La sangre de los elfos (3 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La sangre de los elfos
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—¡Embustes son! —gritó un pelirrojo con un sobretodo de piel de foca con la frente ceñida por un pañuelo a cuadros—. La reina Calanthe, la Leona de Cintra, tenía una hija, nombrada Pavetta. Ella y su marido murieron durante una tormenta marina, la hondura del mar los cubrió, a ambos.

—¡Vosotros mismos veis que no miento! —puso a todos por testigo el de los artículos de hierro—. Pavetta se llamaba y no Ciri, la infanta de Cintra.

—Cirilla, llamada Ciri, era justamente la hija de la ahogada Pavetta —explicó el pelirrojo—. La nieta de Calanthe. Y no era infanta, sino princesa de Cintra. Ella era en efecto el tal Niño de la Sorpresa destinado al brujo, antes de que naciera había prometido la reina darla al brujo, tal y como don Jaskier cantara. Pero el brujo no pudo encontrarla y llevársela, ahí el señor poeta se apartó de la verdad.

—Se apartó, y cómo —se metió en la conversación un fibroso jovenzuelo que, a juzgar por sus ropas, bien podía ser un aprendiz de artesano en el vagabundeo que precede a los exámenes de maestría—. Al brujo se le escapó su destino. Cirilla murió durante el sitio de Cintra. La reina Calanthe, antes de tirarse de la torre, con su propia mano dio muerte a la princesa para que no cayera viva en las garras de los nilfgaardianos.

—No fue así, en absoluto —protestó el pelirrojo—. A la princesa la mataron durante la masacre posterior, cuando intentaba escapar de la ciudad.

—¡Sea como sea —gritó el de los artículos de hierro—, no halló el brujo a la tal Cirilla! ¡El poeta mintió!

—¡Pero cuán hermoso mintió! —dijo la elfa de la toca mientras se apretaba contra el esbelto elfo.

—¡No hablamos de poesía, sino de hechos! —gritó el aprendiz—. Digo que la princesa murió a manos de su propia abuela. ¡Todo aquél que estuvo en Cintra puede confirmarlo!

—Y yo os digo que la mataron en las calles, cuando huía —afirmó el pelirrojo—. Lo sé porque aunque no soy natural de Cintra, estuve en la compañía del yarl de Skellige que apoyó a Cintra durante la guerra. El rey de Cintra, Eist Tuirseach, como todos saben precisamente de las islas de Skellige procedía, tío carnal era del yarl. Y yo en la compañía del yarl luché en Marnadal y en Cintra y luego, tras la derrota, en Sodden...

—Un combatiente más —aulló Sheldon Skaggs a los enanos que le rodeaban—. Namás que héroes y guerreros por aquí. ¡Eh, paisanos! ¿Acaso no hay entre vosotros al menos uno que no luchara en Marnadal o en Sodden?

—Tus bromas están de más, Skaggs —dijo con reprobación el esbelto elfo, abrazando a la belleza de tocado de armiño de una forma que había de deshacer las ocasionales dudas de otros admiradores—. No pienses que sólo tú luchaste en Sodden. Yo, para no buscar más lejos, también tomé parte en la batalla.

—Me gustaría saber por qué bando —dijo el comes Viliberto a Radcliffe con un susurro bien audible que el elfo ignoró completamente.

—Como es en general sabido —siguió, sin siquiera mirar hacia donde estaban el comes y el hechicero—, más de cien mil guerreros estuvieron en el campo en la segunda batalla de Sodden, de los cuales por lo menos treinta mil resultaron muertos o mutilados. Agradecimientos se merece don Jaskier, quien en uno de sus romances inmortalizó tan famosa como terrible lucha. Mas en las palabras y en la melodía de esta canción no escuché loas, sino advertencias. Repito, gloria y honor eternos al señor poeta por el romance que puede que permita impedir en el futuro la repetición de tragedia tal, como fue aquella cruel e innecesaria guerra.

—Por cierto —dijo el comes Viliberto mientras miraba al elfo retadoramente— que rebuscasteis cosas interesantes en el romance, honorable señor. ¿Guerra innecesaria, decís? ¿Impedir la tragedia en el futuro, quisierais? ¿Hemos de entender que en caso de que Nilfgaard nos atacara de nuevo recomendaríais la capitulación? ¿Aceptar sumisamente el yugo nilfgaardiano?

