La senda del perdedor (3 page)

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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

BOOK: La senda del perdedor
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—La cogí —dijo.

—¿Qué cogiste?

—La mosca —sonrió ella.

—No te creo…

—¿Acaso la sigues viendo? Ya no está.

—Se habrá ido.

—No, la tengo en mi mano.

—Nadie puede ser tan rápido.

—La tengo en mi mano.

—Patrañas.

—¿No me crees?

—No.

—Abre la boca.

—De acuerdo.

Mi padre abrió la boca y mi madre llevó a ella su mano. Mi padre dio un salto, agarrándose la garganta.

—¡Cristo!

La mosca salió de su boca y comenzó otra vez a dar vueltas alrededor de la mesa.

—Ya está bien —dijo mi padre—. ¡Nos vamos a casa!

Se levantó, salió por la puerta y bajó por el camino hacia el Ford T. Se sentó y se quedó muy rígido, con aspecto amenazador.

—Te traemos algunas latas de comida —le dijo mi madre a mi tía—. Siento que no pueda ser dinero, pero Henry teme que John se lo gaste en ginebra, o en gasolina para su moto. No puede ser mucho: sopa, col, guisantes…

—¡Oh, Katherine, gracias! Gracias a los dos…

Mi madre se levantó y yo la seguí. Había dos cajas con latas de conserva en el coche. Vi a mi padre allí sentado muy rígido. Seguía furioso.

Mi madre me dio la caja más pequeña de latas, ella cogió la más grande y la seguí por el patio. Dejamos las cajas en la mesa de la cocina. La tía Anna se acercó y cogió una lata. Era una lata de guisantes, la etiqueta estaba pintada con un montón de guisantitos redondos y verdes.

—Sois un encanto —dijo mi tía.

—Anna, tenemos que irnos. Henry tiene herida su dignidad.

Mi tía abrazó a mi madre.

—Todo nos ha ido tan mal. Pero esto es como un sueño. ¡Espera a que las niñas vengan y vean todas estas latas de comida!

Mi madre se separó de mi tía.

—John no es un mal hombre —dijo mi tía.

—Lo sé —contestó mi madre—. Adiós, Anna.

—Adiós, Katherine. Adiós, Henry.

Mi madre se dio la vuelta y salió por la puerta. Yo la seguí. Caminamos hasta el coche y subimos. Mi padre lo puso en marcha.

Mientras nos alejábamos, vi a mi tía en la puerta despidiéndonos con la mano. Mi madre le devolvió el saludo. Mi padre no. Yo tampoco.

5

Mi padre había empezado a no gustarme. Siempre estaba furioso por algo. Allá a donde fuéramos, siempre se metía en discusiones con alguien. Pero a la mayoría de la gente no parecía asustarla. A menudo simplemente se le quedaban mirando con calma, y él se ponía más furioso. Si comíamos fuera, lo cual ocurría raramente, siempre le encontraba algún defecto a la comida y a veces se negaba a pagar.

—¡Hay una caca de mosca en la nata! ¿Qué clase de lugar infecto es éste?

—Lo siento, señor, no necesita pagar. Sólo váyase.

—¡Me voy, claro que sí! ¡Pero volveré! ¡Prenderé fuego a este maldito sitio!

Una vez estábamos en una droguería y mi madre y yo estábamos en una esquina mientras mi padre le gritaba al empleado en la otra. Otro empleado le dijo a mi madre:

—¿Quién será ese tipo tan horrible? Cada vez que viene hay follón.

—Es mi marido —le dijo mi madre.

Recuerdo también otra vez. Estaba trabajando como lechero y hacía los repartos matinales. Una mañana me despertó.

—Ven, quiero enseñarte una cosa.

Salí afuera con él. Iba con mi pijama y unas zapatillas. Todavía estaba oscuro y aún se veía la luna. Anduvimos hasta la carreta de la leche, tirada por un caballo. El caballo estaba muy quieto.

