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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (29 page)

BOOK: La rueda de la vida
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Eso fue lo mejor que hice en la cocina en toda mi vida.

Lo cual no quiere decir que me sintiera satisfecha. Poco tiempo después dirigí un seminario en Santa Barbara. La última noche, después de cinco días muy intensos, llegué a mi cabaña a las cinco de la mañana. Cuando me metí en la cama, casi incapaz de mantener los ojos abiertos, entró precipitadamente una enfermera a pedirme que contemplara la salida del sol con ella.

—¿Salida del sol? —gemí—. Puedes quedarte a contemplarla, pero yo voy a dormir.

A los pocos segundos ya estaba sumida en un profundo sueño. Pero en lugar de dormir, sentí como si saliera de mi cuerpo y me elevara cada vez más alto, pero sin tener ningún control ni miedo. Una vez arriba, percibí que varios seres me cogían y me llevaban a un lugar donde, como si yo fuera un coche y ellos fueran mecánicos, empezaron a repararme. Cada uno tenía su especialidad: frenos, transmisión, etcétera. En menos de un instante me habían reemplazado todas las partes dañadas por otras buenas y me devolvieron a la cama.

Por la mañana, después de sólo unas horas de sueño, desperté con una maravillosa sensación de serenidad. La enfermera todavía estaba allí, así que le conté lo ocurrido.

—Es evidente que has tenido una experiencia fuera del cuerpo —me dijo.

Yo la miré extrañada. Yo no meditaba ni comía tofu. Tampoco era californiana ni tenía un gurú ni un mentor espiritual, de modo que no entendía qué había querido decir con eso de «experiencia fuera del cuerpo». Pero si ésta era así, estaba dispuesta a realizar otro vuelo en cualquier momento.

31. Mi conciencia cósmica

Después de esa experiencia fuera del cuerpo me dirigí a la biblioteca, donde encontré un libro sobre el tema, escrito por Robert Monroe, el famoso investigador. Pronto me dispuse a viajar de nuevo, esta vez a la granja de Monroe en Virginia, donde se ha construido un laboratorio. Durante años, para hacer experimentos con la mente se utilizaron drogas, y yo estaba en contra de eso. Imagínense entonces mi entusiasmo cuando vi el moderno laboratorio de Monroe, con equipo y monitores electrónicos, todos esos adelantos que de inmediato me inspiraron confianza.

Mi objetivo al ir allí era tener otra experiencia fuera del cuerpo. Con este fin, entré en una cabina a prueba de sonidos, me eché en un colchón de agua y me vendaron los ojos, dejándome a oscuras. Después un asistente me puso un par de audífonos. Para inducir la experiencia, Monroe había inventado un método de estimulación cerebral mediante vibraciones artificiales. Estas vibraciones inducían al cerebro a entrar en un estado meditativo, y después a elevarse más allá, es decir, al destino que yo buscaba.

Mi primera prueba fue un tanto decepcionante. El supervisor del laboratorio puso en marcha la máquina. Oí unos pitidos uniformes por los audífonos. Las vibraciones rítmicas comenzaron lentas y fueron acelerándose rápidamente hasta convertirse en un solo sonido agudo e indefinible que muy pronto me indujo un estado mental parecido al sueño. Al parecer el proceso había sido demasiado rápido, según el supervisor, que a los pocos momentos me hizo despabilar para preguntarme si me encontraba bien.

—¿Por qué lo ha interrumpido? —le pregunté, perturbada—. Me parecía que estaba comenzando.

Más tarde, ese mismo día, aunque sentía molestias debido a una obstrucción intestinal que tenía desde hacía varias semanas, me tumbé en el colchón de agua para un segundo intento. Puesto que los científicos somos gente precavida por naturaleza, esta vez decidí tomar un poco el mando. Estipulé que pusieran la máquina a toda velocidad.

—Nadie ha viajado nunca tan rápido —me advirtió el supervisor.

—Bueno, yo lo quiero así —insistí.

