La seducción de Marco Antonio (25 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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- He pensado que podríamos comer juntos, y así me podrás contar qué tal van tus estudios -dije-. Y de paso me dirás cómo está tu lagarto.
Su rostro se iluminó.
- ¡El lagarto está muy bien! Acaba de aprender otra cosa. Hoy se ha escondido en la bota y por poco lo aplasto al ponérmela.
Estalló en una cantarina carcajada.
- ¿Y tus estudios? -le pregunté.
Carmiana nos estaba sirviendo pan con pasta de higos, queso de cabra y aceitunas. Cesarión alargó ávidamente la mano.
- Uf… -respondió con cara de aburrimiento-. Me estoy aprendiendo la lista de los faraones, pero hay tantos… -Mordió un trozo de pan sin dejar de hablar-. Y hace tanto tiempo… Me gustaría aprender algo más que los nombres. Me gustaría saber cómo eran, si tenían los pies grandes, y si alguna vez se les había metido algún lagarto en los zapatos.
- ¿Qué tal la gramática?
Me miró perplejo.
- ¿Es que Apolonio no te enseña gramática?
- No, sólo la lista de los faraones -contestó-. Y otra lista de batallas. Y algunas veces me hace aprender de memoria un discurso. Escucha: «No seas arrogante por tus conocimientos, y habla tanto con el ignorante como con el sabio. El buen hablar está más escondido que la malaquita, pero a veces lo poseen las esclavas que están junto a las ruedas del molino.»
Según aquellas sentencias, la propietaria de Canopo hubiera podido impartir perlas de sabiduría. Y puede que lo hiciera. Pero estaba claro que yo tendría que sustituir a Apolonio. Era demasiado viejo y sus enseñanzas no eran las más apropiadas para el niño. Unté el pan con un poco de pasta de higos.
- Bueno, pues tendremos que seguir este consejo -afirmé solemnemente.
Justo en aquel momento se produjo un alboroto y oí la voz de Carmiana que decía:
- Sí, están aquí dentro, pero…
Antes de que pudiera anunciarle, Antonio entró en la estancia. Se le veía perfectamente normal, sin huella ni de un dolor de cabeza. Le miré asombrada.
- Salve, Majestad -saludó, dirigiéndose directamente a Cesarión. Después inclinó la cabeza hacia mí y me guiñó el ojo-. He pensado que a lo mejor estarías aburrido en un día tan frío y ventoso como éste. Hace tiempo que no navegas por el puerto ni sales a dar un paseo a caballo, ¿verdad?
Qué bien conocía a los niños, tal vez porque él aún lo era en muchos aspectos.
- Pues sí, es un día muy aburrido -convino Cesarión-. ¡Y mis lecciones son muy pesadas!
- ¿Te gustaría aprender otro tipo de lecciones? -preguntó Antonio, sacando un pequeño escudo y una espada-. ¿Unas lecciones de soldado?
Cesarión contempló extasiado lo que Antonio le mostraba.
- ¡Oh, sí!
- Los acabo de mandar hacer para ti -explicó Antonio-. La hoja es roma. No hay peligro de que le cortes a alguien la cabeza sin querer.
Sólo entonces me di cuenta de que alguien había seguido a Antonio. Era Nicolaus de Damasco, oculto en las sombras.
- Y cuando no te apetezca seguir combatiendo, hay alguien muy aficionado a contar historias para entretener a los niños -dijo-. Sabe algunas que ni te imaginas. -Le hizo señas a Nicolaus de que entrara en la estancia-. Te lo contará todo sobre los demonios persas del fuego.
Seguro que eso sería mucho más interesante que la lista de los faraones.
- ¡Oh, sí! -exclamó Cesarión, olvidándose de la comida-. ¿Cuándo podemos ir a practicar con la espada? ¿Podemos ir ahora?
- Cuando diga tu madre. -Antonio me miró, ladeando la cabeza-. Lo llevaré esta tarde. Creo que tiene madera de soldado. Me sorprendería que no la tuviera siendo hijo de César y de una reina tan guerrera como tú.
- Quizá convendría que me enseñaras también a mí. No sé manejar muy bien la espada.
- Pues la otra noche la manejaste muy bien.
La tenía todavía en mi poder, y ahora él me estaba pidiendo que se la devolviera.
- Está a salvo. Tríemela, Carmiana. -La cogí y se la entregué a Antonio-. Sigue llevándola con honor -le dije.
Cuando regresaron al anochecer, Cesarión estaba excitado y tenía el rostro arrebolado por la emoción. Llevaba una pequeña armadura, blandía la espada arriba y abajo y daba tajos en el aire. Después se acercó corriendo a las cortinas y las rasgó.
- Lo haremos muy a menudo -dijo Antonio-. Le gusta y creo que lo necesita. Demasiado tiempo en el interior del palacio no lo convertirá en un hombre. Cuando sea mayor podrá acompañarme en mis campañas… no en los combates, claro, sólo para que vea lo que es una batalla.
