejilla y a la sien otra vez. Era realmente el gesto de un hombre enamorado y es tan fuerte la persuasión del amor, aun cuando no se quiera corresponderle, que por un momento casi me sentí movida a decirle por compasión alguna palabra menos dura y definitiva.

Pero él no me dejó tiempo porque, acabada la caricia, se puso de pie, diciendo con un tono jadeante en el que se mezclaban la turbación del deseo y no sé qué nuevo empeño:

—Espera... Es verdad, tengo que decirte algo importante.

Se acercó a la mesa y cogió un fascículo rojo.

Ahora correspondió a mí turbarme, cuando lo vi venir a mi lado con el fascículo. Pregunté con un hilo de voz:

—¿Qué es?

—Es... es...

Era extraño como el tono autoritario y oficioso se mezclaba con su excitación:

—Es un informe referente a tu novio.

—¡Ah!

Por un momento cerré los ojos, muy turbada. Astarita no lo vio. Hojeaba el fascículo, enredándose en sus páginas, excitado.

—Gino Molinari, ¿no es verdad?

—Sí.

—Y debes casarte con él en octubre, ¿no es así?

—Sí.

—Pero Gino Molinari está ya casado —prosiguió—. Y precisamente con Antonieta Partini, hija del difunto Emilio y de Diomira Lavahna, hace ya cuatro años, y tienen una niña llamada María... Actualmente, la esposa vive en Orvieto, con su madre...

Yo no dije nada. Me levanté del diván y fui hacia la puerta. Astarita quedó erguido en medio de la habitación, con su fascículo entre las manos. Abrí la puerta y salí.

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