—Mira —dijo mi padre. Cogió un terrón de azúcar, lo puso en su mano y lo acercó al morro del caballo. El caballo lo comió de su palma—. Ahora inténtalo tú… —Puso un terrón de azúcar en mi mano. Era un caballo muy grande—. ¡Acércalo más! ¡Sostén la mano quieta!

Yo tenía miedo de que el caballo me arrancara la mano de un mordisco. Bajó la cabeza; vi los agujeros del hocico; los labios se echaron hacia atrás, vi la lengua y los dientes, y entonces el terrón de azúcar desapareció.

—Toma, prueba otra vez…

Probé de nuevo. El caballo cogió el terrón de azúcar y meneó la cabeza.

—Ahora —dijo mi padre— te voy a llevar otra vez a casa antes de que el caballo se cague encima tuyo.

No me dejaban jugar con otros niños.

—Son malos niños —decía mi padre—, sus padres son pobres.

—Sí —asentía mi madre.

Mis padres querían ser ricos, así que se imaginaban ser ricos.

Los primeros niños de mi edad que conocí fueron los del jardín de infancia. Parecían muy extraños, se reían y hablaban y parecían felices. No me gustaban. Siempre sentía como si me fuera a poner enfermo, como si fuera a vomitar, y el aire parecía extrañamente quieto y blanco. Pintábamos con acuarelas. Plantamos semillas de rábanos en el jardín y semanas más tarde los comimos con sal. Me gustaba la señorita que nos daba clases en el jardín de infancia, me gustaba mucho más que mis padres.

Un problema que tenía era el de ir al baño. Yo siempre tenía ganas de ir al baño, pero me daba vergüenza que los otros lo supieran, así que me aguantaba. Era terrible aguantarse. Y el aire era blanco, y me sentía con ganas de vomitar, y tenía ganas de mear y cagar, pero no decía nada. Y cuando alguno de los otros volvía del baño, yo pensaba, so guarro, acabas de hacer ahí una cochinada…

Las niñas estaban muy bien con sus vestiditos cortos, con su pelo largo y sus hermosos ojos, pero, pensaba yo, también hacían allí cochinadas, aunque pretendieran que no.

El jardín de infancia era, más que nada, aire blanco…

La escuela primaria, de primero a sexto, era diferente. Había chicos que tenían doce años, y todos veníamos de barrios pobres. Empecé a ir al baño, pero sólo para hacer pis. Saliendo un día, vi a un niño pequeño bebiendo de una fuente de agua. Un chico mayor vino por detrás y le estampó la cabeza contra la fuente. Cuando el niño pequeño levantó la cara, tenía varios dientes rotos y la boca ensangrentada. Había sangre en el agua de la fuente.

—Como se lo cuentes a alguien —dijo el chico mayor—, te la ganas.

El niño sacó un pañuelo y se lo metió en la boca. Yo volví a la clase, donde la profesora nos hablaba de George Washington y del valle Forge. Llevaba una peluca platino muy peripuesta. A menudo nos pegaba en las palmas de las manos con una regla cuando pensaba que éramos desobedientes. No creo que ella fuera nunca al cuarto de baño. Yo la odiaba.

Cada tarde después de la escuela había una pelea entre dos de los chicos mayores. Siempre era en la verja de atrás, donde nunca había ningún profesor. Las peleas nunca eran igualadas, siempre era un chico más grande contra otro más pequeño, y el grande siempre le daba al pequeño una paliza de miedo con sus puños, acorralándolo contra la verja. El más pequeño a veces trataba de defenderse y contraatacar, pero era inútil. En seguida la cara se le llenaba de sangre, sangre que le caía hasta la camisa. El chico pequeño recibía los golpes en silencio, sin quejarse jamás, sin pedir nunca clemencia. Finalmente, el más grande decidía darlo por terminado, se daba la vuelta y todos los demás se iban camino de casa en compañía del vencedor. Yo volvía a casa rápidamente, solo, después de aguantar las ganas de cagar durante todo el día en la escuela y durante toda la pelea. Normalmente, al llegar a casa, se me habían ido las ganas de aliviarme. Eso solía preocuparme.

