La señora Lirriper (12 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La señora Lirriper
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—Pues no, doctor —repuso Tom—, no vale la pena que lo haga, pues se trata de un artículo de peltre. —Y Tom nos enseñó su apreciada copa. Las circunstancias se habían suavizado en el caso de Tom y había ido a recoger su copa de la amistad.

—¡Peltre! —exclamó el doctor—. ¡Bah! No vale la pena el esfuerzo, pero si hubiese sido plata… entonces habría podido… —Y adoptó un gesto diabólico que parecía aludir al robo con violencia, y al asesinato seguido de descuartizamiento. De pronto reparó en la inscripción—. Ja, ja, ja! —exclamó—, ¿qué es esto? ¡Una inscripción! «Para Tom de Sam, Jack, Will, Ned, Charley y Harry, en prueba de amistad». ¿Amistad? ¡Ja, ja, ja! Pura palabrería. Una palabra huera, una burla, una ilusión y una trampa. Os aseguro que no existe tal cosa en el mundo.

—¡Oh, no diga eso, doctor! —exclamó Tom, muy ofendido.

—¡Ah! —replicó el doctor—. Ya lo descubrirás. Yo lo he hecho muchas veces, y desde que tuve mi primer amigo y me defraudó, han pasado… ¿cuántos años…? Veamos… mil ochocientos y…, ¡qué más da!

Hizo una pausa como si lo oprimieran los malos recuerdos.

—Ned —dijo Sam inclinándose hacia mí—, ¿sabes quién creo que es el doctor?

—No —respondí.

—Pues que me cuelguen si no creo que es el Judío Errante —replicó Sam—. ¡Mira sus botas! —Miré sus botas. Tan sólo reparé en que no estaban muy limpias—. ¿No te has dado cuenta —prosiguió— de lo usadas y gastadas que están? El doctor ha andado mucho con ellas. ¡Fíjate en qué forma tan rara y anticuada tienen! Mira el polvo que han acumulador ¡es el polvo de siglos!

El doctor se estaba riendo a carcajadas de nuestro proyecto de intercambio de regalos y no dejaba de llamarnos «inocentes» a nosotros y tazón a la copa de la amistad de Tom.

Tom se había ruborizado y parecía avergonzado. De hecho, todos parecíamos un poco cohibidos, pues hasta entonces nunca habíamos reparado en lo tontos y sentimentales que éramos. No le dijimos nada al doctor de las otras seis copas de la amistad que estaban esperando que fuésemos a pagarlas y a recogerlas y, cuando Tom, con el rostro encendido como un tizón, metió el «tazón», como lo llamaba el doctor, en la bolsa y lo guardó, nos alegramos de cambiar de asunto y evitar aquella cuestión tan embarazosa. Nos sentíamos tan avergonzados de nosotros mismos que tratamos de redimirnos ante el doctor alabando cualquiera de sus opiniones por muy cínicas que fuesen. Y él, por su parte, nos condujo al fondo del pozo del cinismo. Al oírlo y conversar con él día tras día, empezamos a comprender lo cándidos y poco sofisticados que éramos. Llegamos a saber que los poetas y los héroes a quienes habíamos adorado no eran más que un hatajo de farsantes y charlatanes; que los grandes hombres de Estado a quienes habíamos creído y en los que habíamos confiado eran una panda de traidores o de ineptos; que los poderosos potentados cuyo poder y sagacidad habíamos admirado eran réprobos tiranos o títeres en manos de otros; que los filántropos a quienes todo el mundo alababa eran unos hipócritas egoístas y engreídos; que los patriotas cuyos nombres habíamos reverenciado igual que todo el mundo eran unos granujas de la peor especie. La influencia del doctor nos fue conduciendo, paso a paso, en esa dirección sin que nos diéramos cuenta. ¿Cómo íbamos a resistirnos? Nos tenía fascinados. Lo sabía todo, podía demostrarlo todo y contaba con tantos datos de los que nunca habíamos oído hablar para fundar sus conclusiones que, con nuestros limitados conocimientos, no había forma de resistírsele. Al principio nos sorprendió, pero, a medida que iba estallando la revolución, nos acostumbramos a la vista de la sangre, y vimos caer las cabezas de nuestros héroes con la mayor indiferencia. Por fin llegamos a disfrutar con aquello y empezamos a buscar nuevas víctimas a quienes derribar y mostrar nuestro desprecio. El doctor abría el camino cada vez con más osadía a medida que avanzábamos. Aludía con aire lúgubre a los crímenes en que había participado y a los que cometería a la menor oportunidad. Siempre que se cometía un asesinato, defendía al asesino y prometía venganza contra el juez y el jurado que lo condenaban a la horca. Cuando llegaban noticias de guerras y desastres, se frotaba las manos y se regodeaba con alegría, porque había profetizado lo que sucedería por la imbecilidad y la traición de los infames granujas que se hacían llamar a sí mismos hombres de Estado y generales.

