Read La Rosa de Alejandría Online

Authors: Manuel Vázquez Montalban

Tags: #novela negra

La Rosa de Alejandría (9 page)

BOOK: La Rosa de Alejandría
8.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Niño. Niño mío. ¿Es que no te gusto?

Se dejó caer de pronto con precisión de ensamblaje lunar y su boca buscó la de Ginés para cebarse con ella entre brutales mordiscos y acariciadores dientes, nacidos para el desgarro o el roce en un juego alternativo. Las voces de estímulo erótico obedecían a un ritmo paralelo al de las caricias, pero de vez en cuando la mujer se apartaba para estudiar el proceso anímico de su pareja y el crecimiento o no crecimiento del ingrediente fundamental. Se dejó caer a su lado y pegó el lenguaje al oído del hombre.

—¿Qué te gusta? Dime qué te gusta y Gladys te lo hará. Gladys lleva quince días a dos velas, niño mío.Dime. ¿Te gusta que te peguen? ¿Te gusta pegar a ti?

Las negativas silenciosas de Ginés no la desanimaron. Volvió a la posición a cuatro patas, esta vez con el culo encarado a los ojos de Ginés y lo removió como si fuera un dulce que quería y no quería ser comido.

—¿Has visto bien mi conejito, niño mío? Es un conejito suave. Todo para ti. Todo para mi niño.

Apartó Ginés la cara y buscó en una esquina de la habitación una fuente de inspiración, un estímulo cultural de simple educación, de estricta necesidad de quedar bien, y se levantó como una bestia de lascivia que se animaba a sí misma con respiraciones ansiosas, mientras las manos se convertían en bocas que amasaban las carnes de la mujer. Así, así, gritaba con alborotado placer la pelirroja y ofrecía su cuerpo al encuentro de las frotaciones ciegas del hombre, que en su voluntad de no ver lo que no quería, a veces se equivocaba de envite y caía al vacío del colchón donde la mujer le buscaba implacable para que no cejara en su resurrección.Provocó efecto el ritual, porque Ginés se creyó en condiciones de montar sobre el otro cuerpo, y así lo hizo con brusquedades de conquistador que fueron recibidas con entusiasmo.Hasta logró meterse donde tanto le llamaban e iniciar una galopada que de pronto se quedó en simple caída sobre un caballo que poco a loco fue asumiendo la miseria del caballero. Allí permaneció Ginés, fríamente lúcido de la inevitabilidad de su derrota, como si estuviera contemplándose el colgajo vencido, que avergonzado buscaba el escondite entre los pliegues de su propia piel. La mujer ya no jadeaba, respiraba y era una respiración que pronto evolucionó del cansancio a la protesta.

—¿Ya está? ¿Eso es todo, niño mío?

—No es mi día.

—Lo mío es peor. No es mi año.Ja. ¿Pero qué os pasa en el Trópico? ¿Es culpa mía? ¿Es que no te gusto?

—Sí. Me gustas mucho.

—Pues ya se nota.

Le pegó un empujón que le hizo caer de la cama y se puso a caminar sobre el tembleante colchón en busca de una salida a la situación. Recuperó su ropa a manotazos y se fue con ella al lavabo para no regalarle a Ginés el espectáculo de su vencido revestimiento. Desde su condición de macho caído, Ginés escuchó los ruidos de una profilaxis bien entendida: lavabo, gárgaras, aguas en fin a su sucia sumisión de vertedero. Se abrió la puerta y Gladys cruzó la habitación a velocidad de huida dejando sobre el hombre una palabra que pareció un escupitajo.

—Maricón.

Desde el suelo levantó los brazos Ginés en un titánico esfuerzo por sacarse de encima una vergüenza divertida, porque sus labios sonreían, y cuando se tumbó en la cama apretó la boca contra la almohada para no oír sus propias carcajadas, suscitadas por el recuerdo de tanto esfuerzo baldío por parte de la mujer. Especialmente le despertaba hilaridad aquella gravedad mamaria con la que llenaba su boca de carne humana. Se serenó y de la risa pasó a la compasión por la mujer que tanto había dado a cambio de nada.Por la ventana penetraban claridades inciertas. Se levantó para comprobar si era la promesa del nuevo día. Allí estaba. Hipócritamente insinuaba que el sol era posible, anaranjadas orlas hacia el Oriente, sobre la cresta de nubes que recuperaban el cielo poco a poco.