En realidad, esta segunda vez tuve la experiencia que deseaba. Es difícil explicarla, pero el pitido me despejó al instante la mente de todo pensamiento y me llevó al interior, como si yo fuera la masa de un agujero negro que desaparece. Entonces escuché un silbido increíble, similar al que hace un fuerte viento al soplar. De repente me sentí como arrastrada por un tornado. En ese momento salí volando de mi cuerpo.

¿Adonde? ¿Adonde fui? Eso es lo que pregunta todo el mundo. Aunque mi cuerpo estaba inmóvil, mi cerebro me llevó a otra dimensión de la existencia, a otro universo. La parte física del ser ya no tiene nada que hacer allí. Como el espíritu que abandona el cuerpo después de la muerte, como la mariposa que sale de su capullo, mi conciencia estaba constituida por energía psíquica, no por mi cuerpo físico.

Después, los científicos que estaban en la sala me pidieron que describiera mi experiencia. Aunque me habría gustado explicar detalles, que sabía eran extraordinarios, no lo logré.

Aparte de decirles que de pronto casi me había desaparecido la obstrucción intestinal, que un disco desplazado en las cervicales se me había colocado en su sitio y que me sentía bien, pues no estaba mareada, cansada ni nada, sólo pude comunicarles que no sabía dónde había estado.

Esa tarde, presa de una extraña sensación y creyendo que tal vez se me habría ido la mano, volví al pabellón de invitados del rancho de Monroe, una cabaña aislada llamada la «Casa del Buho». En cuanto entré, sentí una energía extraña que me convenció de que no estaba sola. Dado que la vivienda estaba aislada y no tenía teléfono, pensé en volver a la casa principal para pasar la noche, o ir a un motel. Pero como creo que no existen las coincidencias, comprendí que me habían puesto allí sola por algún motivo. Me quedé.

A pesar de todos los esfuerzos que hice para permanecer despierta, no tardé en quedarme dormida, y entonces fue cuando comenzaron las pesadillas. Éstas fueron como pasar por mil muertes; me torturaron físicamente. Casi no podía respirar; el dolor y la angustia eran tan agobiantes que ni siquiera tenía fuerzas para gritar o pedir auxilio, aunque nadie me habría oído en todo caso. Durante las horas que duró esto, observé que cada vez que acababa una muerte comenzaba en seguida otra, sin darme opción a cobrar aliento, recuperarme, gritar o prepararme para la siguiente. Mil veces.

Lo entendí claramente. Estaba reviviendo la agonía de todos los pacientes a los que había atendido hasta ese momento, reexperimentando la angustia, la aflicción, el miedo, el sufrimiento, la tristeza, el duelo, la sangre, las lágrimas... todo aquello por lo que habían pasado ellos. Si alguien había muerto de cáncer sentía ese terrible dolor, si alguien había sufrido un infarto, padecía también sus efectos.

Se me concedieron tres respiros. La primera vez pedí el hombro de un hombre para apoyar la cabeza (siempre me había gustado quedarme dormida sobre el hombro de Manny). Pero en el instante en que expresé esa necesidad, una ronca voz masculina respondió: «¡No se te concede!» Esa negativa, expresada en tono tan firme, decidido y sin emoción, no me dio tiempo para hacer otra pregunta. Me habría gustado preguntar «¿Por qué?»; después de todo yo había puesto mi hombro para que se apoyaran en él muchos moribundos. Pero no hubo tiempo, energía ni lugar para hacerla.

El dolor, que me atenazaba como una larga contracción de parto, se agudizó hasta un extremo tal que sencillamente deseé morir. Pero no tuve esa suerte. Ignoro cuánto tiempo pasó hasta que me concedieron un segundo respiro. Entonces pregunté:

—¿Puedo coger la mano de alguien?

Deliberadamente no especifiqué si de hombre o de mujer; no había tiempo para ser tan exigente. Sólo deseaba una mano a la cual cogerme. Pero esa misma voz firme y sin emoción rechazó mi petición:

—¡No se te concede!

