La Romana (30 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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—Sí... ¿y qué?

Los ojos de Gino brillaron de alegría y bajando la voz dijo:

—Pues bien, lo pensé mejor y no la devolví.

—¿No la devolviste?

—No... al fin y al cabo, la señora es rica y no puede importarle una polvera más o menos... Además, la cosa ya estaba hecha, y, en el fondo, el ladrón no había sido yo.

—Había sido yo —apunté tranquilamente.

Fingió no oírme y prosiguió:

—Pero quedaba el problema de esconderla. Era un objeto vistoso, podían reconocerlo fácilmente y no me fiaba, así que lo tuve en el bolsillo bastante tiempo, hasta que encontré a Sonzogno y le conté lo que ocurría...

—¿Y le hablaste de mí también? —interrumpí.

—No, de ti no... le dije que me lo había dado una amiga, sin decir ningún nombre... Y él, imagínate, en tres días consiguió venderla no sé cómo y me dio el dinero, naturalmente, quedándose con su parte, como habíamos acordado.

Estaba como estremecido por la alegría. Después sacó del bolsillo un fajo de billetes.

Sin saber por qué, en aquel momento experimenté una intensa antipatía por él. No es que lo desaprobara, pues no tenía derecho a hacerlo, pero me fastidiaba ya su tono jubiloso. Además intuía que no me lo había contado todo y que lo que pasaba en silencio debía de ser peor. Dije, con sequedad:

—Hiciste bien.

—Toma —prosiguió desenvolviendo el fajo de billetes—. Esto es para ti. Los he contado.

—No, no —contesté con rapidez—. No quiero nada... nada.

—¿Por qué?

—No quiero nada.

—Quieres ofenderme —dijo.

Una sombra de suspicacia y de tristeza pasó por su rostro y temí haberlo ofendido de veras. Hice un esfuerzo y dije cogiéndole una mano:

—Si no me los hubieras ofrecido, me habría parecido extraño, aunque sin ofenderme, pero es mejor así. No los quiero porque para mí es un asunto concluido, pero me gusta que tengas ese dinero.

Él me miraba sin entenderme, entre dudas, escrutándome como si deseara descubrir el motivo secreto que se ocultaba en mis palabras.

Más tarde, pensando en aquella escena muchas veces, he descubierto que aquel hombre no podía entenderme porque vivía en un mundo diferente del mío, de acuerdo con unos sentimientos y unas ideas que no eran los míos. No sé si su mundo era mejor o peor que el mío, pero sé que ciertas palabras no tenían para él el sentido que yo les daba y que gran parte de sus acciones, que a mí me parecían reprobables, él las consideraba lícitas y hasta una especie de deber. En particular parecía dar mayor importancia a la inteligencia entendida como astucia. Dividía a los hombres en astutos y no astutos y a toda costa procuraba pertenecer a la primera categoría. Pero yo no soy astuta y quizá ni siquiera inteligente. Y nunca he comprendido cómo una mala acción, por el mero hecho de haber sido realizada con inteligencia, pueda ser no ya admirable, sino ni siquiera excusable.

De pronto pareció salir de la duda que lo angustiaba y exclamó:

—Entiendo. No quieres el dinero porque tienes miedo de que se descubra el hurto... Pero no temas, todo ha ido perfectamente.

Yo no tenía miedo, pero no me preocupé de negarlo porque la segunda parte de su frase me resultaba oscura.

—¿Quieres decirme qué significa eso de que todo ha ido perfectamente? —pregunté.

—Sí, todo ha ido bien —contestó Gino—. ¿Recuerdas que te dije que en la casa sospechaban de una camarera?

—Sí.

—Bien... Yo se la tenía jurada a esa camarera porque andaba contando historias de mí a espaldas mías. Unos días después del hurto, comprendí que las cosas se ponían mal para mí. El comisario había ido dos veces y yo estaba seguro de que me vigilaban. Aún no habían hecho ningún registro, y entonces se me ocurrió la idea de provocar con otro hurto el registro y hacer de tal modo que la culpa de los dos robos recayera sobre aquella mujer.