6

No tenía amigos en la escuela, tampoco los quería. Me sentía mejor yendo solo. Me sentaba en un banco y observaba a los otros mientras jugaban, al tiempo que ellos me miraban con burla. Un día durante el almuerzo se me acercó un niño nuevo. Llevaba pantalones cortos, era bizco y con cara de pájaro. No me gustaba su aspecto. Se sentó en un banco a mi lado.

—Hola, me llamo David. Yo no contesté.

Abrió la bolsa de su almuerzo.

—Tengo sandwiches de mantequilla de cacahuete —dijo—. ¿Tú qué tienes?

—Sandwiches de mantequilla de cacahuete.

—También tengo un plátano, y patatas fritas. ¿Quieres patatas fritas?

Cogí algunas. Tenía un montón, eran crujientes y saladas, el sol brillaba a través de ellas. Estaban buenas.

—¿Puedo coger algunas más?

—Bueno.

Cogí más. En sus sandwiches de mantequilla de cacahuete también tenía mermelada; se salía y le caía por los dedos. David no parecía darse cuenta.

—¿Dónde vives? —me preguntó.

—En Virginia Road.

—Yo vivo en Pickford. Podemos volver juntos después de clase. Coge más patatas. ¿A quién tienes de profesora?

—A la señora Columbine.

—Yo tengo a la señora Reed. Te veré después de clase, podemos volver a casa juntos.

¿Por qué llevaba esos pantalones cortos? ¿Qué era lo que quería? Realmente, no me gustaba nada. Cogí más patatas fritas.

Aquella tarde, después de clase, me encontró y empezó a caminar a mi lado.

—No me has dicho cómo te llamas —me dijo.

—Henry —respondí.

Mientras caminábamos, me di cuenta de que nos seguía toda una panda de chicos de primer grado. Al principio les sacábamos media manzana, pero se fueron acercando hasta ir a pocos metros detrás nuestro.

—¿Qué es lo que quieren? —le pregunté a David.

El no contestó, sólo siguió andando.

—¡Eh, cagón de pantalones cortos! —gritó uno de ellos—. ¿Tu madre te hace que cagues en los pantalones cortos?

—¡Cara de pájaro, jo, jo, cara de pájaro!

—¡Bizco! ¡Prepárate a morir! Entonces nos rodearon.

—¿Quién es tu amigo? ¿Te besa el culo?

Uno de ellos cogió a David por el cuello. Lo tiró al césped. David se levantó. Un chico se colocó a cuatro patas detrás de él. El otro chico empujó a David y éste cayó hacia atrás. Otro chico se puso encima suyo y le frotó la cara contra la hierba. Entonces le dejaron. David se levantó de nuevo. No abrió la boca, pero las lágrimas le caían por la cara. El más grande de los chicos se le acercó:

—No te queremos en nuestra escuela, mariquita. ¡Lárgate de nuestra escuela!

Le pegó un puñetazo en el estómago. David se encogió hacia delante y en ese momento el chico le metió un rodillazo en plena cara. David cayó al suelo. Le sangraba la nariz.

Entonces me rodearon a mí.

—¡Ahora te toca a ti!

Empezaron a dar vueltas a mi alrededor y yo también me giraba. Siempre había alguno detrás mío. Ahí estaba yo cargado de mierda y tenía que pelear. No entendía sus motivos. No paraban de dar vueltas ni yo tampoco. Estaba aterrorizado y tranquilo al mismo tiempo. La cosa siguió y siguió. Me gritaban cosas, pero yo no oía lo que decían. Finalmente lo dejaron y se fueron calle abajo. David me estaba esperando. Caminamos por la acera hacia su casa, en la calle Pickford.

Llegamos a la altura de su casa.

—Aquí me quedo. Adiós.

—Adiós, David.

Entró y escuché la voz de su madre.

—¡David! ¡Mira tu camisa y tus pantalones! ¡Están todos manchados! ¡Todos los días lo mismo! Dime ¿por qué lo haces?