—La vida es un don sin precio y ha de ser protegido —dijo el elfo con frialdad—. Nada justifica tales matanzas ni hecatombes como fueron ambas batallas de Sodden, tanto la perdida como la ganada. Ambas os costaron, humanos, miles de existencias. Perdisteis un inimaginable potencial...

—¡Peroratas de elfos! —estalló Sheldon Skaggs—. ¡Tonta perorata! Ése fue el precio que hubo que pagar para que otros pudieran vivir dignamente y en paz, en vez de dejarse poner grillos por los nilfgaardianos, de ser cegados y obligados a base de palos a cavar en las minas de sulfatos y en las salinas. Aquéllos que cayeron como héroes y que gracias a Jaskier vivirán eternamente en nuestra memoria nos enseñaron cómo defender nuestra casa. Cantad vuestros romances, cantádselos a todos. No se perderá esa enseñanza, ¡y hasta nos hará falta, ya veréis! Porque si no hoy mañana, Nilfgaard vendrá hacia nosotros de nuevo, ¡recordad mis palabras! ¡Ahora están lamiéndose las heridas y descansando, pero cercano está el día en que de nuevo veremos sus capas negras y sus plumas en los yelmos!

—¿Qué es lo que quieren de nosotros? —gritó Vera Loewenhaupt—. ¿Por qué la tomaron con nosotros? ¿Por qué no nos dejan en paz, nos dejan vivir y trabajar? ¿Qué es lo que quieren, los nilfgaardianos?

—¡Quieren nuestra sangre! —aulló el comes Viliberto.

—¡Y nuestra tierra —gritó uno de los mozos de la multitud.

—¡Y nuestras hembras! —bramó Sheldon Skaggs, echando una mirada feroz.

Algunos estallaron en risas, pero bajito y a hurtadillas. Porque aunque bien graciosa era la sugerencia de que cualquiera excepto los enanos podía desear a las extraordinariamente poco atractivas enanas, no era este tema seguro para bromas y bufas, sobre todo en presencia de aquellos bajitos, rechonchos y barbados señores cuyas hachas y cuchillos tenían la fea costumbre de saltar de los cinturones con una increíble velocidad. Y los enanos, que por motivos inciertos creían a puño cerrado que el mundo entero acechaba lascivo a sus mujeres e hijas, eran, en este aspecto, tremendamente sensibles.

—Esto había de llegar alguna vez —afirmó de pronto el anciano druida—. Esto había de suceder. Hemos olvidado que no estamos solos en este mundo, que el ombligo del mundo no somos. Como hartos, tontos y vagos carasios nadando en un estanque encenagado, no creíamos en la existencia de los lucios. Hemos permitido que nuestro mundo, como un estanque, se embarrara, se empantanara y se pudriera. Mirad a vuestro alrededor: por todas partes delito y pecado, codicia, persecución del lucro, disputas, desavenencias, decadencia de las costumbres, falta de respeto por los valores todos. En vez de vivir tal y como la naturaleza nos ordena, nos lanzamos a destruir la propia naturaleza. ¿Y qué tenemos? Un aire envenenado por la fetidez de las chimeneas de las forjas, ríos y regatos mancillados por mataderos y tenerías, bosques talados sin pensárselo dos veces... Ja, incluso aquí, en las raíces vivas del sagrado Bleobheris, miradlo, oh, allá, justo por encima de la cabeza del señor poeta, alguien grabó con una navajilla una frase repugnante. Y a todo esto mal escrita, no bastaba con que fuera un vándalo sino que además era un ignorante que no sabía escribir.

¿Por qué os asombráis? Esto había de acabar mal...