De una Sociedad en Pro de la Admiración Mutua pasamos a ser una sociedad de iconoclastas. Tom, Jack, Sam, Harry y los demás, que habíamos empezando prometiéndonos amistad eterna, nos convertimos en amargos rivales que despreciábamos las cualidades intelectuales de los demás, nos llamábamos incompetentes unos a otros nada más volver la espalda y nos reíamos desdeñosos de todas nuestras antiguas y modestas pretensiones. Las copas de la amistad habían desaparecido de nuestro recuerdo. Un día pasé por el taller de nuestro Benvenuto Cellini, el peltrero, y vi las seis que quedaban, rebajadas en el escaparate. Llamé a Tom, para enseñarle un artículo que atacaba a un popular autor al que antes había idolatrado, y reparé en que había guardado su copa de la amistad debajo de la mesa al lado de una papelera y un espetón. Estaba sucia y abollada como la escupidera de una taberna y llena de pipas y de cerillas, de colillas de cigarros y de basura. Le di una patada en broma y me reí; y Tom se sonrojó y la guardó fuera de la vista.

Nuestra Sociedad, en su nueva forma, prosperó a las mil maravillas. Nos hicimos famosos por la libertad de nuestros discursos y la audacia de nuestras opiniones. Todo el mundo buscaba nuestra compañía y nos enorgullecíamos de nuestra originalidad e independencia. Pasábamos juntos todas las horas de ocio, y nuestras insolentes discusiones nos mantenían en un constante estado de ebriedad intelectual. Pero llegó el momento de la sobriedad.

Un oscuro día en que estábamos solos, fumando en silencio muy solemnes y malhumorados, Tom me dijo:

—Ned, hoy he pasado por la tienda y he visto las seis copas de la amistad en el escaparate.

Yo respondí irritado:

—¿Es que te preocupan esas copas?

—No —replicó Tom—. Ahora mismo estaba pensando en otras cosas; pienso en ellas con frecuencia, Ned, pero siempre me las quito sin más de la cabeza. Aunque siempre acaban volviendo a mi imaginación. Esta noche las veo con mucha claridad… tal vez sea por la niebla, por el estado de mi hígado o de mi conciencia… pero el caso es que no puedo olvidarme de ellas.

—¿A qué te refieres, Tom?

—¿Recuerdas cuando encargamos las copas?

—Sí.

—El doctor llegó poco después.

—Cierto.

—Y no llevamos a cabo nuestras intenciones.

—No. Tú pagaste la tuya, Tom, y la trajiste, pero las demás siguen siendo muestras olvidadas de nuestra amistad.

—Exacto —respondió Tom—, y fue por culpa del doctor. Se rió de nosotros. Hizo que nos avergonzáramos. Yo me avergoncé. Pero ya había pagado mi copa y había ido a buscarla y la cosa no tenía remedio. Si no lo hubiera hecho entonces, no lo habría hecho nunca. ¿Qué hizo que nos sintiéramos tan avergonzados?

—Nuestra estupidez —respondí yo.

