—Tengo noticias decepcionantes para ti. Tu marido Finister gastó la mayor parte de su oro acumulado en la taberna. Con el resto compró un broche de amatista para una mujer llamada Varletta.
La noticia de las notables habilidades de Cugel se difundió rápidamente, y el negocio empezó a florecer. Poco antes del mediodía, una robusta mujer, con capucha y velo, se acercó a la barraca, pagó sus tres terces y preguntó con una voz extrañamente aguda y ronca a la vez:
—¡Léeme mi fortuna!
Cugel corrió las cortinas y consultó al camarero, que se hallaba desconcertado.
—No conozco a ésa, no puedo decirte nada.
—No importa —dijo Cugel—. Mis sospechas han sido verificadas.
Apartó a un lado la cortina.
—Los portentos no están claros y me niego a aceptar tu dinero. —Cugel devolvió los tres terces—. Pero puedo decirte esto: eres persona de carácter dominante y no excesiva inteligencia. ¿Qué se abre ante ti? ¿Honores? ¿Un largo viaje fluvial? ¿La venganza de tus enemigos? ¿Riqueza? La imagen está distorsionada; podría estar leyendo mi propio futuro.
La mujer arrancó sus velos y se irguió, revelando al nolde Huruska.
—Maestro Cugel, tienes realmente suerte de haberme devuelto mi dinero, o de otro modo te hubiera detenido por prácticas engañosas. De todos modos, considero tus actividades perjudiciales y contrarias al interés público. Gundar es un rugir a causa de tus revelaciones; no harás más. Retira tu cartel, y da las gracias de haber escapado tan fácilmente.
—Me alegrará cerrar la empresa —dijo Cugel con dignidad—. El trabajo es agotador.
Huruska se alejó a grandes zancadas. Cugel partió sus ganancias con el camarero, y se separaron con un espíritu de satisfacción mutua.
Cugel cenó de lo mejor que podía ofrecerle la posada, pero más tarde, cuando fue a la taberna, descubrió una evidente falta de amistosidad entre los clientes, y finalmente se fue a su habitación.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, una caravana de diez carromatos llegó a la ciudad. La carga principal parecía ser un grupo de diecisiete hermosas doncellas, que ocupaban dos de los carromatos. Otros tres carros servían de dormitorios, mientras los restantes cinco estaban cargados con artículos diversos, baúles, balas y cajas. El maestro caravanero, un hombre corpulento de mediana edad con largo pelo castaño y sedosa barba, ayudó a su deliciosa carga a bajar al suelo y luego la condujo a la posada, donde Maier sirvió a las muchachas un abundante desayuno de gachas de especias, conserva de membrillo y té.
Cugel observó el grupo mientras comía, y reflexionó que un viaje a casi cualquier destino en tal compañía tenía que ser a todas luces un viaje agradable.
Apareció el nolde Huruska, y fue a presentar sus respetos al jefe de la caravana. Los dos hombres conversaron amigablemente durante cierto tiempo, mientras Cugel aguardaba impaciente.
Al fin Huruska se fue. Las doncellas, tras terminar de comer, salieron a pasear por la plaza. Cugel se dirigió a la mesa donde se sentaba el jefe de la caravana.
—Señor, me llamo Cugel, y me gustaría intercambiar unas palabras contigo.
—¡Por supuesto! Siéntate, por favor. ¿Quieres un vaso de este excelente té?
—Gracias. Antes que nada, ¿puedo preguntar cuál es el destino de tu caravana?
El jefe de la caravana mostró sorpresa ante la ignorancia de Cugel.
—Nos encaminamos a Lumarth; ésas son las «Diecisiete Vírgenes de Symnathis», que tradicionalmente honran el Gran Desfile.
—Soy extranjero en esta región —explicó Cugel—. Por eso no sé nada de las costumbres locales. En cualquier caso, yo también me dirijo a Lumarth, y me encantará viajar con tu caravana.
