La sangre de los elfos (21 page)

Read La sangre de los elfos Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La sangre de los elfos
11.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero volvía. Volvía en pensamientos, en sueños. Cintra. El trápala de los caballos y los gritos salvajes, los cadáveres, el incendio... Y el caballero negro con el yelmo emplumado... Y luego... La palloza de los Tras Ríos... La chimenea llena de hollín entre los rescoldos... Al lado, junto a un pozo intacto, un gato negro se lame una terrible quemadura en el costado. Un pozo... Un cigoñal... Un cubo...

Un cubo lleno de sangre.

Ciri se limpió el rostro, miró su mano, asombrada. La mano estaba mojada. La muchacha se sorbió la nariz, se enjuagó las lágrimas con la manga.

¿Neutralidad? ¿Indiferencia?
Daban ganas de gritar.
¿Un brujo contemplando indiferente? ¡Nunca! Un brujo ha de proteger a la gente. De las silvias, vampiros, lobizones. Y no sólo. Ha de protegerlos de todo mal. Y yo en los Tras Ríos vi lo que era el mal.

Un brujo tiene que proteger y salvar. Proteger al hombre, para que no lo cuelguen por las manos de los árboles, no lo claven en un palo. Proteger a la muchacha rubia para que no la crucifiquen entre estacas clavadas en la tierra. Proteger a los niños para que no los degüellen y los echen a un pozo. Protección se merece incluso el gato con las quemaduras causadas por el incendio del establo. Por eso quiero ser bruja, por eso tengo una espada, para proteger a aquéllos como los de Sodden y Tras Ríos, porque ellos no tienen espada, no conocen los pasos, las medias vueltas, los requiebros y piruetas, nadie les enseñó a luchar, están indefensos y desarmados contra el lobizón y el desertor nilfgaardiano. A mí me enseñan a luchar. Para que pueda defender a los desarmados. Y lo haré. Siempre. No voy a ser nunca neutral. Nunca voy a ser indiferente
.

¡Nunca!
.

No supo qué fue lo que la advirtió, si el súbito silencio que cayó sobre el bosque como una sombra fría, o un movimiento captado con el rabillo del ojo. Pero reaccionó como un relámpago, automáticamente, con un reflejo adquirido y aprendido en los montes de Tras Ríos, entonces, cuando al escapar de Cintra competía con la muerte. Cayó al suelo, se introdujo entre unos matorrales de enebro y quedó inmóvil.
Ojalá el caballo no relinche
, pensó.

En la pendiente contraria de la garganta algo se movió de nuevo, distinguió una silueta apenas vislumbrada que se disolvía entre la hojarasca. El elfo salió de la maleza con precaución. Se quitó la capucha de la cabeza, miró a su alrededor un momento, escuchó, luego en silencio y con rapidez se movió por el borde de la garganta. Siguiéndole aparecieron otros dos entre los arbustos.

Y luego aparecieron los siguientes. Muchos. Una larga fila, unos detrás de otros. Alrededor de la mitad de ellos iba a caballo: cabalgaban lentos, erguidos en sus sillas, tensos, alerta. Durante un segundo los vio a todos clara y precisamente, mientras avanzaban en absoluto silencio recortados contra el cielo, como clara brecha en la pared de árboles antes de desaparecer disueltos en la centelleante sombra de la espesura. Desaparecieron sin susurros ni chasquidos, como espíritus. No patearon ni bufaron los caballos, no crujieron las ramas bajo pie o herradura alguna. No tintinearon las armas que llevaban colgadas.

Desaparecieron, pero Ciri no se movió. Yació aplastada contra la tierra bajo el enebro, intentando respirar sin ruido. Sabía que un pájaro asustado o alguna otra bestia podía traicionarla, y a un pájaro o un animal podía asustarlos cada susurro y cada movimiento, incluso el más cauteloso. Se levantó solamente cuando el bosque se había tranquilizado completamente y en los árboles por entre los que los elfos habían desaparecido chillaban las urracas.

Se levantó sólo para verse encerrada entre unos fuertes brazos. Un guante de cuero negro le cubrió la boca, ahogó su grito de miedo.