—Maracas Bay. Maraval Road.Savannah. Pitch Lake -recitó como si fuera una letanía inapelable. Y añadió-: El Bósforo.

Y de pronto quiso comprobar un presentimiento. Se duchó con tantas manos como pudo. Se vistió y salió en busca del ascensor y de la salida del hotel. Allí estaba ya la caravana de taxistas habituales. Allí estaba su hindú mirando el cielo por si veía a los violadores del tiempo y del espacio. Ginés le contempló largamente desde su escondite, un pie dentro del ascensor, el otro fuera. El hotel renacía poco a poco, pero a la vista ni un cliente. Hombres y mujeres de la limpieza salían de secretas puertas prohibidas arrastrándose como oscuros caracoles sorprendidos por el nuevo día. El hindú seguía con la cabeza alzada y la movía de esquina a esquina del cielo para dejarla finalmente en dirección a Maracas Bay.

—Sí, hombre, sí. Maracas Bay -dijo Ginés en voz alta.

Un muchachito que se dejaba llevar por un cubo de cinc y una fregona, volvió el rostro para descubrir de qué clase era la locura de aquel blanco a medio salir del ascensor. Casi vestido. Pero descalzo.

13

—Y si te dijera, Biscuter, que no me gusta este asunto, que no me gusta casi nadie.

—Pues déjelo, jefe.

—Si hubiera dejado todos los casos que no me han gustado. Luego poco a poco le vas encontrando la cosa. Te enamoras de alguien. Yo, casi siempre del muerto. Siempre tiendo a dar la razón a los muertos.

—Pues poca falta les hace. Jefe, le he preparado un fiambre de rollitos de ternera rellenos a la trufa y al estragón con salsa montada con crema de leche.

—Biscuter, has llegado a las cumbres de la nueva cocina.

—No creo que sea muy nueva porque me ha dado la receta la de los pollos de la Boqueria. Perdone, jefe, pero le he cogido ese libro de policías que tiene usted ahí para ponerlo sobre el rollo de fiambre, mientras se enfría debe tener un peso encima.

—La próxima vez cueces el libro con todo lo demás.

—También le he preparado un “trinxat con fredulics”, según la receta que le dio la dueña del Hispania.

—No sé si me dijo toda la verdad.

—Está bueno.

Comió Carvalho de lo uno y de lo otro con Biscuter al otro lado de la mesa de despacho, parapetado el hombrecillo detrás de un trapo de cocina que le servía de servilleta colgante sobre el pecho de escaso suspiro. Luego se fumó el detective un condal del seis, inencontrables puros que le enviaba un incondicional cliente de Tenerife, agradecido porque había descubierto el adulterio de su mujer y ahora la tenía al otro lado del Atlántico. Cada vez que Carvalho encendía un condal del seis pensaba en la extraña condición del hombre que finge temer perder lo que no ama y que incluso puede luchar por conservar lo que no ama.

—¿Qué sabes tú de Albacete, Biscuter?

—Que forma región con Murcia.

—Eso era antes. Ahora ya no.Ahora forma parte de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha.

—¿Y Murcia se ha quedado sola?Entonces ya no es una región. Es una provincia.

—Antes ya había regiones que tenían una sola provincia, por ejemplo Asturias. Pero no, Murcia es una comunidad autónoma.

—¿Y ya es oficial?

—De lo más oficial que hay. ¿Qué más sabes de Albacete?

—Que hace frío y que fabrican navajas. Nada más.

—Nada añades a lo poco que yo sé.

Había quedado con Charo en llevarla al cine en la sesión de tarde.Quería la mujer ir a ver “Bajo el fuego”, porque salía el hermano pobre de la serie televisiva “Hombre rico, hombre pobre”. La película era tan prosandinista que hasta Charo se dio cuenta.