El jefe de la caravana asintió, afable.
—A mí me encantará tenerte con nosotros.
—¡Excelente! —dijo Cugel—. Entonces, todo está arreglado.
El jefe de la caravana se mesó la sedosa barba castaña.
—Debo advertirte que mis tarifas son un poco mas altas de lo habitual, debido a las comodidades adicionales que me veo obligado a proporcionar a esas diecisiete exigentes doncellas.
—Por supuesto —dijo Cugel—. ¿Cuánto pides?
—El viaje ocupa la mayor parte de diez días, y mi tarifa mínima es de veinte terces al día, o sea que el total es de doscientos terces, más un suplemento de veinte terces por el vino.
—Esto es mucho más de lo que puedo permitirme —dijo Cugel con voz desanimada—. En estos momentos dispongo solamente de un tercio de esta suma. ¿Hay alguna forma en que pueda ganarme mi pasaje?
—Desgraciadamente no —dijo el jefe de la caravana—. Esta misma mañana el puesto de guardia armado, que además de viajar gratis recibe un pequeño estipendio, estaba vacante, pero Huruska el nolde, que desea visitar Lumarth, ha aceptado servir como tal, y el puesto ha quedado ocupado.
Cugel emitió un sonido decepcionado y alzó los ojos al cielo. Cuando finalmente pudo hablar de nuevo dijo:
—¿Cuándo piensas marchar?
—Mañana al amanecer, con absoluta puntualidad. Lamento no tener el placer de tu compañía.
—Comparto la tristeza —dijo Cugel. Volvió a su mesa y se sentó, meditabundo. Finalmente fue a la taberna, donde se jugaban varias partidas de cartas. Cugel intentó unirse a alguna de ellas, pero en cada ocasión se vio rechazado. Regresó de un humor taciturno al mostrador, donde Maier estaba desembalando una caja de jarras de arcilla. Cugel intentó iniciar una conversación, pero Maier no podía desentenderse de sus ocupaciones.
—El nolde Huruska parte de viaje y esta noche sus amigos celebrarán la ocasión con una fiesta de despedida, para la que debo efectuar cuidadosos preparativos.
Cugel llevó una jarra de cerveza a un lado y se dedicó a reflexionar. Al cabo de unos momentos salió por la puerta de atrás y examinó el lugar, que por aquella parte dominaba el río Isk. Cugel bajó hasta el borde del agua y descubrió un muelle en el que los pescadores amarraban sus chalanas y secaban sus redes. Cugel miró a ambos lados del río, luego regresó sendero arriba hasta la posada, donde pasó el resto del día contemplando a las diecisiete doncellas mientras paseaban de un lado a otro de la plaza o bebían té de lima dulce en el jardín de la posada.
El sol se puso; un ocaso color vino rancio fue oscureciéndose hasta convertirse en noche. Cugel hizo sus preparativos, que no le llevaron demasiado tiempo, puesto que la esencia de su plan residía en su simplicidad.
El jefe de la caravana, cuyo nombre, supo Cugel, era Shimilko, reunió a su exquisita compañía para la cena, luego condujo atentamente a sus protegidas a los carromatos dormitorio, pese a las muecas y protestas de quienes deseaban que se quedaran en la posada y disfrutaran de las festividades de la velada.
En la taberna había empezado ya la fiesta de despedida en honor de Huruska. Cugel se sentó en un rincón oscuro y finalmente llamó la atención del sudoroso Maier. Extrajo tres terces.
—Admito que me he mostrado ingrato con Huruska —dijo—. Ahora deseo expresarle mis buenos deseos…, pero bajo un absoluto anonimato. Cada vez que Huruska termine una jarra de ale, quiero que coloques otra llena ante él, para que durante la velada esté incesantemente feliz. Si pregunta quién le invita, sólo tienes que responderle: «Uno de tus amigos desea rendirte tributo.» ¿Está claro?
