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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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La vida de los vampiros es todo romanticismo y poesía... ¿o no? Cuando la joven Jody se despierta una mañana con parte del cuerpo quemado y una sed de sangre terrible, tiene que enfrentarse a todos los aspectos prácticos de su nueva condición: dónde dormir, cómo conseguir sangre fresca, cómo mantener el tipo ante su madre... No parece una empresa fácil para una chica que no ha visto una película de vampiros en su vida. Cuando Thomas, un escritor frustrado y dependiente a tiempo parcial, se cruza en su vida, Jody coge la oportunidad por el cuello... literalmente.

Christopher Moore

La Sanguijuela de mi niña

ePUB v1.1

dukoman
 
27.10.11

Titulo Original: Bloodsucking Fiends

En memoria de mi padre,

Jack Davis Moore

Agradecimientos

El autor agradece su apoyo a todos aquellos que le ayudaron a documentar y escribir La sanguijuela de mi niña:

Mark Joseph y Mark Anderson por su ayuda a la hora de documentarme sobre la zona de la bahía. Rachelle Stambal, Jean Brody, Liz Ziemska y Dee Dee Leichtfuss por su lectura atenta y sus juiciosas sugerencias. A mis editores, Michael Korda y Chuck Adams, por su franqueza y su buen hacer. Y a mi agente, Nick Ellison, por su paciencia, su consejo, su amistad y su esfuerzo.

Primera Parte
La Novata
Muerte

El ocaso pintaba de púrpura la gran Pirámide mientras, en el callejón de abajo, el Emperador disfrutaba de una humeante meada contra un contenedor. La niebla subía despacio desde la bahía, se enroscaba en las columnas y los leones de cemento y bañaba las torres en las que se movía el dinero de Occidente. El distrito financiero: una hora antes corrían por él ríos de hombres vestidos de lana gris y mujeres con tacones. Ahora, las calles, edificadas sobre barcos hundidos y detritos de la fiebre del oro, estaban desiertas y en silencio, salvo por la sirena de niebla que mugía al otro lado de la bahía como una vaca solitaria.

El Emperador sacudió su cetro para desprender de él las últimas gotas, se estremeció y, subiéndose la cremallera, se volvió hacia los reales lebreles que aguardaban a sus pies.

—La sirena de niebla suena especialmente triste esta noche, ¿no os parece?

El más pequeño de los perros, un Boston terrier, bajó la cabeza y lamió sus chuletas.

—Qué simple eres, Holgazán. Mi ciudad se pudre ante tus ojos. El aire está cargado de veneno, los niños se matan a tiros en las calles, y ahora esta plaga, esta horrible plaga que mata a mis súbditos por centenares, y tú solo piensas en comer.

El Emperador señaló con la cabeza al perro más grande, un golden retriever.

—Lazarus sí que conoce el peso de nuestra responsabilidad. ¿Tiene uno que morirse para hallar la dignidad?, me pregunto.

Lazarus agachó las orejas y soltó un gruñido.

—¿Te he ofendido, amigo mío?

Holgazán se apartó del contenedor y empezó a gruñir. Al volverse, el Emperador vio que una mano pálida levantaba lentamente la tapa del contenedor. Holgazán se puso a ladrar en tono de advertencia. Una figura se irguió en el contenedor. Tenía el cabello oscuro y salpicado de basura y la piel blanca como el hueso. Salió de un salto del contenedor y lanzó un siseo al perrillo, enseñando sus largos colmillos blancos. Holgazán gimió y fue a esconderse tras las piernas del Emperador.

—Ya basta —ordenó el Emperador, sacando pecho y metiendo los pulgares bajo las solapas de su desgastado abrigo.

El vampiro se sacudió un trozo de lechuga podrida de la camisa negra y sonrió.

—Te dejaré vivir —dijo, y su voz sonó como una lima raspando metal antiguo y oxidado—. Ese es tu castigo.

El Emperador agrandó los ojos, aterrorizado, pero aguantó el tipo. El vampiro se rió; luego dio media vuelta y se alejó.