No dije nada y él, después de haberme mirado un momento con los ojos muy abiertos y brillantes para ver si admiraba su astucia, siguió:

—La dueña tenía unos dólares en un cajón. Cogí los dólares y los oculté en la habitación de la camarera, dentro de una maleta vieja. Naturalmente, hicieron un registro, encontraron los dólares y la arrestaron. Ella juró y perjuró que era inocente, pero ¿quién iba a creerla? Los dólares habían aparecido en su cuarto.

—¿Y dónde está esa mujer?

—En la cárcel y no quiere confesar, pero ¿sabes qué le ha dicho el comisario a la señora? Que esté tranquila porque la camarera acabará confesando por las buenas o por las malas. ¿Has entendido? ¿Y sabes qué quiere decir eso de «por las malas»? Pues que la harán hablar a golpes.

Yo lo miraba y al verlo tan excitado y orgulloso me sentía helada y como sin sentido. Pregunté al azar:

—¿Cómo se llama esa mujer?

—Luisa Fellini... Ya no es muy joven y es orgullosa. Si haces caso de lo que dice, es camarera por equivocación y no hay nadie tan honrado como ella.

Gino rió divertido por la ocurrencia.

Hice un gran esfuerzo como quien deja escapar un profundo suspiro y dije:

—¿Sabes que eres un grandísimo canalla?

—¿Cómo? —preguntó sorprendido—. ¿Por qué? Después de haberle llamado canalla me sentí más libre y decidida. La ira me encrespaba y solté:

—¡Y querías que yo cogiera ese dinero! Menos mal que adiviné que era un dinero que no debía coger.

—¿Y qué importa? —exclamó tratando de rehacerse—. No confesará y la dejarán por fin.

—Pero tú acabas de decir que está en la cárcel y que la harán hablar a golpes.

—¡Bah, es un decir...!

—No me importa... Has mandado a la cárcel a una inocente y encima tienes la desvergüenza de venir a contármelo. ¡Eres realmente un canalla!

Gino se encolerizó de pronto. Se puso pálido y me cogió una mano:

—Acaba de una vez de llamarme canalla.

—¿Por qué? Creo que eres un canalla y te lo digo.

Perdió la cabeza y tuvo un gesto de extraña violencia. Me torció la mano en la suya como si quisiera rompérmela y después, de pronto, inclinó la cabeza y me la mordió. De un tirón liberé mi mano y me puse de pie:

—Pero... ¿te has vuelto loco? ¿Qué te pasa ahora? Puedes morderme, pero es inútil. Eres un canalla, un granuja y un sinvergüenza.

No contestó, pero se cogió la cabeza entre las manos, como si quisiera arrancarse el pelo.

Llamé al camarero y pagué todas las consumiciones, la suya, la de Sonzogno y la mía. Después dije a Gino:

—Me voy, y quiero decirte que entre nosotros todo ha terminado... No vuelvas a presentarte delante de mí, no me busques, no vengas, no quiero volver a verte.

Él no dijo nada ni levantó la cabeza. Y yo me marché.

El bar estaba al comienzo de la ancha calle, a poca distancia de mi casa. Empecé a caminar lentamente, por el lado opuesto a la muralla. Era de noche, con un cielo cubierto de nubes y una lluvia sutil, como un polvillo de agua entre el aire tibio e inmóvil. Como de costumbre, la muralla estaba casi a oscuras, sin más claridad que la de algunas farolas, distanciadas unas de otras. Pero al salir del bar vi inmediatamente cómo un hombre se apartaba de una de aquellas farolas y empezaba a andar a lo largo de la muralla, despacio como yo y en mi misma dirección. Reconocí a Sonzogno por el impermeable ceñido a la cintura y por la cabeza rubia y rapada. Al pie de la muralla parecía pequeño. De vez en cuando desaparecía en la sombra y volvía a reaparecer a la luz de un farol. Quizá por primera vez experimenté hastío de los hombres, de todos los hombres, siempre detrás de mis faldas, como si fueran perros en pos de una perra. Me sentía todavía estremecida por la rabia, y pensando en la mujer a la que Gino había enviado a la cárcel, no podía menos de sentir algún remordimiento porque, al fin y al cabo, era yo quien había robado la polvera. Pero más que remordimiento era un impulso de rebelión y de cólera. Aun rebelándome contra la injusticia y odiando a Gino, me enfurecía odiarlo y saber que había cometido aquella infamia. Realmente, no he sido hecha para semejantes cosas; experimentaba un violento malestar y me parecía no ser la misma de siempre.

