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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (2 page)

BOOK: La rueda de la vida
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Me gusta decir que «Si cubriéramos los desfiladeros para protegerlos de los vendavales, jamás veríamos la belleza de sus formas».

Reconozco que esa noche de octubre de hace dos años fue una de esas ocasiones en que es difícil encontrar la belleza. Pero en el transcurso de mi vida había estado en encrucijadas similares, escudriñando el horizonte en busca de algo casi imposible de ver. En esos momentos uno puede quedarse en la negatividad y buscar a quién culpar, o puede elegir sanar y continuar amando. Puesto que creo que la única finalidad de la existencia es madurar, no me costó escoger la alternativa.

Así pues, a los pocos días del incendio fui a la ciudad, me compré una muda de ropa y me preparé para afrontar cualquier cosa que pudiera ocurrir a continuación.

En cierto modo, ésa es la historia de mi vida.

PRIMERA PARTE

«EL RATÓN»

2. El capullo

Durante toda la vida se nos ofrecen pistas que nos recuerdan la dirección que debemos seguir. Si no prestamos atención, tomamos malas decisiones y acabamos con una vida desgraciada. Si ponemos atención aprendemos las lecciones y llevamos una vida plena y feliz, que incluye una buena muerte.

El mayor regalo que nos ha hecho Dios es el libre albedrío, que coloca sobre nuestros hombros la responsabilidad de adoptar las mejores resoluciones posibles. La primera decisión importante la tomé yo sola cuando estaba en el sexto año de enseñanza básica. Hacia el final del semestre la profesora nos dio una tarea; teníamos que escribir una redacción en la que explicáramos qué queríamos ser cuando fuéramos mayores. En Suiza, el trabajo en cuestión era un acontecimiento importantísimo, pues servía para determinar nuestra instrucción futura. O bien te encaminabas a la formación profesional, o bien seguías durante años rigurosos estudios universitarios.

Yo cogí lápiz y papel con un entusiasmo poco común. Pero por mucho que creyera que estaba forjando mi destino, la realidad era muy otra. No todo dependía de la decisión de los hijos. Sólo tenía que pensar en la noche anterior. Después de la cena, mi padre hizo a un lado su plato y nos miró detenidamente antes de hacer una importante declaración.

Ernst Kübler era un hombre fuerte, recio, con opiniones a juego. Años atrás había enviado a mi hermano mayor, Ernst, a un estricto internado universitario. En ese momento estaba a punto de revelar el futuro de sus hijas trillizas.

Yo me sentí impresionadísima cuando le dijo a Erika, la más frágil de las tres, que haría una carrera universitaria. Después le dijo a Eva, la menos motivada, que recibiría formación general en un colegio para señoritas. Finalmente fijó los ojos en mí y yo rogué para mis adentros que me concediera mi sueño de ser médica.

Seguro que él lo sabía.

Pero no olvidaré jamás el momento siguiente.

—Elisabeth, tú vas a trabajar en mi oficina —me dijo—. Necesito una secretaria eficiente e inteligente. Ese será el lugar perfecto para ti.

Me sentí terriblemente abatida. Al ser una de las tres trillizas idénticas, toda mi vida había luchado por tener mi propia identidad. Y en ese momento, de nuevo, se me negaban los pensamientos y sentimientos que me hacían única.

Me imaginé trabajando en su oficina, sentada todo el día ante un escritorio, escribiendo cifras. Mis jornadas serían tan uniformes como las líneas de un papel cuadriculado.

Eso no era para mí. Desde muy pequeña había sentido una inmensa curiosidad por la vida. Contemplaba el mundo maravillada y reverente. Soñaba con ser médica rural o, mejor aún, con ejercer la medicina entre los pobres de India, del mismo modo en que mi héroe Albert Schweitzer lo hacía en África. No sabía de dónde había sacado esas ideas, pero sí sabía que no estaba hecha para trabajar en la oficina de mi padre.

—¡No, gracias! —repliqué.

En aquel tiempo una respuesta así de un hijo no era aceptable, sobre todo en mi casa. Mi padre se puso rojo de indignación, se le hincharon las venas de las sienes. Entonces explotó:

—Si no quieres trabajar en mi oficina, puedes pasarte el resto de tu vida de empleada doméstica —gritó, y se fue furioso a encerrarse en su estudio.

—Prefiero eso —contesté al instante.

Y lo decía en serio. Prefería trabajar de empleada del hogar y conservar mi independencia que permitir que alguien, aunque fuera mi padre, me condenara a una vida de contable o secretaria. Eso habría sido para mí como ir a la cárcel.

Todo eso me aceleró el corazón y la pluma cuando, a la mañana siguiente en la escuela, llegó el momento de escribir la redacción.

En la mía no apareció ni la más mínima alusión a un trabajo de oficina. Entusiasmada, escribí sobre seguir los pasos de Schweitzer en la selva e investigar las muchas y variadas formas de la vida. «Deseo descubrir la finalidad de la existencia.»