Sentí unas ardientes lágrimas que pugnaban por asomar a mis ojos. ¡Eran todas las cosas que César hubiera hecho por él! Gracias fueran dadas a los dioses de que Antonio estuviera allí. Sabía tratar a los niños y haría por él lo que yo no podría hacer. El hecho de crecer entre mujeres y eunucos no era suficiente para un hijo de César, que estaría llamado a hacer grandes cosas como un hombre entre hombres.
- Gracias -dije sin poder añadir nada más.
Los días seguían pasando. Al recordarlos ahora me parecen una mezcla tan multicolor como los velos de una danzarina en vertiginoso movimiento. La tranquilidad del invierno nos permitía hacer una pausa en los negocios del mundo. Los
Amimetobioi -
los Incomparables- se reunían muy a menudo y se superaban unos a otros en el juego de los dados, la bebida y los banquetes. En palacio siempre había varios bueyes asándose en diferentes fases de cocción de tal forma que, cualquiera que fuera la hora o el número de invitados, en un momento pudiéramos sentarnos a comer. Un miembro del grupo tenía siempre patos en el espetón y otro un surtido ininterrumpido de pasteles de miel, cada uno de ellos con una variedad distinta, de la Auca, de Rodas, de Caria y del monte Himeto, además de oscuras mieles de Híspanla y Capadocia. Corrían deliciosos vinos, desde el dulce y pegajoso Pramnio hasta el vino con aroma de manzana de la isla de Tasos, el de Biblos y el de Quíos, escanciado desde unas ánforas con una esfinge grabada. Se organizaban partidas de caza, paseos con elefantes y carreras de carros con unas panteras amaestradas que corrían a su lado, bajando por las calles de la ciudad para salir al otro lado de las murallas hasta llegar a las dunas de arena. Antonio y yo recorríamos por la noche las calles de Alejandría, disfrazados, tal como a él le gustaba. Pasábamos por delante de los edificios monumentales y las residencias privadas y escuchábamos las conversaciones, las canciones y las disputas del pueblo llano. Nos intercambiábamos la ropa en nuestros aposentos y yo me convertía en un hombre mientras él se disfrazaba de cortesana lujosamente ataviada. Todo era un confuso torbellino de simulaciones y engaños, y nosotros jugábamos tan en serio como Cesarión con su escudo y su espada. De esta manera pude disfrutar finalmente de la infancia que jamás había tenido, pues la mía había sido demasiado seria y peligrosa como para que yo me hubiera podido permitir el lujo de hacer las tonterías propias de mi edad sin tener que preocuparme por mi seguridad.
Cuando bien entrada la noche nos hallábamos juntos en nuestro aposento a oscuras, era como si todo el mundo estuviera concentrado en aquella estancia; todo lo demás se desvanecía hasta perderse sin invadir nuestra intimidad.
- No sé lo que hacía antes de conocerte -dijo Antonio una vez mientras sus dedos trazaban dibujos en mi espalda.
- No creo que estuvieras solo -le contesté.
Pero no estaba celosa de las que me habían precedido. Nada podía haber sido como lo nuestro.
- No, no estaba solo. -Soltó una leve carcajada-. Pero todo aquello no fue más que un ensayo. Ahora cada mujer me parece sólo un sueño de lo que tú eres.
Lancé un suspiro y volví la cabeza. La tenía apoyada contra su hombro y parecía tan feliz como si aquél fuera su hogar.
- Los sueños -dije-. Eso también parece un sueño. Esta estancia, esta cama, parecen un reino mágico.
- En el que tú y yo somos el Rey, la Reina y los únicos ciudadanos -dijo, trazando el perfil de mi nariz y mis labios-. Un reino muy insólito.
- Oh, Antonio, cuánto te quiero. -Las palabras me brotaran atropelladamente de la boca-. Tú me has liberado.
- ¿Cómo se puede liberar a una reina? -preguntó.
- Me has dejado en libertad en un jardín, un jardín de delicias terrenales que florecen sin el menor esfuerzo.
Sí, desde que él apareciera en mi vida tenía la sensación de encontrarme en un jardín, un jardín lleno de flores exóticas de múltiples pétalos que abrían sus perfumadas gargantas sólo para complacerme cada vez que yo pasaba por delante de ellas. Jamás había la menor sombra, y a la vuelta de cada esquina me encontraba con frescas brumas y recónditas enramadas.
- Yo las llamaría delicias sobrenaturales -puntualizó Antonio-, porque en la tierra no ocurre nada sin nuestro esfuerzo, amor mío. -Volvió la cabeza y me dio un beso largo y apasionado-. Ni siquiera eso.
Tuve que hacer efectivamente un esfuerzo para levantar la cabeza.
El invierno fue aflojando poco a poco su presa y terminó nuestro aislamiento. Sentí que se iba perdiendo con el creciente calor del sol y la disminución de las violentas olas y tormentas. Siempre había deseado que terminara el invierno, pero ahora lo lamentaba. No quería que mi mágico reino se quebrara. Quería vivir en él para siempre, o hasta que estuviera tan saciada de amor y de placer que no tuviera más remedio que gritar: «¡Ya basta! ¡Ya basta!»