El Emperador sintió que un escalofrío le subía por el cuello cuando el vampiro se disolvió en la niebla. Agachó la cabeza y pensó: Esto no. Mi ciudad se muere por el veneno y la plaga, y ahora esa... esa criatura... acecha sus calles. Soy débil como el agua: un imperio entero que salvar, y ahora mismo vendería mi alma por un cubo de pollo frito. Ah, pero debo ser fuerte por el bien de mis tropas. Podría ser peor, supongo. Podría ser el emperador de Oakland.

—La cabeza bien alta, muchachos —les dijo a sus lebreles—. Si debemos combatir a ese monstruo, necesitaremos todas nuestras fuerzas. Hay una panadería en North Beach en la que estarán tirando las sobras de ayer. En marcha. —Se alejó arrastrando los pies mientras pensaba: Nerón tocaba el violín mientras su imperio se reducía a cenizas; yo voy a comer pastas correosas.

Mientras el Emperador subía con esfuerzo por la calle California, intentando hallar el equilibrio entre la impotencia del poder y la promesa de una rosquilla recubierta de azúcar glas, Jody salía de la Pirámide. Tenía veintiséis años y era guapa de un modo que suscitaba en los hombres el deseo de arroparla entre sábanas de franela y besarla en la frente antes de salir de la habitación. Era bonita, pero no bella.

Al pasar bajo los enormes contrafuertes de hormigón de la Pirámide, se descubrió cojeando por culpa de una rotura en el panti. No le dolía, exactamente: la carrera (fruto de un antipático cajón metálico que se había abierto de golpe, raspándole el tobillo) había dejado al descubierto la parte de atrás de su pierna, del talón a la corva; pero Jody cojeaba de todos modos, por el daño psicológico. Pensaba: Mi armario empieza a parecer un criadero de avestruces. O empiezo a tirar medias hechas pelotas, o me pongo morena y llevo las piernas al aire.

Jody nunca se había puesto morena; no podía, en realidad. Era pelirroja, de ojos verdes y blanca como la leche, y con el sol le salían pecas y se quemaba.

Cuando le faltaba media manzana para llegar a su parada de autobús, venció la niebla empujada por el viento y la laca de Jody se desplomó por completo. Sus

pulcras ondas, que le llegaban a la cintura, se erizaron hasta formar una capa roja y feroz de rizos y enredos. Genial, pensó, otra vez voy a llegar a casa como si fuera la Muerte comiéndose una galletita salada. A Kurtle va a encantar.

Se ciñó la chaqueta para abrigarse, se metió el maletín bajo los pechos como una colegiala que llevara sus libros y siguió renqueando. Delante de ella vio a alguien parado en la acera, junto a la puerta de cristal de una oficina de agentes de bolsa. La luz verde de los monitores del interior de la oficina recortaba su silueta en la niebla. Jody pensó en cruzar la calle para evitar al desconocido, pero tendría que volver a cruzar unos metros más allá para coger el autobús.

Pensó: Se acabó trabajar hasta tarde. No merece la pena. No mirarlo a los ojos, ese es el plan.

Al pasar junto al hombre, se miró las deportivas (llevaba los tacones en el maletín). Eso es. Solo un par de pasos más...

Una mano la agarró del pelo y la levantó, su maletín rodó por la acera y Jody empezó a chillar. Otra mano le tapó la boca. El hombre la arrastró hasta un callejón. Ella pataleaba y agitaba los brazos, pero él era muy fuerte, inamovible. Jody intentó gritar, pero un olor a carne pútrida invadió sus fosas nasales y notó una náusea. Su agresor la hizo volverse y, tirándole del pelo, echó su cabeza hacia atrás hasta que Jody pensó que iba a partirle el cuello. Luego sintió un dolor agudo a un lado de la garganta y de pronto su capacidad de resistencia pareció evaporarse.

Al otro lado del callejón vio una lata de refresco y un ejemplar viejo del Wall Street Journal, un trozo de chicle pegado a los ladrillos y una señal de «No aparcar»: detalles extrañamente significativos, suspendidos en el tiempo. Su visión empezó a oscurecerse y a reducirse como en un túnel, como si sus pupilas se fueran cerrando, y pensó: Estas serán las últimas cosas que vea. La voz de su cabeza sonaba resuelta y serena.