—Silencio.

—¿Geralt?

—Silencio, te he dicho.

—¿Los has visto?

—Los he visto.

—Son ellos... —susurró—. Scoia'tael. ¿No?

—Sí. Rápido, a los caballos. Cuidado con los pies.

Cautelosamente y en silencio bajaron del montículo, pero no volvieron al camino, se mantuvieron en la espesura. Geralt, que miraba a todos lados con extrema atención, no le permitió cabalgar libremente y mantuvo en sus manos las riendas de su alazán, conduciéndolo él mismo.

—Ciri —dijo de pronto—. No digas ni palabra acerca de lo que hemos visto. Ni a Yarpen ni a Wenck. A nadie. ¿Me entiendes?

—No —rebufó, bajando la cabeza—. No entiendo. ¿Por qué voy a tener que callar? Pero si hay que advertirlos. ¿A favor de quién estamos nosotros? ¿Contra quién?

¿Quién es nuestro amigo y quién nuestro enemigo?

—Mañana nos separaremos del convoy —dijo al cabo—. Triss ya está casi recuperada. Nos despediremos y cabalgaremos nuestro propio camino. Tendremos nuestros propios problemas, nuestras preocupaciones y nuestras dificultades. Entonces, espero, dejarás por fin de intentar dividir a los habitantes de nuestro mundo en amigos y enemigos.

—¿Tenemos que ser... neutrales? Indiferentes, ¿no? Y si atacan...

—No atacarán.

—Y si...

—Escúchame. —Se volvió hacia ella—. ¿Por qué piensas que un transporte de tamaña importancia, una carga de oro y plata, la ayuda secreta del rey Henselt a Aedirn, está escoltado por enanos y no por humanos? Yo ya vi ayer a un elfo que nos observaba desde los árboles. Escuché cómo se acercaron por la noche junto al campo. Los Scoaia'tael no atacan a los enanos, Ciri.

—Pero están aquí —murmuró—. Están. Dan vueltas, nos rodean...

—Yo sé por qué están aquí. Te lo enseñaré.

Dio la vuelta violentamente al caballo, le arrojó las bridas a Ciri. Ella azuzó con los talones al alazán, avanzó más deprisa, pero con un gesto él le ordenó quedarse detrás. Cruzaron la senda, penetraron otra vez en la espesura. El brujo la guiaba, Ciri cabalgaba siguiendo sus pasos. Ambos guardaron silencio. Durante mucho tiempo.

—Mira. —Geralt detuvo el caballo—. Mira, Ciri.

—¿Qué es esto? —suspiró.

—Shaerrawedd.

Ante ellos, tan largo como el bosque permitía contemplar, se apilaban bloques de granito y mármol delicadamente labrados, de obtusos bordes redondeados por el viento, con motivos esculpidos casi borrados por la lluvia, quebrados y rotos por las heladas, rajados por las raíces de los árboles. Entre los troncos brillaba el blanco de columnas rotas, arquerías, restos de frisos abrazados por la hiedra, cubiertos de una gruesa capa de musgo verde.

—¿Esto era... un castillo?

—Un palacio. Los elfos no construían castillos. Bájate. Los caballos no son capaces de atravesar las ruinas.

—¿Quién destruyó todo esto? ¿Los humanos?

—No. Ellos. Antes de irse.

—¿Por qué lo hicieron?

—Sabían que ya no volverían más. Fue después de la segunda guerra entre ellos y los humanos, hace más de doscientos años. Antes de ello, al retirarse, dejaban las ciudades intactas. Los humanos edificaron las suyas sobre los cimientos de los elfos. Así surgieron Novigrado, Oxenfurt, Wyzima, Tretogor, Maribor, Cidaris. Y Cintra.

—¿Cintra también?

Confirmó con un movimiento de cabeza, sin apartar la vista de las ruinas.

—Se fueron de aquí —susurró Ciri—, pero ahora vuelven. ¿Por qué?

—Para mirar.

—¿A qué?