—Oye, los revolucionarios son los que quedan mejor. ¿A ti te gustaría que hubiera una revolución?

Cuando Charo hacía estas preguntas se cogía del brazo de Carvalho y se le pegaba al cuerpo para evitar que siguiera andando. Le gustaba verle la cara cuando le pedía respuestas importantes.

—La revolución, ¿dónde?

—Aquí, en Barcelona.

—Saldrían los tanques a la calle y pondrían la circulación imposible.

—Vete a paseo. Te lo preguntaba en serio. Oye, qué bien está el Noltke y el Gene Hackman, pero el que más me ha gustado es Trintignan.

A mí me gustaría que tú te parecieras a Trintignan. ¿Le recuerdas en “Un hombre y una mujer”?

Y Charo se puso a tararear la melodía de la película con la suficiente fuerza como para que Carvalho mirara a derecha e izquierda por si le era obligado avergonzarse.

—¿Qué sabes tú de Albacete, Charo?

—Pues que allí fabrican las mejores navajas.

—¿Algo más?

—No.

—No sabes nada de la familia de tu prima, de la muerta. Cómo era el marido. Su vida allí.

—No.

—Igual tengo que irme a Albacete.

A Charo se le escapó la risa.

—¿De qué te ríes?

—No sé, hay cosas que me hacen reír. Por ejemplo, algunas palabras.Lechuga. A mí la palabra lechuga me hace reír. Y viajar a Albacete me hace reír. También me hace reír La Coruña. Y no sabría decirte por qué.

Se despidió de Charo a la altura de la Boqueria, ella iba a su casa, a la espera de las primeras citas concertadas o de las llamadas de los clientes asiduos, y él en busca de su coche en el parking de la Gardunya.Quería llegar a casa temprano para hacer algo tan importante como desconocido, pero en vez de coger las calles rampas que le subirían a Vallvidrera, se encontró de pronto en la avenida de la Meridiana camino de Montcada y media hora después buscando un sitio donde dejar el coche cerca de Electrodomésticos Amperi. Estaba el negocio cerrado y no había otra luz que la de las pantallas de los televisores trasmitiendo simultáneamente en las tres cadenas, ante la mirada de vocacionales “voyeurs” de escaparate.Dio la vuelta a la manzana en pos de la puerta trasera de la trastienda, y al doblar la esquina vio cómo el autodidacta salía del callejón trasero.Se detuvo Carvalho y le siguió a distancia. Caminaba ligero y dirigido hacia un objetivo urgente. Dejó atrás dos manzanas y se metió en un chiquito bar-frankfurt lleno de jóvenes colgados de un “hot dog” de salchicha diríase que de plástico. Hasta la calle llegaba el olor a ahumado rancio de las salchichas de Frankfurt industriales, combinado con el hedor de una mostaza hecha con ácido úrico.La mayor parte de la clientela se acodaba en la barra atendida por muchachas de uniforme azul y gorrito blanco de marinerito de revista musical. Pero también había breves mesas para dos, con sillas incapaces de soportar ni el culo de una bailarina clásica con solitaria. El odio de Carvalho por aquel tipo de establecimientos, a su juicio tan corruptores de la juventud como la droga o los padres tontos, se traducía en la descripción mental que interponía entre lo que sus ojos veían y lo que su cerebro sancionaba. Pero allí estaba Andrés a la espera de su amigo y los dos se aplicaron a un cuchicheo que en el autodidacta era persuasivo y en el otro crispado. Contempló la conversación a distancia hasta que decidió presentarse de sopetón.

—¿Haciendo quinielas?

Era casi un respingo lo que había salido de la garganta de Andrés, y el autodidacta no pudo evitar una décima de segundo de alarma hasta que reconoció totalmente a Carvalho. Era inútil que el detective buscara con la mirada una silla libre porque no la había y en caso de haberla la estructura del local no admitía una mesa para tres, si no era imposibilitando la circulación en el pasillo por donde los condenados pasaban a recoger aquel turbio alimento, sin duda inventado con mentalidad de asesino lento, pero seguro, de cosmonautas con poco paladar. Se había creado una situación imposible. O Carvalho renunciaba a estar con ellos o los tres renunciaban al local. Fue el autodidacta quien ofreció volver a su trastienda estudio.