Desafiando a mi padre, afirmé también que aspiraba a ejercer la medicina. No me importaba que él leyera mi trabajo y volviera a enfurecerse. Nadie me podía robar los sueños. «Apuesto a que algún día podré hacerlo sola —me dije—. Siempre hemos de aspirar a la estrella más alta.»

Las preguntas de mi infancia eran: ¿por qué nací trilliza sin una clara identidad propia? ¿Por qué era tan duro mi padre? ¿Por qué mi madre era tan cariñosa?

Tenían que ser así. Eso formaba parte del plan.

Creo que toda persona tiene un espíritu o ángel guardián. Ellos nos ayudan en la transición entre la vida y la muerte y también a elegir a nuestros padres antes de nacer.

Mis padres eran una típica pareja conservadora de clase media alta de Zúrich. Sus personalidades demostraban la verdad del viejo axioma de que los polos opuestos se atraen. Mi padre, director adjunto de la empresa de suministros de oficinas más importante de la ciudad, era un hombre fornido, serio, responsable y ahorrador. Sus ojos castaño oscuro sólo veían dos posibilidades en la vida: su idea y la idea equivocada. Pero también tenía un enorme entusiasmo por la vida. Nos dirigía en los cantos alrededor del piano familiar y le encantaba explorar las maravillas del paisaje suizo. Miembro del prestigioso Club de Esquí de Zúrich, era el hombre más feliz del mundo cuando iba de excursión, escalaba o esquiaba en las montañas. Ese amor a la naturaleza se lo transmitió a sus hijos.

Mi madre era esbelta, bronceada y de aspecto sano, aunque no participaba en las actividades al aire libre con el mismo entusiasmo de mi padre. Menuda y atractiva, era un ama de casa práctica y orgullosa de sus habilidades. Era una excelente cocinera. Ella misma confeccionaba gran parte de su ropa, tejía mullidos suéters, tenía la casa ordenada y limpia, y cuidaba de un jardín que atraía a muchos admiradores. Era valiosísima para el negocio de mi padre. Después de que naciera mi hermano, se consagró a ser una buena madre.

Pero deseaba tener una preciosa hijita para completar el cuadro. Sin ninguna dificultad quedó embarazada por segunda vez.

Cuando el 8 de julio de 1926 le comenzaron los dolores del parto, oró a Dios pidiéndole una chiquitína regordeta a la cual pudiera vestir con ropa para muñecas. La doctora B., tocóloga de edad avanzada, la asistió durante los dolores y contracciones. Mi padre, que estaba en la oficina cuando le comunicaron el estado de mi madre, llegó al hospital en el momento en que culminaba la espera de nueve meses. La doctora se agachó y cogió a un bebé pequeñísimo, el recién nacido más diminuto que los presentes en la sala de partos habían visto venir al mundo con vida.

Esa fue mi llegada; pesé 900 gramos. La doctora se sorprendió ante mi tamaño, o mejor dicho ante mi falta de tamaño; parecía un ratoncito. Nadie supuso que sobreviviría. Pero en cuanto mi padre oyó mi primer vagido, se precipitó al pasillo a llamar a su madre, Frieda, para informarle de que tenía otro nieto. Cuando volvió a entrar en la habitación, le sacaron de su error.

—En realidad Frau Kübler ha dado a luz a una hija —le dijo la enfermera.

Le explicaron que muchas veces resulta difícil establecer el sexo de los bebés tan pequeñitos. Así pues, volvió a correr hacia el teléfono para decir a su madre que había nacido su primera nieta.

—La vamos a llamar Elisabeth —le anunció orgulloso.

Cuando volvió a entrar en la sala de partos para confortar a mi madre se encontró con otra sorpresa. Acababa de nacer una segunda hija, tan frágil como yo, de 900 gramos. Después de dar la otra buena noticia a mi abuela, mi padre vio que mi madre continuaba con muchos dolores. Ella juraba que aún no había terminado, que iba a dar a luz otro bebé. Para mi padre aquella afirmación era fruto del agotamiento y, un poco a regañadientes, la anciana y experimentada doctora le dio la razón.

Pero de pronto mi madre empezó a tener más contracciones. Comenzó a empujar y al cabo de unos momentos nació una tercera hija. Esta era grande, pesaba 2,900 kilos, triplicaba el peso de cada una de las otras dos, y tenía la cabecita llena de rizos. Mi agotada madre estaba emocionadísima. Por fin tenía a la niñita con la que había soñado esos nueve meses.

La anciana doctora B. se creía clarividente. Nosotras éramos las primeras trillizas cuyo nacimiento le había tocado asistir.

Nos miró detenidamente las caras y le hizo a mi madre los vaticinios para cada una. Le dijo que Eva, la última en nacer, siempre sería la que estaría «más cerca del corazón de su madre», mientras que Erika, la segunda, siempre «elegiría el camino del medio». Después la doctora B. hizo un gesto hacia mí, comentó que yo les había mostrado el camino a las otras dos y añadió:

—Jamás tendrá que preocuparse por ésta.