No me encontraba todavía en semejante fase cuando empezaron a llegar los primeros barcos desde Italia y Siria. Unos mensajeros con las insignias del ejército romano bajaron apresuradamente a tierra y se presentaron inmediatamente ante Antonio para transmitirle unas inquietantes noticias.
- Todo se ha ido al infierno -me dijo sacudiendo la cabeza cuando fui a verle. A sus pies se encontraban los rollos de las cartas de Tiro y de Roma.
- ¿Qué es eso?
Me incliné para recoger las cartas, pero esperé a que él me lo dijera.
- Una guerra en Italia -me contestó-. Mi mujer… -Hizo una pausa.
Sí, el reino mágico ya se había roto. El mundo estaba nuevamente con nosotros.
- Al parecer, mi mujer Fulvia y mi hermano Lucio han declarado la guerra a Octavio.
- ¿Cómo?
Empecé a leer la carta pero era muy larga.
- Todo es muy complicado, pero por lo visto pensaron que Octavio se estaba aprovechando de la situación para asentar a sus veteranos, concediéndoles las mejores tierras, y atribuyéndose incluso el mérito de aquello por lo que me fue reconocido el mío. Por eso han lanzado una campaña contra él, y en estos momentos están poniendo sitio a la montañosa ciudad de Perusa. -Se pasó las manos por el cabello-. Todas mis legiones están esperando por los alrededores, pero no se moverán sin una orden mía. Y es bueno que así sea.
- ¿Y por qué es bueno? -pregunté. Nunca era bueno que a uno lo derrotaran.
- Pues porque quebrantaría mi pacto con Octavio. -Se extrañó de que se lo preguntara-. No olvides que somos socios. Las guerras civiles ya han terminado.
- Pues parece ser que no. -Hice una pausa-. No han terminado desde el momento en que él está intentando desacreditarte.
Antonio frunció el ceño.
- No es que quiera desacreditarme, es que…
- ¿Pues por qué le han declarado entonces la guerra Fulvia y Lucio?
- Son demasiado celosos de mis derechos.
Más bien parecía que fuera él el celoso de proteger a Octavio.
- ¿Y no crees posible que Octavio haya obrado mal?
- Bueno, él… -Antonio hizo una pausa-. Necesito más información para poder llegar a una conclusión. -Se inclinó hacia delante para recoger la otra carta-. En ésa, en cambio, no hay nada de ambiguo -me dijo, entregándomela.
Le eché un vistazo. Era terrible. Los partos habían invadido Siria, habían matado a Saxa, el gobernador que Antonio había dejado allí, e incluso habían tomado Jerusalén. Todo se había perdido menos Tiro. Las dos legiones de Siria, junto con sus águilas, pertenecían ahora a la Partia. Los partos habían aumentado su colección, añadiéndolas a las de Craso.
- ¡Oh, las legiones! -exclamó Antonio-. ¡Qué ignominia!
Sus reyes clientes, los que tan servilmente le habían rendido homenaje en otoño, no habían resultado demasiado fieles. Y tal vez ya fuera hora de que los sustituyera.
- Sólo Herodes ha demostrado tener iniciativa -dijo Antonio-. Consiguió escapar y se hizo fuerte en Masada.
- Es muy encomiable.
Al menos, alguien había resistido.
- Una guerra en dos frentes -comentó Antonio, sacudiendo la cabeza-. Estoy implicado en una guerra en dos frentes.
La de Italia fue una pequeña guerra muy desagradable. Octavio se cubrió de ignominia hasta el extremo de mandar que sus honderos arrojaran piedras al campamento enemigo con inscripciones tales como: «¡Dádselo a Fulvia!»
También hizo circular un obsceno epigrama que decía:
Glafira por Antonio fue follada, y Fulvia reclama
que yo la folle para compensarla.
Manio pregunta: ¿le doy por el culo con tu permiso?
Pero yo no quiero que le preste este servicio.
¡O follas o peleas!, dice ella con porfía.
Suenen las trompetas, pues mi polla vale más que mi vida.
Debía de estar desesperado, pues de lo contrario no hubiera dejado al descubierto su verdadera naturaleza. Me pareció que a Antonio le hacían gracia los versos.
- Octavio se ha divorciado de Claudia -dijo Antonio inesperadamente-. Eso significa que realmente se ha vuelto contra mí.
- ¿Qué estás diciendo? -le pregunté.
Habían pasado varios días desde que se recibiera la primera carta, y entretanto se habían recibido otras. Una vez abierta la temporada de la navegación, las cartas no paraban de llegar.
- Le gusta confirmar los tratados con lazos personales. Cuando nos convertimos juntos en triunviros, pidió casarse con alguien de mi familia. Lo mejor que pude ofrecerle fue Claudia, la hija de Fulvia, pues nosotros sólo teníamos hijos varones, y por si fuera poco de corta edad. Por consiguiente, se casó con ella.
Octavio casado. ¡Qué extraño me parecía!

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