No tenía idea de si habría un tercer respiro, pero cuando llegó, y tratando de ser lista, inspiré hondo y me dispuse a pedir que me mostraran la yema de un dedo. ¿Para qué? Bueno, aunque uno no puede cogerse de la yema de un dedo, al menos eso demuestra la presencia de otro ser humano. Pero antes de expresar esa última petición, me dije: «¡Demonios, no! Si no consigo una simple mano para cogerme, no quiero la yema de un dedo tampoco. Prefiero continuar sin ayuda, sola.»

Furiosa y resentida, haciendo acopio de toda la rebeldía de mi voluntad, me dije: «Si son tan tacaños que ni siquiera me dan una mano para cogerme, entonces estaré mejor sola. Por lo menos tendré mi estima y mi dignidad.»

Ésa fue la lección. Tenía que experimentar todo el horror de mil muertes para reafirmar la dicha que vino después.

Repentinamente, pasar por esa terrible prueba se convirtió en cuestión de fe, como ocurre con la vida misma.

Fe en Dios, fe en que jamás El enviaría a nadie algo que no fuera capaz de soportar.

Fe en mí misma, fe en que sería capaz de soportar cualquier cosa que Dios me enviara, que por doloroso y angustioso que fuera, yo sería capaz de pasar por ello.

Tuve la pasmosa sensación de que alguien estaba esperando que dijera algo, que dijera «Sí». Entonces comprendí que lo único que se me pedía, era que dijera «Sí» a eso.

Mis pensamientos volaban. ¿A qué tenía que decir sí? ¿A más angustia? ¿A más dolor? ¿A más sufrimiento sin asistencia?

Fuera lo que fuese, nada podía ser peor que lo que ya había soportado; y continuaba allí, viva, ¿verdad? ¿Otras cien muertes? ¿Otras mil?

Importaba poco. Tarde o temprano eso acabaría. Además, el dolor ya era tan intenso que no lo sentía. Estaba más allá del dolor.

—¡Sí! —grité—¡Sí!

Al instante todo se quedó inmóvil y todo el dolor, angustia y ahogo desaparecieron. Casi totalmente despierta, vi que fuera estaba oscuro. Hice una respiración profunda, la primera completa durante un período de tiempo imposible de precisar, y una vez más miré la noche oscura a través de la ventana. Acostada de espaldas, me relajé, inspiré de nuevo, y entonces comencé a notar algunas cosas peculiares. Lo primero que observé fue que mi abdomen, muy bien delineado pero independiente de los músculos, empezaba a vibrar a una velocidad cada vez más vertiginosa, lo que me indujo a exclamar: «¡Esto no puede ser!»

Pero era, y cuanto más observaba mi cuerpo echado en la cama, más me sorprendía. Cualquier parte del cuerpo que me mirara empezaba a vibrar a esa misma y fantástica velocidad. Las vibraciones lo descomponían todo hasta su estructura más básica, de modo que al mirar cada parte, mis ojos se deleitaban contemplando los miles de millones de moléculas danzantes.

En ese momento comprendí que había salido de mi cuerpo físico y estaba convertida en energía. De pronto vi ante mí muchísimas flores de loto de una belleza increíble. Esas flores se fueron abriendo lentamente, sus colores cada vez más vivos y preciosos, convirtiéndose poco a poco en una sola y enorme flor. Detrás de la flor vi una luz cuya claridad superaba cualquier otra claridad, y que era totalmente etérea; era la misma luz que todos mis pacientes decían haber visto.

Sabía que tenía que pasar por esa flor y fundirme con la luz; esa luz maravillosa me atraía con una fuerza magnética, produciéndome la sensación de que mi fusión con ella sería el fin de un viaje largo y difícil. Sin ninguna prisa, y gracias a mi curiosidad, me solacé en la paz, belleza y serenidad del mundo vibrante. Lo sorprendente es que todavía tenía conciencia de estar en la Casa del Buho, lejos de toda comunicación con otros seres humanos, y todo aquello donde se posaban mis ojos vibraba, las paredes, el techo de la habitación, las ventanas, los árboles del extenor.

