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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (105 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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La voz de Esther interrumpió el diálogo de los dos hombres.

—He escuchado lo que estáis diciendo y pienso que tal vez sería una buena opción salir de aquí ahora e irnos al Esplendor. La casa está muy alejada de la aljama, una llave está oculta en una de las macetas del jardín que se encuentra junto a la primera columna del porche. Siendo aquél un barrio cristiano no es fácil que nos busquen, entre otras cosas porque las gentes saben que la alquería está vacía y además porque, al igual que los chacales, están encelados con la rapiña de los deshechos más próximos y éstos son los restos de la judería. Habremos de entrar de noche y una vez dentro ni asomarnos ni hacer el menor ruido hasta que decidáis partir. Además, Simón, os lo ruego, no lo quisiera hacer sin saber lo que haya podido ocurrirles a Gedeón y a Rubén, mi marido, que al entender que me avine a ser su esposa porque creí que habíais muerto, me ha permitido recobrar mi libertad. Siempre fue bueno conmigo, al fin es el padre de mis hijos y tiene derecho a despedirse de los niños y, si cabe, a saber cuándo y cómo vamos a viajar. En cuanto al viejo criado, estuvo en la casa de mi padre desde que tengo uso de razón. Ambos merecen que me preocupe de saber cuál ha sido su suerte, amén de que si podemos demorar un día nuestro exilio partiremos hacia él en mejores condiciones.

—No quiero ser agorero, pero creo que las noticias que podamos obtener de lo ocurrido en la judería van a ser escalofriantes y no solamente al respecto de Rubén y de vuestro criado sino de todas las familias que la poblaban.

—Entendedlo, Simón, quiero tener la certeza. Rubén ha sido mi esposo durante siete años y me ha dado dos hijos. Si os dijera que su suerte me es indiferente, os mentiría. Si Adonai hiciera posible que hubiera salvado la vida, junto con mi buen Gedeón, y que escapando de aquí pudiera seguir ejerciendo su rabinato en otra ciudad, daría por bien empleado todo lo que hemos pasado y me consideraría una mujer afortunada.

Myriam intervino:

—Ha sido terrible todo lo ocurrido, no alojéis en vuestro corazón vanas esperanzas, amiga mía, la sinagoga estaba en llamas, no creo que nadie haya salido con vida de aquella hoguera.

Un silencio se instaló entre los presentes, interrumpido únicamente por los sollozos de la pequeña Raquel que lloraba de hambre.

—Amo, lo que haya que hacer hay que hacerlo pronto.

Simón reflexionó unos momentos.

—¡Ea!, la suerte está echada. Domingo, vos y yo vamos a salir, antes de que amanezca, a buscar las cabalgaduras y las traeremos a la puerta del figón. Aquí os recogeremos y partiremos hacia el Esplendor. Al regreso intentaremos traer algo de leche para la niña. Cerrad la puerta y no abráis a nadie hasta nuestro regreso; el perro quedará aquí, él será vuestro guardián aunque nadie ha de venir a estas horas a indagar nada.

Los hombres se despidieron y, cerrando la puerta tras ellos, Myriam pasó el cerrojo.

La posada estaba prácticamente vacía y los pocos huéspedes que en ella se alojaban permanecían encerrados en sus habitaciones esperando que aquella noche terrible escampara. Gritos lejanos se percibían de la parte de la posada que daba a la aljama, pese a que todas las ventanas de aquel lienzo de pared estaban cerradas. Simón y Seis ganaron la calle. Unas sombras fugitivas envueltas en capas se desplazaban por el barrio cristiano yendo y viniendo a sus afanes, no queriendo participar en la ordalía que se estaba llevando a cabo al otro lado de la muralla.

En dos pasos llegaron a las cuadras.

—En tanto yo enjaezo los caballos, id vos al mozo a ver si os vende un cuenco de leche. Me pareció ver, cuando arreglamos nuestro negocio, que al fondo del establo pesebreaban dos vacas lecheras.

Domingo ni replicó, y en cuanto pisó las losas de la cuadra, se dirigió al muchacho que, sentado en un pequeño taburete de ordeñar de tres patas, estaba precisamente desempeñando tal cometido con las manos metidas en las ubres de una de las rumiantes. Simón, en tanto, comenzó a colocar bridas, cinchas, cabezales y francaletes en las cabalgaduras. Al poco, Seis regresó con un cuenco de loza rebosante del blanco líquido en precario equilibrio entre sus inmensas manos, y, dejándolo en lo alto de una madera, comenzó a ayudar a su amo en tanto decía:

—No me ha querido cobrar nada.

Acabaron la tarea y, con las cabalgaduras arreadas, partieron hacia la puerta de la posada, llevando Domingo la brida de las tres y Simón el cuenco en precario equilibrio. En llegando a ella las amarraron a la barra que, para tal menester había en la entrada y quedando el gigante de guardia, subió Simón, llevando la vasija de leche, a buscar a las mujeres.

A través de la puerta pudo percibir Simón el ahogado llanto de la criatura que no es que no pudiera despertar a algún huésped si no que, aquella noche, nadie, por hecho tan baladí, se animaba a abandonar sus habitaciones.