—No, nuestra amabilidad y nuestros buenos sentimientos, dos cosas de las que no estamos muy sobrados últimamente. —No respondí. Tom prosiguió—: El tal doctor nos ha alterado a todos. Ha cambiado nuestra forma de ser. Ha agriado nuestra bondad natural. Admito que es un hombre fascinante, pero ¿quién es? Nadie lo sabe. Llegó misteriosamente, lo aceptamos sin rechistar. Sin embargo, no sabemos nada de él. No sabemos qué es, a qué se dedica, dónde vive, o siquiera cuál es su nacionalidad.

—¿Y bien?

—Pues que a veces pienso que es el demonio. Es muy amable, pero todas sus opiniones son diabólicas. Y, si no es el demonio, al menos ha estado jugando a serlo con nosotros. Lo noto en momentos de tranquilidad como éstos, cuando no estamos intercambiando bromas irrespetuosas y sarcasmos descreídos.

Seguí fumando un rato en silencio y luego dije:

—Yo tengo exactamente la misma sensación, Tom. He querido decirlo muchas veces… sólo que no me atrevía.

—Lo mismo me pasaba a mí. ¿Y si ahora hiciésemos acopio de valor?

—Buena idea —respondí yo.

—De acuerdo entonces —dijo Tom—. Averigüemos quién es el tal doctor Goliath, a qué se dedica y todo lo que podamos sobre él.

Tom acababa de pronunciar estas palabras cuando llegó el doctor. Llevaba una bolsita en la mano y un paquete debajo del brazo.

—Esta tarde no puedo quedarme —afirmó—. Tengo cosas que hacer… El mundo oirá hablar de ellas. ¡Ajá! —Arqueó siniestramente las cejas y se llevó un dedo a la nariz con aire amenazador—. Buenas noches —dijo—, si sobrevivo, estupendo; de lo contrario, recordadme, aunque no creo ni por un momento que vayáis a hacerlo. Diréis: «Pobre desgraciado», y seguiréis con vuestras bromas y chanzas. Así funciona este mundo, que ha sido un tremendo error desde el principio. Adiós.

—Ned —dijo Tom—, sigámosle.

Así lo hicimos. Lo seguimos hasta el Strand y por el puente, donde discutió con el encargado del peaje. Oímos las palabras «estafa», «extorsión» y «atraco a mano armada» y vimos a la luz de la farola el rostro del doctor que miraba al encargado con ojos iracundos. Por fin le entregó su medio penique y siguió andando a toda prisa, aunque se detuvo bruscamente al llegar a la altura del primer pilar, se asomó al pretil y se quedó mirando el agua. Hacía mucho que albergábamos la firme sospecha —entre otras muchas parecidas— de que el médico sabía algo sobre el misterioso crimen sin resolver que se había cometido en aquel lugar. El mismo nos lo había dado a entender muchas veces.

—¡Mira! —susurró Tom—. La fascinación le ha hecho volver al lugar del crimen. Casi me gustaría que se arrojase al río.

Pero el doctor no hizo tal cosa. Después de ver pasar el agua un rato, bajó del escalón de piedra y continuó adelante. Lo seguimos a distancia y sin perderlo de vista por muchas callejuelas estrechas y oscuras, donde nuestro único guía era la oscura figura que se movía como una sombra delante de nosotros. Por fin, el doctor tomó por un estrecho pasaje y desapareció. Corrimos hacia la entrada, pero el pasaje estaba muy oscuro y no vimos nada. Dudamos por un instante, pero enseguida hicimos acopio de valor y lo seguimos a tientas en la oscuridad pegados a la pared. Al salir de aquel túnel nos encontramos en un patio triangular iluminado por una única farola de gas situada en un vértice del triángulo. No parecía haber otro acceso a él que el estrecho pasaje por el que acabábamos de pasar. Reparamos de un solo vistazo en las extrañas y misteriosas características del lugar, gracias a la ayuda de la farola, que estaba plantada como un signo de admiración en uno de los rincones. Y entonces reparamos en la vaga figura del doctor, que estaba llamando a una puerta en la parte más oscura del patio. Le abrieron antes de que llegásemos nosotros, pero ya nos habíamos fijado en la casa. Era el número 13.