—Muy claro, y haré como dices. Es un gesto de buen corazón, que Huruska apreciará.
La velada prosiguió. Los amigos de Huruska cantaron canciones alegres y propusieron una docena de brindis, a todos los cuales se unió Huruska. Tal como Cugel había pedido, cada vez que Huruska terminaba una jarra de cerveza le era colocada otra delante, y Cugel se maravilló de la capacidad de los depósitos internos del hombre. Finalmente Huruska se vio en la obligación de disculparse unos momentos. Se dirigió tambaleante hacia la salida de atrás y se dirigió hacia el muro de piedra al que se había practicado un agujero que daba abajo, para conveniencia de los clientes de la taberna.
Mientras Huruska se inmovilizaba frente al muro, Cugel avanzó a sus espaldas y le arrojó una red de pescador a la cabeza, tras lo cual pasó expertamente un lazo en torno a sus recios hombros, seguido por otras vueltas y lazos. Los aullidos de Huruska fueron ahogados por la canción que en aquellos momentos estaban cantando a voz en grito todos sus compañeros en su honor.
Cugel arrastró el maldicente bulto sendero abajo hasta el muelle, lo hizo rodar y lo metió en una chalana. Soltó la amarra, y empujó la chalana a la corriente del río.
—Al menos —se dijo Cugel a si mismo— dos partes de mi profecía se han revelado exactas: Huruska ha sido homenajeado en la taberna, y ahora está a punto de gozar de un viaje fluvial.
Regresó a la taberna, donde la ausencia de Huruska había sido finalmente observada. Maier expresó la opinión de que, en previsión de la temprana partida del día siguiente, Huruska se había retirado prudentemente a la cama, y todos concedieron que aquél era sin duda el caso.
A la mañana siguiente, Cugel se levantó una hora antes del amanecer. Tomó un desayuno rápido, pagó a Maier su cuenta, luego acudió a donde Shimilko preparaba su caravana.
—Traigo noticias de Huruska —dijo—. Debido a una desafortunada serie de circunstancias personales, se ve imposibilitado de hacer el viaje, y me ha rogado que ocupe el puesto para el que le contrataste.
Shimilko agitó sorprendido la cabeza.
—¡Una verdadera lástima! ¡Ayer parecía tan entusiasmado! Bien, debemos ser flexibles, y puesto que Huruska no puede unirse a nosotros, me complazco en aceptarte a ti en su lugar. Tan pronto como partamos, te instruiré en tus obligaciones, que son muy simples. Deberás montar guardia por la noche y descansar durante el día, aunque en caso de peligro, naturalmente, espero que te unas a la defensa de la caravana.
—Son obligaciones que entran de lleno en mis competencias —dijo Cugel—. Estoy listo para partir cuando tú digas.
—Apenas salga el sol —declaró Shimilko— emprenderemos el camino hacia Lumarth.
Diez días más tarde la caravana de Shimilko cruzó el paso de Methune, y el gran valle de Coram se abrió ante ellos. El caudaloso Isk serpenteaba a uno y otro lado, reflejando su cobriza superficie; a lo lejos se divisaba la enorme y oscura masa del bosque de Draven. Más cerca, cinco domos que brillaban nacarados señalaban el emplazamiento de Lumarth.
Shimilko se dirigió a todos:
—Ahí abajo se alza lo que queda de la antigua ciudad de Lumarth. No os dejéis engañar por los domos; señalan los templos que en su tiempo fueron consagrados a los cinco demonios Yaunt, Jastenave, Phampoun, Adelmar y Suul, y que fueron conservados durante las guerras sampathisicas.