Sin palabras le puso la mano en el hombro, la empujó levemente por delante. Bajaron por unos escalones de mármol, más abajo, agarrándose a ligeros avellanos, árboles que surgían de cada grieta, de cada hendidura en las enmohecidas y resquebrajadas placas.

—Aquí estaba el centro del palacio. Su corazón. Una fuente.

—¿Aquí? —se asombró, mirando a la intrincada maraña de alisos y los blancos troncos de los abedules entre las masas y los bloques sin forma—. ¿Aquí? Aquí no hay nada.

—Ven.

El riachuelo que surtía la fuente debía de haber cambiado de cauce a menudo, había lavado paciente e incansable los bloques de mármol y las placas de alabastro que, por su parte, se habían desplazado, produciendo obstáculos que habían dirigido de nuevo la corriente hacia otro lado.

Como resultado, todo el terreno estaba cortado por hoyas planas y sin relieves. Aquí y allá el agua caía en cascadas por encima de los restos de los edificios, bañándolos con hojas, arena y pajas: en estos lugares el mármol, la terracota y los mosaicos aún rebosaban de color y frescura, como si llevaran allí sólo tres días y no dos siglos.

Geralt saltó la corriente, anduvo por entre los restos de unas columnas. Ciri acudió tras él. Salieron de unas escaleras arruinadas, agachando la cabeza pasaron bajo un arco intacto, a medias enterrado en una muralla de tierra. El brujo se detuvo, señaló con la mano. Ciri suspiró en alta voz.

En medio de un montón de ruinas, multicolor a causa de la terracota destrozada, crecía un enorme rosal, espolvoreado con decenas de hermosas flores blancas y violetas. Sobre los pétalos brillaban gotas de rocío, brillantes como plata. El arbusto envolvía con sus vástagos una enorme losa de piedra blanca. Y desde la losa les miraba un rostro triste y hermoso, cuyos delicados y nobles rasgos no habían sido capaces de borrar ni derrubiar los aguaceros ni las nieves. Un rostro que no habían conseguido desfigurar el cincel de los saqueadores que extraían de las estatuas los ornamentos de oro, los mosaicos y las piedras preciosas.

—Aelirenn —dijo Geralt al cabo de un largo rato de silencio.

—Es hermosa —susurró Ciri, agarrándolo de la mano. El brujo parecía no haberse dado cuenta de ello. Miraba a la estatua y estaba lejos, lejos, en otro mundo y en otro tiempo.

—Aelirenn —repitió al cabo—. Los enanos y los humanos la llaman Elirena. Los condujo a la lucha hace doscientos años. Las autoridades de los elfos estaban en contra. Sabían que no tenían posibilidad alguna. Que podía que no pudieran levantarse de nuevo después de la derrota. Querían salvar a su pueblo, querían pervivir. Decidieron destruir la ciudad, esconderse en las montañas salvajes e impenetrables y... esperar. Los elfos gozan de larga vida, Ciri. Según nuestra medida del tiempo, casi de la inmortalidad. Los humanos les parecían algo que pasaría, como la sequía, como un invierno duro, como una plaga de langosta después de la cual viene la lluvia, la primavera, un nuevo comienzo. Querían esperar. Perdurar. Decidieron destruir las ciudades y los palacios. Entre ellos su orgullo: la hermosa Shaerrawedd. Querían perdurar, pero Elirena... Elirena levantó a los jóvenes. Echaron mano a las armas y se fueron tras ella, a la última lucha desesperada. Y los masacraron. Los masacraron sin piedad.

Ciri callaba, sumida en la contemplación de aquella mirada tan hermosa y muerta.

—Cayeron con su nombre en los labios —continuó el brujo en voz baja—. Repitiendo su llamada, su grito, cayeron por Shaerrawedd. Porque Shaerrawedd era un símbolo. Murieron por las piedras y el mármol... y por Aelirenn. Tal y como ella les prometió, murieron dignamente, heroicamente, con honor. Salvaron el honor pero perdieron, condenaron al holocausto, a la propia raza. A su propio pueblo. ¿Recuerdas lo que te dijo Yarpen? ¿Quién gobierna el mundo y quién se extingue? Era una aclaración aproximada, pero verdadera. Los elfos viven largo tiempo, pero sólo los jóvenes son fértiles, sólo los jóvenes pueden tener descendencia. Y casi toda la juventud de los elfos se fue entonces tras de Elirena. Por Aelirenn, por la Rosa Blanca de Shaerrawedd. Estamos entre las ruinas de su palacio, junto a la fuente cuyo canturreo escuchaba por las tardes. Y éstas... éstas eran sus flores.