Al día siguiente todos los diarios locales publicaban la emocionante noticia del nacimiento de las trillizas Kübler. Mientras no vio los titulares, mi abuela creyó que mi padre había querido gastarle una broma tonta. La celebración duró varios días. Sólo mi hermano no participó del entusiasmo: sus días de principito encantado habían acabado bruscamente. Se vio sumergido bajo un alud de pañales. Muy pronto estaría empujando un pesado coche por las colinas u observando a sus tres hermanitas sentadas en orinales idénticos. Estoy segurísima de que la falta de atención que sufrió explica su posterior distanciamiento de la familia.

Para mí era una pesadilla ser trilliza. No se lo desearía ni a mi peor enemigo. Éramos iguales, recibíamos los mismos regalos, las profesoras nos ponían las mismas notas; en los paseos por el parque los transeúntes preguntaban cuál era cuál, y a veces mi madre reconocía que ni siquiera ella lo sabía.

Era una carga psíquica pesada de llevar. No sólo nací siendo una pizca de 900 gramos con pocas probabilidades de sobrevivir, sino que además me pasé toda la infancia tratando de saber quién era yo.

Siempre me pareció que tenía que esforzarme diez veces más que todos los demás y hacer diez veces más para demostrar que era digna de... algo, que merecía vivir. Era una tortura diaria.

Sólo cuando llegué a la edad adulta comprendí que en realidad eso me benefició. Yo misma había elegido para mí esas circunstancias antes de venir al mundo. Puede que no hayan sido agradables, puede que no hayan sido las que deseaba, pero fueron las que me dieron el aguante, la determinación y la energía para todo el trabajo que me aguardaba.

3. Un ángel moribundo

Después de cuatro años de criar trillizas en un estrecho apartamento de Zúrich en el que no había espacio ni intimidad, mis padres alquilaron una simpática casa de campo de tres plantas en Meilen, pueblo suizo tradicional a la orilla del lago y a media hora de Zúrich en tren. Estaba pintada de verde, lo cual nos impulsó a llamarla «la Casa Verde».

Nuestra nueva vivienda se erguía en una verde colina y desde ella se veía el pueblo. Tenía todo el sabor del tiempo pasado y un pequeño patio cubierto de hierba donde podíamos correr y jugar. Disponíamos de un huerto que nos proporcionaba hortalizas frescas cultivadas por nosotros mismos. Yo rebosaba de energía y al instante me enamoré de la vida al aire libre, como buena hija de mi padre. Me encantaba aspirar el aire fresco matutino y tener lugares para explorar. A veces me pasaba todo el día vagabundeando por los prados y bosques y persiguiendo pájaros y animales.

Tengo dos recuerdos muy tempranos de esta época, ambos muy importantes porque contribuyeron a formar a la persona que llegaría a ser.

El primero es mi descubrimiento de un libro ilustrado sobre la vida en una aldea africana, que despertó mi curiosidad por las diferentes culturas del mundo, una curiosidad que me acompañaría toda la vida. De inmediato me fascinaron los niños de piel morena de las fotos. Con el fin de entenderlos mejor me inventé un mundo de ficción en el que podía hacer exploraciones, e incluso un lenguaje secreto que sólo compartía con mis hermanas. No paré de importunar a mis padres pidiéndoles una muñeca con la cara negra, cosa imposible de encontrar en Suiza. Incluso renuncié a mi colección de muñecas mientras no tuviera algunas con la cara negra.

Un día me enteré de que en el zoológico de Zúrich se había inaugurado una exposición africana y decidí ir a verla con mis propios ojos. Cogí el tren, algo que había hecho en muchas ocasiones con mis padres, y no tuve ninguna dificultad para encontrar el zoo. Allí presencié la actuación de los tambores africanos, que tocaban unos ritmos de lo más hermosos y exóticos. Mientras tanto, toda la ciudad de Meiden se había echado a la calle buscando a la traviesa fugitiva Kübler. Nada sabía yo de la inquietud que había creado cuando esa noche entré en mi casa. Pero recibí el conveniente castigo.

Por esa época, recuerdo también haber asistido a una carrera de caballos con mi padre. Como era tan pequeña, me hizo ponerme delante de los adultos para que tuviera una mejor vista. Estuve toda la tarde sentada en la húmeda hierba de primavera. Pese a que sentía un poco de frío, continúe allí instalada para disfrutar de la cercanía de esos hermosos caballos.

Poco después cogí un resfriado. Lo siguiente que recuerdo es que una noche desperté totalmente desorientada, caminando por el sótano. Allí me encontró mi madre, que me llevó al cuarto de invitados, donde podría vigilarme. Estaba delirando de fiebre. El resfriado se convirtió rápidamente en pleuresía y después en neumonía. Yo sabía que mi madre estaba resentida con mi padre por haberse marchado a esquiar unos días, dejándola sola con su agotador trío de niñas y su hijo todavía pequeño.

A las cuatro de la mañana se me disparó aún más la fiebre y mi madre decidió actuar. Llamó a una vecina para que cuidara de mi hermano y hermanas y le pidió al señor H., uno de los pocos vecinos que tenía coche, que nos llevara al hospital. Me envolvió en mantas y me sostuvo en brazos en el asiento de atrás mientras el señor H. conducía a gran velocidad hasta el hospital para niños de Zúrich.

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