»La gente de Lumarth es distinta a toda la demás que hayáis conocido. Muchos son pequeños brujos, aunque Chaladet, el Gran Teócrata, ha prohibido la magia dentro del recinto de la ciudad. Podéis imaginar que esa gente es lánguida y triste y está como embotada por el exceso de sensaciones, y habréis acertado. Todos son obsesivamente rígidos con respecto al ritual, y todos se adscriben a la Doctrina del Altruismo Absoluto, que los impele a la virtud y a la benevolencia. Por esta razón son conocidos como la «Gente Amable». Una última palabra con respecto a nuestro viaje, que afortunadamente ha transcurrido sin incidentes indeseados. Los conductores han cumplido su trabajo con habilidad; Cugel nos ha protegido vigilante por las noches, y me siento complacido. Así pues: ¡adelante hacia Lumarth, y que la discreción meticulosa sea el lema!
La caravana siguió un estrecho sendero hacia el fondo del valle, luego avanzó por una avenida empedrada que cruzaba por debajo de un arco de enormes mimosas negras.
En un ruinoso portal que se abría a la plaza, la caravana fue recibida por cinco hombres altos con túnicas de seda bordada y tocados con la doble corona de los thuristas corameses que les concedía una impresionante dignidad. Los cinco hombres eran muy parecidos entre sí, con piel pálida casi transparente, afiladas narices de alto puente, miembros delgados y pensativos ojos grises. Uno de ellos, que llevaba una espléndida túnica amarillo mostaza, carmesí y negra, alzó los dedos en un calmado saludo.
—Amigo Shimilko, has llegado bien con tu bendecida carga. Hemos sido bien servidos, y nos sentimos complacidos por ello.
—El Lirrh-Aing es tan tranquilo que casi resulta aburrido —dijo Shimilko—. A decir verdad, fui afortunado al conseguir los servicios de Cugel, que nos guardó tan bien durante la noche que nunca vimos interrumpido nuestro sueño.
—¡Bien hecho, Cugel! —dijo el thurista jefe—. A partir de aquí nosotros nos haremos cargo de las preciosas doncellas. Mañana puedes presentar tu cuenta al tesorero. La Posada del Viajero está ahí abajo, y os recomiendo sus comodidades.
—¡Eso pensábamos hacer! Todos nos sentiremos un poco mejor tras unos días de descanso.
Sin embargo, Cugel decidió no ceder a la tentación. En la puerta de la posada le dijo a Shimilko:
—Aquí nos separamos, porque yo debo proseguir mi viaje. Los asuntos me presionan, y Almery está todavía muy lejos al oeste.
—¡Pero tu estipendio, Cugel! Debes aguardar al menos hasta mañana, cuando haya podido cobrar del tesorero. Hasta entonces no tendré fondos.
Cugel dudó, pero finalmente decidió quedarse.
Una hora más tarde un mensajero entró en la posada.
—Maestro Shimilko, se solicita que tú y tu compañía os presentéis inmediatamente ante el Gran Teócrata para un asunto de suma importancia.
Shimilko alzó la vista, alarmado.
—¿De qué se trata?
—Se me ha prohibido decir más.
Con semblante taciturno, Shimilko condujo a sus hombres al otro lado de la plaza, a la logia delantera del viejo palacio, donde Chaladet estaba sentado en un masivo sillón. A ambos lados se alineaba el Colegio de Thuristas, y todos miraban a Shimilko con expresión sombría.
—¿Qué significa esta convocatoria? —inquirió Shimilko—. ¿Por qué me miras con tanta gravedad?
—Shimilko —dijo el Gran Teócrata con voz profunda—, las diecisiete doncellas traídas por ti desde Symnathis hasta Lumarth han sido examinadas, y lamento decir que de las diecisiete, sólo dos pueden ser clasificadas como vírgenes. Las restantes quince han sido sexualmente desfloradas.
La consternación casi impidió hablar a Shimilko.
—¡Imposible! —barbotó—. En Symnathis tomé las más elaboradas precauciones. Puedo mostrarte tres documentos separados certificando la pureza de cada una de ellas. ¡No puede haber ninguna duda! ¡Estás en un error!