Mientras todo se oscurecía, su atacante le dio una bofetada; ella abrió los ojos y vio ante sí su cara enjuta y blanca.

—Bebe —dijo él.

Le introdujo algo húmedo y cálido en la boca. Jody notó un sabor a hierro caliente y a sal, y volvió a tener náuseas. Es su brazo. Me ha metido el brazo en la boca y me ha roto los dientes. Sabe a sangre.

—¡Bebe!

Una mano se cerró sobre su nariz. Jody luchó, intentó respirar, intentó sacarse su brazo de la boca para coger aire, boqueó y estuvo a punto de atragantarse con la sangre. De pronto se descubrió chupando, bebiendo ansiosamente. Cuando él intentó

apartar el brazo, ella lo retuvo. Él se lo quitó de la boca, la hizo darse la vuelta y volvió a morderla en la garganta. Pasado un momento, Jody se sintió caer. Su agresor le estaba desgarrando la ropa, pero a ella no le quedaban fuerzas para luchar. Sintió un roce áspero en la piel de los pechos y el vientre; luego, él se apartó.

—Vas a necesitarlo —dijo, y su voz resonó en la cabeza de Jody como si hubiera gritado en medio de un cañón—. Ahora ya puedes morirte.

Jody experimentó una vaga sensación de gratitud. Con su permiso, se rindió. Su corazón aminoró la marcha, renqueó y se detuvo.

La muerte recalentada

Oyó insectos corretear sobre ella en la oscuridad, olió a carne quemada y sintió un gran peso oprimiéndole la espalda. Dios mío, me ha enterrado viva.

Tenía la cara pegada a algo duro y frío: piedra, pensó, hasta que olió la grasa del asfalto. El pánico se apoderó de ella, y luchó por meter las manos bajo su cuerpo. La mano izquierda le escoció, dolorida, al empujar. Se oyó un estrépito y un golpe ensordecedor. Se puso en pie. El contenedor que había tenido encima estaba volcado y sus basuras se habían desperdigado por el callejón. Jody lo miró con estupor. Debía de pesar una tonelada.

El miedo y la adrenalina, se dijo.

Luego se miró la mano izquierda y chilló. Estaba espantosamente quemada; la capa superior de la piel se veía negra y agrietada. Salió corriendo del callejón en busca de ayuda, pero la calle estaba desierta. Tengo que llegar a un hospital, llamar a la policía.

Vio una cabina telefónica. De la farola que había sobre ella se desprendía una columna roja de calor. Miró a un lado y otro de la calle vacía. Encima de cada farola veía alzarse el calor en rojas oleadas. Oía el zumbido de los cables del autobús eléctrico sobre ella, el flujo constante de las alcantarillas que corrían bajo la calle. Sintió el olor a pescado muerto y a gasoil en medio de la niebla, el olor a podrido de las marismas de Oakland al otro lado de la bahía, las patatas fritas rancias, las colillas, los mendrugos de pan y el pastrami pútrido de un cubo de basura cercano, y el aroma residual a Aramis que salía por debajo de las puertas de los bancos y las corredurías de bolsa. Oía rozarse los jirones de niebla contra los edificios como terciopelo húmedo. Era como si la adrenalina hubiera amplificado sus sentidos, lo mismo que su fuerza.

Se sacudió aquel espectro de sonidos y olores, y corrió al teléfono, sujetándose la mano herida a la altura de la muñeca. Al moverse sintió algo áspero bajo la blusa, rozándole la piel. Con la mano derecha tiró de la seda y se sacó la blusa. Varios fajos de billetes cayeron a la acera. Se paró y miró los fajos de billetes de cien dólares que había a sus pies.

Pensó: Ahí debe de haber cien mil dólares. Me ha atacado un hombre, me ha estrangulado, me ha mordido el cuello, me ha quemado la mano y luego me ha llenado de dinero la blusa y me ha puesto un contenedor encima, y ahora veo el calor y oigo la niebla. Me ha tocado la lotería satánica.

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