—¡Sí, sí! —se le unió el gordo sacerdote—. ¡Arrepentíos, pecadores, mientras aún haya tiempo, porque la ira de los dioses y su venganza está sobre vosotros! ¡Recordad a la sibila Itlina, a sus proféticas palabras sobre el castigo de los dioses, que caerá sobre la tribu envenenada de crímenes! Recordad: "Llegará el Tiempo del Odio, y el árbol perderá sus hojas, el renuevo se marchitará, se pudrirá el fruto y la semilla se agriará, y en los valles los ríos en vez de agua arrastrarán hielo. Y llegará el Frío Blanco, y tras él, la Luz Blanca, y el mundo morirá entre la ventisca". ¡Así habla la sibila Itlina! ¡Y antes de que esto suceda se verán señales y caerán plagas porque, recordad, Nilfgaard es un castigo divino! Es el látigo con el que los Inmortales os fustigan, pecadores, para que...

—¡Aj, poned punto en boca, piadoso! —resolló Sheldon Skaggs mientras pataleaba con sus pesados zapatones—. ¡Se marea uno de vuestras supersticiones y necedades! ¡Las tripas se revuelven...!

—Cuidado, Sheldon —le interrumpió con una sonrisa el esbelto elfo—. No te burles de religiones ajenas. No está bien, ni es de bien educados, ni es... seguro.

—Yo no me burlo de nada —protestó el enano—. No pongo en duda la existencia de los dioses, pero me pongo nervioso cuando alguien los mezcla en los asuntos terráqueos y delira con falsas profecías de no sé qué elfa grillada. ¿Que los nilfgaardianos son el instrumento de los dioses? ¡Tonterías! ¡Haced retroceder la memoria, humanos, hasta los tiempos de Dezmod, Radowid, Sambuk, hasta los tiempos de Abrad el Viejo Roble! No recordáis porque vivís tan poco como el mosquito del vino, pero yo me acuerdo y os recordaré cómo eran estas tierras después de que vosotros salierais de vuestros barcos en la playa en la desembocadura del Yaruga y en el delta del Pontar. De cuatro barcos que atracaron se hicieron tres reinos y luego los más fuertes se tragaron a los más débiles y así crecieron, reforzaron su poder. Vencieron a unos, los absorbieron y los reinos crecían, se hacían cada vez mayores y más fuertes. Y ahora Nilfgaard hace lo mismo, porque es un país fuerte y unido, disciplinado y homogéneo. ¡Y si vosotros no os unís de igual forma, Nilfgaard os tragará como el lucio al carasio, tal y como dijo el sabio druida aquí presente!

—¡Que lo intenten! —Donimir de Troy sacó el pecho adornado con tres leones y golpeó la vaina de la espada—. ¡Les dimos una buena en Sodden, se la podemos dar de nuevo!

—¡Ufano sois! —aulló Sheldon Skaggs—. Por lo visto habéis olvidado, caballero, que antes de que se llegara a la segunda disputa de Sodden, Nilfgaard atravesó vuestras tierras como una apisonadora de hierro, que los cadáveres de gallardos mozos como vos cubrían los campos de Marnadal hasta Tras Ríos. Y quienes detuvieron a los nilfgaardianos no fueron aquéllos como vos, chillones mozalbetes, sino la unión y la armonía de las fuerzas de Temeria, Redania, Aedirn y Kaedwen.

¡Armonía y unión, he aquí lo que los detuvo!

—No sólo —dijo Radcliffe sonoramente pero con voz muy fría—. No sólo eso, señor Skaggs.

El enano carraspeó con fuerza, sorbió las narices, chasqueó con las botas, después de lo cual se inclinó ligeramente en dirección al hechicero.

—Nadie niega los servicios de vuestros confráteres —dijo—. Vergüenza a aquél que no reconozca el heroísmo de los hechiceros del monte de Sodden, porque valientemente aguantaron, la sangre dieron por la causa común, grandemente contribuyeron a la victoria. No se olvidó de ellos Jaskier en su romance y tampoco nosotros los olvidamos. Pero reparad en que aquellos hechiceros que unidos y solidarios lucharon en el monte, reconocían el caudillaje de Vilgefort de Roggeveen, del mismo modo que nosotros, guerreros de los Cuatro Reinos, reconocimos el mando de Vizimir de Redania. Una pena que tal armonía y solidaridad sólo duraran el tiempo que duró la guerra. Pues apenas hubo paz, de nuevo nos dividimos. Vizimir y Foltest se ahogan los unos a los otros con aranceles y derechos de depósitos, Demawend de Aedirn disputa con Henselt por la Marca del Norte, y a la Liga de Hengfors y los Thyssenidas de Kovir les importa todo un pito. Y hasta entre los hechiceros, por lo que he oído, vano es buscar hoy día aquella armonía. No hay entre vosotros coincidencia de pareceres, no hay disciplina, no hay unidad. ¡Y en Nilfgaard la hay!