—Aunque tú deberás salir pronto para Mercabarna.

—¿Para dónde?

—Para Mercabarna. ¿No trabajas estas noches en Mercabarna?

Tardó demasiado Andrés en asumir la propuesta de su amigo y su ¡ah sí!rotundo lo pronunció con los ojos fijos en los de Carvalho, por si Carvalho se lo creía. Pero el detective estaba dispuesto a alarmarles y puso gotas de la mejor ironía en la mirada que devolvió al estudiante. Desconcertado, Andrés volvió la cara y se predispuso a secundar la propuesta del autodidacta.

—Aún tengo tiempo. Me toca el turno segundo de madrugada.

El autodidacta no utilizó la puerta trasera. Entraron por la principal y atravesaron el recinto iluminado al neón donde ofrecían sus carnes blancas los electrodomésticos y algunos “computers” menores que los “voyeurs” contemplaban como los indios del Far West habían contemplado los primeros tendidos telegráficos sobre el fondo de las montañas Rocosas. Los movimientos del autodidacta obedecían a una extrema economía de gestos, y en pocos minutos el habitáculo de la trastienda se llenaba con el cuarteto para cuerda en si bemol mayor de Mozart, y en las manos de los tres contertulios habían brotado flores de whisky con hielo que el anfitrión había sacado de una pequeña nevera que Carvalho había visto en el despacho de algún ejecutivo asesino o asesinado.

—Usted dirá.

—Diré muy poco. Pasaba por aquí.

O si lo prefieren he venido hasta aquí para ambientarme. Me gusta respirar el aire que respiran mis clientes.

—El aire de Montcada está contaminado por el polvo de cemento de la Asland.

—Cuando yo veraneaba por aquí ya estaba todo lleno de polvo.

—¿Qué rollo es ese del veraneo?

¿A quién se le ocurre veranear en este agujero?

—El señor Carvalho estuvo por aquí el otro día, cuando vino a ver a tus padres, y me recordó escenas de su infancia.

—El cabrero tenía un choto. Un choto muy inteligente, gris. Aún le colgaba un pingajo de cordón umbilical y saltaba sin control, como un cabrito loco. Me encariñé con el cabrito, pero un día se lo llevaron, vi cómo se lo llevaban. Al matadero, supongo, porque nunca más lo he visto. A veces, cuando veo un rebaño de cabras, las examino con cuidado por si reconozco entre ellas a aquel choto.

—¿Pero qué dice este tío? ¿Va de alucine?

—Déjalo hablar. Algo quiere decir.

—No. No quiero decir nada. De hecho no sé si he vuelto por ustedes o para comprobar que esto no es lo que era.

—Un paseo sentimental por el amor y la muerte.

Era Andrés el que hablaba con angustia y sarcasmo.

—¿Qué saben ustedes de Albacete?Y no me digan que allí hace mucho frío o que fabrican excelentes navajas.

—No, no se lo diré. Es una de las provincias que más han evolucionado, gracias a la paulatina sustitución de los viejos cultivos por nuevas especies y nuevos sistemas de regadío. Es una provincia con muchas aguas subterráneas, y han aplicado sistemas de irrigación a partir de una inyección central en profundidad. Además tiene una clase terrateniente que no se ha dormido y ha sabido ponerse al día.

BOOK: La Rosa de Alejandría
8.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Starfist: Hangfire by David Sherman; Dan Cragg
Prey (Copper Mesa Eagles Book 2) by Roxie Noir, Amelie Hunt
Oasis by Imari Jade
Gone With the Witch by Annette Blair
Jingle Boy by Kieran Scott
The Boleyn Reckoning by Laura Andersen
Condemnation by Baker, Richard
Louise's Blunder by Sarah R. Shaber