Ciri callaba. Geralt la acercó hacia sí, la abrazó.

—¿Sabes ahora por qué los Scoia'tael estuvieron aquí, sabes qué es lo que querían ver? ¿Entiendes por qué no se debe permitir que los elfos y los enanos jóvenes de nuevo se dejen masacrar? ¿Entiendes que ni tú ni yo debemos añadir nuestros brazos a esa masacre? Estas rosas florecen durante todo el año. Deberían volverse salvajes y sin embargo son más hermosas que las de los jardines bien cuidados. A Shaerrawedd, Ciri, acuden continuamente los elfos. Distintos tipos de elfos. Aquéllos apasionados y tontos para los que el símbolo es la piedra reventada. Y aquéllos razonables para los que el símbolo son estas flores, inmortales, eternamente nuevas. Elfos que entienden que si se arranca este rosal y se quema la tierra, las rosas de Shaerrawedd ya no crecerán nunca más en ningún lado. ¿Lo entiendes?

Asintió con la cabeza.

—¿Entiendes ahora lo que es la neutralidad que tanto te agita? Ser neutral no significa ser indiferente e insensible. No hay que matar el sentimiento dentro de uno mismo. Basta matar el odio dentro de uno mismo. ¿Lo has entendido?

—Sí —susurró—. Ahora lo entiendo. Geralt, yo... querría coger una... una de estas rosas. Como recuerdo. ¿Puedo?

—Tómala —dijo al cabo de un instante de duda—. Tómala, como recuerdo. Vámonos. Volvamos al convoy.

Ciri clavó la rosa por debajo de las ataduras del jubón. De pronto soltó un gritito, alzó la mano. Un hilillo de sangre le corría desde el dedo hasta el interior de la mano.

—¿Te has pinchado?

—Yarpen... —susurró la muchacha, mirando la sangre que llenaba la línea de la vida—. Wenck... Paulie...

—¿Qué?

—¡Triss! —lanzó un penetrante grito con una voz que no era la suya, temblaba fuertemente, se limpió el rostro con el antebrazo—. ¡Aprisa, Geralt! ¡Tenemos... que ayudar! ¡A los caballos, Geralt!

—¡Ciri! ¿Qué te pasa?

—¡Están muriendo!

 

Ciri galopaba con la oreja casi rozando el cuello del caballo, azuzaba a su montura con gritos y golpes de los talones. La arena del camino forestal salpicaba bajo los cascos. Escuchó desde lejos el ruido, percibió el humo.

De frente, obstruyendo la senda, se dirigieron hacia ella dos caballos que se bloqueaban mutuamente con los atelajes, las riendas y un timón partido. Ciri no detuvo al alazán, les cruzó al lado a todo galope, pedazos de espuma le acariciaron el rostro. Escuchó por detrás los relinchos de Sardinilla y la maldición de Geralt, que se vio obligado a frenar.

Llegó a una curva del camino, a un claro muy grande.

La caravana estaba ardiendo. Saetas ardientes volaban desde el bosque hacia los carros como pájaros de fuego, hacían agujeros en las lonas y se clavaban en las tablas. Los Scoia'tael, aullando y gritando, se lanzaron al ataque.

Ciri, sin prestar atención al grito de Geralt que le llegaba desde atrás, dirigió el caballo directamente hacia los primeros carros que estaban delante. Uno estaba volcado sobre un costado, junto a él estaba Yarpen Zigrin con un hacha en una mano y una ballesta en la otra. A sus pies, inmóvil e inerte, vestida con un traje azul arremangado hasta la mitad del muslo yacía...

Other books

Teaching Melody by Clark, Emma
Chameleon by William Diehl