—¡En Nilfgaard gobierna el emperador Emhyr var Emreis, tirano y autócrata, que obliga a que le sirvan a base del látigo, la horca y el hacha! —tronó el comes Viliberto—. ¿Qué es lo que nos proponéis, señor enano? ¿Para qué tenemos que unirnos? ¿Para formar parecida dictatura? ¿Y cuál es en vuestra opinión el rey cuyo reino habría de someter a sí los restantes?

¿En manos de quién querrías ver el cetro y la corona?

—¿Y eso a mí qué me importa? —se encogió de hombros Skaggs—. Esto es asunto vuestro, de los humanos. Al fin y al cabo, sea quien sea a quien escojáis como rey, nunca será un enano.

—Ni elfo, ni incluso medio elfo —añadió el esbelto representante del Antiguo Pueblo, todavía abrazando a la bella elfa—. Incluso al cuarterón de elfo consideráis como algo ínfimo...

—Ahí os duele —se rió Viliberto—. La misma mosca os pica que a Nilfgaard, porque Nilfgaard también grita sobre la igualdad, os promete el regreso al orden antiguo en cuanto nos venza y nos arranque de esta tierra. ¡Con tal unidad, con tal igualdad soñáis, de tal habláis, tal anunciáis! ¡Porque Nilfgaard os paga con oro! Y no es de extrañar que tan bien os llevéis pues los nilfgaardianos son una raza élfica...

—Tonterías —dijo el elfo con frialdad—. Parloteáis estupideces, señor caballero. El racismo os ciega a todas luces. Los nilfgaardianos son humanos tal y como vos.

—¡Eso es mentira de marca mayor! ¡Son los descendientes de los Seidhe Negros, todo el mundo lo sabe! ¡Por sus venas corre sangre élfica! ¡Sangre de los elfos!

—¿Y qué es lo que corre por vuestras venas? —El elfo sonrió burlón—. Mezclamos nuestra sangre desde hace generaciones, desde hace siglos, nosotros y vosotros, nos sale a la perfección, no sé si por suerte o no. Habéis comenzado a impedir estas uniones mixtas desde hace menos de un cuarto de siglo, y esto con escasos resultados. Mostradme pues ahora a un humano que no tenga mezclas de Seidhe Ichaer, de la sangre del Antiguo Pueblo.

Viliberto enrojeció a todas vistas. Se ruborizó también Vera Loewenhaupt. El hechicero Radcliffe agachó la cabeza y tosió. Sorprendentemente, se cubrió de rubor además la hermosa elfa de la toca de armiño.

—Todos somos hijos de la Madre Tierra —resonó en el silencio la voz del viejo druida. Somos hijos de la Madre Naturaleza. Y aunque no respetemos a nuestra madre, aunque a veces le causemos dolor y pesadumbre, aunque le rompamos el corazón, ella nos ama a todos. Lo conmemoramos cuando nos reunimos aquí, en el Lugar de la Amistad. Y no disputemos por quién de nosotros fue aquí el primero porque la primera fue la Bellota arrojada por las olas, y de la Bellota retoñó el Gran Bleobheris, el más antiguo de los robles. Al estar bajo las ramas de Bleobheris, entre sus raíces eternas, no olvidemos nuestras propias y fraternales raíces, no olvidemos la tierra de la que crecen estas raíces. Recordemos las palabras de las canciones del poeta Jaskier...

—¡Exacto! —gritó Vera Leowenhaupt—. ¿Y dónde está él?

—Se ha largao —constató Sheldon Skaggs, mientras miraba el lugar vacío bajo el roble—. Agarró el dinero y se largó sin despedirse. ¡Mismamente a lo elfo!

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