—Un número un tanto siniestro —dijo Tom.

También había una siniestra figura de escayola encima del umbral: una gárgola con expresión desdeñosa y sabihonda parecida a la del doctor. Daba la impresión de estar burlándose de la absurda misión que nos había llevado hasta allí.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.

—La verdad es que no lo sé —respondió Tom.

—¡Espera! —grité—. Hay un cartel en la ventana. ¿Qué es lo que dice?

Tom sugirió: «Se hacen mutilaciones», pues era lo más apropiado para una casa habitada por el doctor Goliath. Pero no eran mutilaciones. Rezaba: «Se alquilan habitaciones a caballeros solteros».

—Llamemos a la puerta —propuse—, y pidamos que nos enseñen las habitaciones para averiguar de qué clase de sitio se trata.

Vimos una luz que subía al piso de arriba. Se trataba, sin duda, del doctor, que se había retirado a su cuarto. Esperamos un rato y luego llamamos. Abrió la puerta una anciana de aspecto extremadamente benévolo en cuyo rostro vimos los restos de una sonrisa. Era evidente que la sonrisa no estaba dedicada a nosotros, pero nos la tomamos como si así fuera y respondimos con un sonriente interés por las habitaciones. ¿No nos apetecería pasar a verlas? Eran dos en el piso de abajo: un salón y un dormitorio. Mientras la anciana señora, palmatoria en mano, nos indicaba el camino por el pasillo, el doctor la llamó desde el piso de arriba:

—Señora Mavor, necesito que venga aquí ahora mismo.

—Discúlpenme un instante, caballeros —dijo la señora Mavor—, el doctor, el huésped del primer piso, acaba de llegar y quiere su café. Por favor, siéntense en el salón.

La señora Mavor nos dejó y subió al piso de arriba, y un momento después oímos al doctor que decía en voz alta muy enfadado:

—¿Dónde está mi araña? ¿Cómo se atreve a barrer mi araña con su escoba asesina?

—¡Oh, ese bicho tan asqueroso…! —oímos decir a la señora Mavor, pero el doctor no la dejó hablar.

—¡Bicho asqueroso! Ésa será su opinión. ¿Qué cree que opina la araña de usted cuando llega y le deshace su casa que tanto esfuerzo le ha costado construir? ¿Cómo se sentiría usted? Permítame decirle que esa araña tenía tanto derecho a vivir como usted… ¡y aún más… aún más! Era muy industriosa, cosa que usted no es; tenía una gran familia que mantener, cosa que usted no tiene, y si ella tendía su red para cazar moscas, también usted coloca su cartel de «Se alquilan habitaciones» y atrae a jóvenes solteros, como yo y se ocupa de ellos. Es usted una mujer malvada y sin corazón, señora Mavor.

La señora Mavor bajó riéndose casi en seguida.

—Es el huésped del primer piso, el doctor Goliath —explicó—. Es un poco raro en algunas cosas y finge enfadarse mucho si alguien molesta a sus animales, pero ¡es un pedazo de pan! —Tom y yo nos quedamos boquiabiertos—. Lleva conmigo más de siete años —prosiguió la señora Mavor—, y siempre ha sido muy bueno conmigo, y se portó tan bien cuando estuve enferma que por nada en el mundo aceptaría a nadie en la casa que pudiera incomodarle u obligarle a dejar sus manías. Si el doctor se marchase de Povis Place, no sé lo que harían los vecinos y los pobres de por aquí, pues los cuida cuando están enfermos, les aconseja cuando están sanos, les escribe sus cartas y organiza colectas cuando les aflige algún infortunio, y los niños… ¡están locos por él! Con frecuencia se le ve por aquí, después de hacerle algún favor a sus padres o a sus madres, jugando con ellos, y con varios niños y niñas a la espalda… pero a él no le molesta… Tiene tan buen corazón, ¡y le gustan tanto los niños…!

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