Mi visión se expandió, abarcando kilómetros y kilómetros, permitiéndome verlo todo, desde un tallo de hierba a una puerta de madera, en su estructura molecular natural, en sus vibraciones. Con inmensa reverencia y respeto observé que todo tiene vida, divinidad. Mientras tanto, continuaba avanzando por la flor en dirección a la luz. Finalmente me fusioné con ella, me hice una con el calor y el amor. Un millón de orgasmos eternos no bastan para describir la sensación de amor, de bienestar y cariñosa acogida que experimenté. Entonces oí dos voces. La primera fue la mía, que dijo: «Soy aceptable para Él.» La segunda voz, que venía de otra parte y que para mí fue un misterio, dijo: «Shanti Nilaya.»

Esa noche, antes de quedarme dormida, supe que despertaría antes de la salida del sol, me pondría unas sandalias Birkenstock y una túnica que hacía semanas llevaba en la maleta pero no me había puesto nunca. Esa túnica, tejida a mano, la había comprado en el muelle de pescadores de San Francisco; cuando la vi tuve la impresión de haberla usado anteriormente, tal vez en otra vida, así que comprarla fue para mí algo así como recuperarla.

A la mañana siguiente todo ocurrió como lo había imaginado. Cuando iba por el sendero hacia la casa de Monroe, continué viendo vibrar todas las cosas en su estructura molecular, las hojas, las mariposas y las piedras. Fue la sensación de éxtasis más maravillosa que un ser humano puede experimentar. Me sentía tan invadida por un respeto reverencial hacia todo lo que me rodeaba, y de amor por todo lo que vive que, como cuando Jesús caminó por encima del agua, caminé por encima de las piedrecillas del camino tan inmersa en mi estado de felicidad que les decía: «No debo pisaros, no debo haceros daño.»

Poco a poco, a lo largo de varios días, fue disminuyendo ese estado de gracia. Me resultó muy difícil volver a los quehaceres cotidianos y conducir el coche, cosas que me parecían triviales después de esa experiencia. Muy pronto me dirían el significado de Shanti Nilaya y también que toda esa experiencia tenía por finalidad darme la Conciencia Cósmica, es decir, la conciencia de la vida que hay en todos los seres vivos. Hasta ahí, todo bien. ¿Pero qué más? ¿Tendría que pasar por otra separación dolorosa prácticamente sin ayuda de ningún ser humano hasta que encontrara mis propias respuestas y un nuevo comienzo?

Unos meses más tarde viajé al condado Sonoma de California para dirigir un seminario. Allí comencé a obtener respuestas. Pero estuve a punto de tomar una decisión con la que me habría perdido la oportunidad de comprender. El médico —que había accedido a atender a los enfermos terminales que asistirían al seminario a cambio de que yo diera una conferencia en un congreso de Psicología Transpersonal que él había organizado en Berkeley— canceló su participación en el último momento. Lógicamente, después de dar yo sola el fatigoso seminario supuse que ya no tenía ninguna obligación para con él.

Pero el viernes, cuando se marchó el último de los participantes en mi seminario, mi amigo me llamó para decirme que varios cientos de personas se habían apuntado para asistir a mi conferencia. Durante el trayecto a Berkeley trató de animarme repitiéndome lo del tremendo entusiasmo con que esperaban mi charla. Pero la verdad es que el seminario me había dejado tan agotada que no logró contagiarme ese entusiasmo, además de que no tenía la menor idea de qué iba a decirles a esas personas tan cultas y evolucionadas que asistirían al congreso. Pero cuando me encontré en la sala ante el público, supe que tenía que hablar de lo que había experimentado en el rancho de Monroe. Alguno de los presentes me lo explicaría.

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