Llamó con los nudillos suavemente y al punto, en el arrastrar de pies, notó Simón que alguien estaba tras la puerta.

Un breve y silente «Soy yo, abrid» y Myriam abría la cancela.

Benjamín había despertado ya totalmente y con sus inmensos ojos devoraba a su madre charlando sin tregua. En el otro catre el ama intentaba acunar a la niña. Simón alargó el cuenco a Sara y ésta al instante, dejándolo sobre la mesilla que separaba ambos lechos, empapó la punta de un pañuelo en el blanco líquido y lo introdujo entre los labios de la pequeña que al instante silenció su llanto comenzando a mamar.

—¿Y Domingo? —demandó Myriam.

—Está abajo con los animales. Todo está preparado.

Esther había puesto directamente el tazón en los labios de su hijo y éste, a su vez, bebía calmando su sed y su apetito. Pasó un tiempo y cuando los niños estuvieron saciados y el silencio reinaba de nuevo, habló Simón:

—Hemos de partir sin demora, de no hacerlo de inmediato las calles se llenarán de gentes y el peligro será mucho mayor.

Rápidamente los conjurados se pusieron en marcha. La intención de Simón era regresar al día siguiente para recoger el grueso de sus pertenencias y pagar al casero; de esta manera se podría enterar de la gravedad de los sucesos acaecidos durante la noche y en qué había quedado el asalto de la judería. Luego se dirigiría donde anclaba la nao en la que pensaba embarcarse para ir hasta Sanlúcar y ajustaría precio, hora de embarque y condiciones para, al anochecer del día siguiente, aprovechar las sombras del crepúsculo y la subida de la marea, y así iniciar el camino de la salvación.

Simón encabezaba la marcha. En el tablero del vigilante, aquella noche imprevisible, no había nadie. Ganaron la calle y al poco cabalgaban los siete, bordeando los jardines del alcázar, hacia la salida de la puerta de Jerez para, dando un rodeo, llegar hasta el río. A la grupa del corcel de Simón iba Esther, llevando acunada a la pequeña Raquel en su brazo izquierdo, en tanto con el diestro se sujetaba a la cintura de éste. Tras de Seis en el inmenso garañón, cabalgaba Myriam y a horcajadas ante el gigante lo hacía Benjamín, con esa maravillosa cualidad de abstracción que tienen los niños, olvidado el inmenso peligro corrido y completamente despejado, sujetando con sus manitas las riendas, creyendo que él era quien gobernaba al gran caballo y viviendo intensamente aquella aventura. Atada al caballo iba la mula y sobre las alforjas iba montada una Sara transida por el dolor y sabiendo que, a su edad, nunca más se reharía de aquel segundo destierro, y correteando entre los pies de los caballos trotaba inquieto
Peludo,
intuyendo que se dirigían al campo.

La caravana se dirigió al Esplendor. Muchas eran las gentes que en aquellos días se movían por los márgenes del gran río, ya que la temporada que el Mediterráneo habría sus rutas a la navegación estaba a punto de comenzar, de manera que nadie reparó en aquel grupo que de aquella guisa se desplazaba por aquellos andurriales. El camino estaba expedito y al poco apareció ante sus ojos la visión de la cuadrada construcción. En llegando junto a la puerta de detrás, y luego de descabalgar a Myriam y al niño, en tanto Simón ayudaba a Esther y a la vieja sirvienta, Seis tomó una manta de la alforja del mulo y, luego de encaramarse en un poyete de piedra que marcaba una de las esquinas de la tapia, la lanzó doblada sobre la misma, cubriendo de esta manera el filo de vidrios de colores que la coronaba para impedir que los intrusos ganaran el jardín. Luego, con una poderosa contracción de sus brazos, se alzó sobre el muro y saltó al otro lado. Una vez dentro, se avivó para saltar el cerrojo de la portezuela y, abriéndola, dejó el paso franco para que aquel grupo de angustiadas personas ganaran la seguridad de las recias paredes que circunvalaban el jardín de la quinta, entrando en él junto a sus caballerías.

—Estáis sangrando —comentó Myriam observando que del antebrazo de Domingo manaba abundante sangre.

—No es nada, ha sido con los vidrios de la tapia.

—Luego os curaré.

—No hará falta.

—Es lo menos que podemos hacer por vos tras salvarnos la vida.

Pese a las terribles condiciones en las que se habían visto inmersos aquella noche, Simón, viendo un brillo especial en los ojos de la mujer, pensó que tal vez el amor naciera en las más extrañas e impensables circunstancias y se alegró, si tal ocurriera, por su amigo, que en la vida había gozado de la alegría de ser amado por una muchacha.

Encontrada la llave en la maceta, entraron en la casa, dejando al perro en el exterior y a las cabalgaduras apañadas en las cuadras en las que aún se hallaban sacos de forraje. Tantas emociones habían hecho mella en todo el grupo y, tras organizarse, se dispusieron a descansar. La luz ya se filtraba a través de las tapadas ventanas y la rosada aurora, como todos los días, insensible a los avatares de aquella jornada, aparecía en el horizonte.