Caminaba de prisa, deseando llegar a mi casa antes de que Sonzogno me abordara, pues ésa parecía ser su intención. Después, oí a mis espaldas la voz de Gino que gritaba jadeante:

—Adriana... Adriana...

Fingí no haberlo oído y apresuré el paso. Pero él corría y me alcanzó, cogiéndome por el brazo:

—Adriana, hemos estado siempre juntos... No podemos separarnos ahora de este modo...

Me solté de un tirón y seguí caminando. Al otro lado de la calle, al pie de la muralla, la figura pequeña y clara de Sonzogno había salido de la oscuridad entrando en el círculo de luz de una farola. Gino, a mi lado, decía:

—Pero yo sigo queriéndote, Adriana...

Me inspiraba compasión y odio al mismo tiempo, y esta mezcla me era más desagradable de cuanto pudiera decir. Por eso mismo procuraba pensar en otra cosa. De pronto, no sé cómo me vino una especie de inspiración. Me acordé de Astarita, que siempre me había ofrecido su ayuda, y pensé que con toda seguridad estaría en condiciones de hacer salir de la cárcel a aquella pobre mujer. Esta idea surtió inmediatamente un efecto beneficioso. Sentí que mi ánimo se aliviaba del peso que lo oprimía y hasta me pareció no odiar más a Gino y sólo sentir por él compasión. Me detuve y le dije tranquilamente:

—Gino, ¿por qué no te vas?

—Te quiero.

—También yo te he querido, pero ahora hemos terminado... Vete, será mejor para ti y para mí.

Estábamos en un lugar oscuro de la ancha calle, donde no había ni farolas ni comercios. Gino me cogió por la cintura y trató de besarme. Hubiera podido librarme por mis propios medios porque era fuerte y nadie puede besar a una mujer si ella no quiere. Pero no sé qué espíritu malicioso me sugirió llamar a Sonzogno que, al otro lado, al pie de la muralla, se había detenido y nos miraba inmóvil, con las manos en los bolsillos del impermeable. Creo que lo llamé porque habiendo hallado el medio de salir al paso de la mala acción de Gino volvía a aflorar en mi ánimo la coquetería y la curiosidad. Grité dos veces:

—Sonzogno, Sonzogno...

Él, inmediatamente, atravesó la calle y Gino, desconcertado, me dejó.

—Dígale que se vaya —dije con calma cuando Sonzogno se acercó a nosotros—. Ya no lo quiero y no me cree... Tal vez le crea a usted que es su amigo.

Sonzogno dijo:

—¿Has oído lo que dice la señorita?

—Pero yo... —empezó Gino.

Pensé que seguiría discutiendo un poco, y que, por último, acabaría resignándose y se alejaría. Pero, inesperadamente, vi que Sonzogno hacía un gesto que no entendí y Gino, después de mirarlo atónito un instante, sin decir una palabra, cayó redondo a tierra, rodando de la acera a la calzada. Quizá solamente vi a Gino caer y, por su caída, reconstruí el gesto de Sonzogno. Porque aquel gesto había sido tan rápido y tan silencioso que me parecía sufrir una alucinación. Moví la cabeza y volví a mirar. Sonzogno estaba ante mí, con las piernas separadas y se miraba el puño, aún cerrado. Gino, en el suelo, de espaldas a nosotros, iba reanimándose y, apoyando un codo en tierra, había levantado poco a poco la cabeza. Pero no parecía querer ponerse en pie. Diríase que estaba mirando fijamente a unos papeles blancos que resaltaban entre el fango de la calle. Sonzogno dijo:

—Vamos.