David no contestó.

—¡Te he hecho una pregunta! ¿Por qué haces esto con tu ropa?

—No puedo evitarlo, mamá…

—¿Que no puedes evitarlo? ¡Niño estúpido!

Oí cómo le pegaba. David empezó a llorar y ella le pegó más fuerte. Yo me quedé escuchando junto a la entrada. Después de un rato dejó de pegarle. Pude oír a David sollozando. Luego dejó de llorar.

—Ahora quiero que practiques tu lección de violín —oí que le dijo su madre.

Me senté en el césped y aguardé. Entonces escuché el violín. Era un violín muy triste. No me gustaba la manera en que tocaba David. Seguí sentado escuchando durante un rato, pero la música no mejoró. La mierda se había endurecido en mi interior. Ya no tenía ganas de cagar. La luz de la tarde me hacía daño en los ojos. Tenía ganas de vomitar. Me levanté y me fui a casa.

7

Había peleas continuamente. Las profesoras no parecían enterarse de nada. Y había siempre problemas cuando llovía. Cualquier niño que llevase a la escuela un paraguas o un impermeable era automáticamente marginado. La mayoría de nuestros padres eran demasiado pobres para comprarnos esas cosas, y cuando lo hacían, las escondíamos entre arbustos. Cualquiera que fuera visto con un paraguas o un impermeable era considerado un mariquita. Recibía palizas después de clase. La madre de David le hacía llevar paraguas en cuanto había el menor asomo de nubes.

En el recreo, los de primer grado se reunían en el campo de baseball y elegían los equipos. David y yo nos poníamos juntos. Siempre ocurría lo mismo. A mí me elegían el penúltimo y a David el último, así que siempre jugábamos en diferentes equipos. David era aún peor que yo. Con su bizquera ni siquiera podía ver la bola. Yo necesitaba mucha práctica. Nunca había jugado con los niños de mi barrio. No sabía cómo recoger una bola ni cómo lanzarla. Pero yo quería jugar, me gustaba. A David le daba miedo la bola, a mí no. Yo le daba fuerte al bate, le daba con más fuerza que nadie, pero nunca podía darle a la bola. Siempre fallaba. Una vez conseguí tocarla y que saliera desviada. Eso me supo a gloria. Conseguí llegar a primera base, y el chico de la primera me dijo: «Es la única forma en que puedes llegar hasta aquí.» Yo me quedé quieto mirándole. Mascaba chicle y le salían largos pelos negros de la nariz. Tenía el pelo pringoso de vaselina. No paraba de sonreír.

—¿Qué miras? —me preguntó.

Yo no supe qué decir. No estaba acostumbrado a conversar.

—Los muchachos dicen que estás loco —me dijo—, pero no me asustas. Te estaré esperando algún día después de clase.

Yo seguí mirándole. Tenía una cara horrible. Entonces el pitcher lanzó la bola y yo corrí hacia la segunda base. Corrí como un descosido y me tiré resbalando hasta la base. La bola llegó tarde. No habían podido eliminarme.

—¡Estás fuera! —gritó el chico al que le había tocado arbitrar. Yo me levanté, sin poder creérmelo.

—¡He dicho que estás fuera! —gritó el arbitro.

Entonces supe que no me aceptaban. No me aceptaban ni a mí ni a David. Los otros me querían «fuera» porque se suponía que yo estaba «fuera». Sabían que David y yo éramos amigos. Era por culpa de David por lo que a mí no me aceptaban. Mientras salía fuera de la cancha vi a David jugando en tercera base con sus pantalones cortos. Sus calcetines de color azul y amarillo se le habían caído hasta los pies. ¿Por qué me había tenido que elegir a mí? Me había dejado marcado. Aquella tarde después de clase me fui a toda prisa y caminé solo hasta mi casa, sin David. No quería verle otra vez aguantando las palizas de los chicos del colegio o de su madre. No quería escuchar su triste violín. Pero al día siguiente a la hora del almuerzo, cuando se sentó a mi lado, comí de sus patatas fritas.

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