Esther no se quiso separar de su hijo y se acostó con él en la gran cama adoselada del dormitorio principal. Sara se dispuso a ocupar la que siempre había sido su estancia en el segundo piso y se encaminó a ella con la niña en brazos para que, si llorara, no despertase a su madre, y Myriam se instaló en uno de los aposentos habilitados para los huéspedes. Simón hizo un aparte con Seis.

—Domingo, es prudente que nos repartamos la vigilancia y que ambos hagamos turnos en el jardín. Si te cuadra, yo vigilaré en primer lugar durante cuatro horas, seguidamente tú me sustituirás para que pueda dormir algo. Luego, cuando me despierte y las mujeres lleven ocho horas descansando, proyectaremos lo que convenga hacer, aunque creo que ya lo tengo.

—No estoy cansado amo, dejadme a mí la primera guardia,
Peludo
y yo nos ocuparemos de ello y en tanto buscaré en el huerto si hay alguna fruta o verdura que podáis comer cuando os despertéis, o si éste —señaló al perro— levanta la pista de algún conejo.

—Me parece bien si así lo quieres. Mira lo que he pensado: cuando salga el día regresaremos a ver en qué ha quedado todo, recogeremos nuestras pertenencias en la posada y luego volverás aquí mientras que yo me acerco al fondeadero de Triana para ver de localizar al capitán del bajel, el fenicio aquel con el que acordé el viaje hasta Sanlúcar, y decirle que las condiciones y los pasajeros van a ser otros y en caso que no se avenga, encontrar otra nao que nos acomode para poder partir a cualquier puerto del Mediterráneo.

—Id tranquilo a descansar, que nadie perturbará vuestro reposo si el perro y yo quedamos fuera.

Simón, sin saber bien por qué en aquel preciso momento, echó los brazos al cuello del gigante y añadió:

—No sale ni un día el sol sin que dé gracias a Yahvé de que me encontraras en aquel bosque. A nadie he conocido más fiel ni más desinteresado, y jamás pude hacer mejor negocio que empeñar mi palabra con tu abuela cuando me pidió que me ocupara de ti. En verdad, el que se ha ocupado de mí has sido tú, ¡tu Dios o mi Adonai te bendigan siempre!

Domingo se apartó de él suavemente y respondió:

—Con vos aprendí hasta a hablar, sois todo lo que tengo en este mundo y nadie me lo va a arrebatar, ni moros ni cristianos.

Y diciendo esto último, el gigante, seguido del perro, se dirigió al jardín.

Simón se fue a asomar al dormitorio de Esther por ver si ésta y el niño ya descansaban antes de echarse un rato en el diván del salón, cuando se topó, al pie de la escalera, con Myriam que, portando en sus manos una escudilla llena de un líquido que olía a desinfectante y en su antebrazo derecho un paño de lino, se dirigía al jardín.

—¿Adónde vais a esta hora?

—Vuestro amigo tiene una fea herida en un brazo. Justo es que me afane algo por él cuando él tanto se ha ocupado de nosotros.

Y sin nada más añadir, la hermosa mujer traspasó la gruesa puerta empujándola con el pie.

Cuando Seis despertó a Simón, habían transcurrido más de cuatro horas y la luz del día había vencido a las tinieblas de aquella terrible noche. Simón retiró el paño que cubría la ventana de la gran pieza y divisó con horror que una gran nube de hollín y ceniza flotaba sobre el cielo sevillano, cubriéndolo todo a la vez que el viento empujaba un repugnante y dulzón olor a madera y cuero quemados invadiendo su olfato.

Al lado de Domingo se veía en el suelo una cesta llena de verduras del huerto y una gallina con el cuello roto. Al ver que Simón la observaba, Seis se justificó:

—Es todo lo que había, para hacer un buen puchero ya nos alcanza.

—Está muy bien, Domingo. Cuando vuelva de Sevilla veré de traer algo de víveres por si hemos de demorarnos más de lo planeado.

—Querréis decir, «cuando volvamos de Sevilla».

—No, Seis, lo he meditado bien. No quiero dejar aquí a las mujeres indefensas sin nadie que cuide de ellas. Es mejor que te quedes. Yo regresaré a Sevilla, veré lo que ha ocurrido, recogeré nuestro equipaje del figón y tras de ir a buscar al fenicio que me arrendó su nao y pactar las condiciones del viaje, regresaré aquí.

—No sé qué deciros, si malo es que queden solas peor es que vos partáis hacia aquel infierno sin llevarme a mí.

—No te preocupes, me sabré cuidar bien y desde luego estaré más tranquilo sabiendo que te quedas.

—Llevaos a
Peludo,
os puede prestar mejor servicio a vos que a mí.

—No, es mejor que se quede. Si he de entrar en la judería y volver por la ventana más será un estorbo que una ayuda. Pero ahora descansa un rato, que llevas sin dormir casi dos días.

—No voy a poder pegar ojo, amo. Hay mucho que hacer, idos ya, que contra antes partáis antes estaréis de vuelta.

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