Un poco confusa me dirigí con él a mi casa.

Caminaba apretándome un brazo y en silencio. Era más bajo y yo sentía su mano alrededor de mi brazo semejante a una garra metálica. Al cabo de un rato le dije:

—Ha hecho usted mal en golpear así a Gino... Se hubiera ido sin necesidad de ese puñetazo.

—Así no la fastidiará más —contestó.

—Pero ¿cómo lo hace usted? —pregunté—. Ni siquiera he visto su mano, sólo he visto caer a Gino.

—Cosa de costumbre.

Hablaba como masticando las palabras antes de pronunciarlas o, mejor dicho, como probando su consistencia entre dientes, que mantenía siempre apretados y que yo me imaginaba encajados como los de los felinos. Experimenté un gran deseo de tocarle el brazo y de sentir bajo mis dedos todos sus músculos, duros y tensos. Me inspiraba más curiosidad que atracción y, sobre todo, miedo. Pero el miedo, hasta que se aclara el motivo, puede ser un sentimiento grato y, en cierto modo, excitante.

—Pero ¿qué tiene en el brazo? Todavía me cuesta creerlo.

—Y sin embargo, ya lo ha tocado antes —repuso con un tono de vanidad que me pareció siniestro.

—No del todo bien porque Gino estaba delante... Déjeme tocarlo otra vez.

Se detuvo y dobló el brazo, mirándome serio y, en cierto modo, ingenuo. Pero con una ingenuidad que no tenía nada de infantil. Tendí la mano y lentamente, desde el hombro, fui palpando sus músculos. Era para mí una extraña sensación sentirlos tan vivos y tan duros. Y dije con voz incolora:

—Realmente es usted muy fuerte.

—Sí, soy fuerte —confirmó con sombría convicción.

Y reanudamos nuestro camino.

Empezaba a arrepentirme de haberlo llamado. No me gustaba aquella seriedad y sus modales me daban miedo. En silencio llegamos a mi casa. Saqué la llave del bolso y dije:

—Gracias por haberme acompañado.

Y le tendí la mano.

Se acercó a mí.

—Voy a subir contigo —dijo.

Hubiera querido decirle que no. Pero su modo de mirar con fijeza, con increíble insistencia, a los ojos, me subyugó y me confundió.

—Si quieres... —dije.

Y sólo después de haber hablado, me di cuenta que lo tuteaba.

—No tengas miedo —murmuró interpretando a su manera mi desánimo—. Tengo dinero. Te daré el doble de lo que te dan los demás.

—¿A qué viene eso? —protesté—. No es por el dinero...

Pero le vi hacer un gesto extraño, como si una amenazadora sospecha le atravesara la mente. Entre tanto, yo había abierto la puerta.

—Es que me siento un poco cansada...

Él entró conmigo en el portalón.

Cuando estuvo en mi alcoba, se desnudó con unos gestos precisos de hombre ordenado. Llevaba una bufanda en el cuello y la enrolló con cuidado y la guardó en el bolsillo del impermeable. Puso la chaqueta en el respaldo de la silla y dobló los pantalones para que no se estropeara la raya. Dejó los zapatos debajo de la silla, con los calcetines dentro. Noté que iba vestido con prendas nuevas, de la cabeza a los pies, y no eran prendas finas, sino sólidas y de excelente calidad. Lo hacía todo en silencio, ni despacio ni apresuradamente, con una regularidad sistemática, sin preocuparse de mí que, entre tanto, me había desnudado y me había tendido en el lecho. Si me deseaba, desde luego no lo daba a conocer, a menos que aquel continuo «tic» de los músculos bajo la piel de la mandíbula no delatara una turbación, pero no podía ser así, puesto que lo tenía ya antes, cuando aún no pensaba en mí.

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